Tuber desconfiatum
Trampa. Añadir trufa a la comida es hacer trampa y punto. Perdonadme que empiece así el artículo, pero es que quiero que sepáis que, detrás de muy buenas trufas, acostumbran a haber mediocres productos para compensar el coste del tan preciado hongo. Soy de los que opina que todavía no hemos sido capaces de darle el valor que se merece, pues siempre va acompañando a algo y no se trata como un ingrediente principal. Por lo que, amigos cocineros, queda mucho recorrido, ya ha amanecido y estamos un pelín dormidos.
Tras esta mini reflexión, paso a otra de mayor calibre y trascendencia. A ver, no podemos llamar de igual manera a un bombón de chocolate dulce (a veces relleno de un licor) que cualquier “pseudofoodie” elabora en casa sin apenas hacer esfuerzo y a un hongo que puede llegar a costar unos 3.000 euros el kilo y tiene un recetario propio en algunas partes del mundo. ¿Os parece justo que, a la trufa, a la de verdad, le haya salido un primo que nada tiene que ver con lo que realmente es? Lo más parecido es que las dos te manchan las manos cuando las trabajas. Una con tierra y la otra con cacao. A partir de aquí, que alguien me explique por qué a la trufa de chocolate se la llama trufa. Ya que no tenéis manera de contármelo, permitidme que me auto-responda y me guionice.
– De Javi a Javi: La trufa se llama trufa porque se parece a la trufa, valga la redundancia.
Pensaréis que estoy de coña, pero no. Es así de cierto. La trufa de chocolate que se originó en Bélgica (donde se conoce como ganache) se llama trufa por la similitud en la forma y dicen que también en la textura que tiene con la trufa “de tierra”. No se yo qué trufas conocen en Bélgica, pero desde luego que las navarras que conocemos, o las sorianas, distan mucho de los bomboncitos belgas que yo conozco. La trufa (hongo) madura es dura como una piedra y, en cambio, la trufa de chocolate presume de ser un bocado cremoso y fundente. En fin, no le quiero dar más vueltas de las que merece este tema, pero que sepáis que la explicación oficial es esta: «La trufa de chocolate se llama trufa porque se parece a la trufa (hongo)». Punto.
Ahora vamos a por la que nos interesa, a conocer más sobre la familia “tuber”. Empecemos por definir bien qué es una trufa. Una trufa es, según los truferos de la RAE, «una variedad muy aromática de la criadilla de tierra». A ver, esto es como jugar a la búsqueda del tesoro con pistas. Y, ¿qué son las criadillas de tierra, amigos de la RAE? Pues agarraos las criadillas que la respuesta tiene tela: «Hongo carnoso, de buen olor, figura redondeada, de tres a cuatro centímetros de diámetro, negruzco por fuera y blanquecino o pardo
rojizo por dentro. Se cría bajo tierra, y guisado es muy sabroso».
¿Las trufas grandes no son trufas? Y si no las quiero guisar, ¿Ya no son sabrosas? Me va a decir la RAE a mí cómo cocinar la trufa… ¡Venga hombre!
Aunque… espera… ahora que lo pienso, nunca he guisado una trufa. Nunca he visto una trufa cocinada. Nunca he visto una trufa que no sea rallada o en alguna salsa (que también va rallada). A ver si la RAE nos va a estar marcando el camino de la innovación culinaria y no nos hemos dado cuenta. ¡Ojocuidau!
Calidad y precio. Que digo yo que en su día se haría algo por el estilo, sino no tendría sentido que los de la RAE nos guisen las trufas. Y es que hoy en día únicamente nos dedicamos a rallar la trufa sobre platos, productos o clientes como locos. Muchas veces sin criterio alguno. Algún que otro revuelto de trufa existe, en el que la trufa es la auténtica protagonista, pero pocas veces con trufa de calidad extraordinaria. Y es que, si no es de una calidad suprema, la trufa deja mucho que desear.
La “calidad” de la trufa depende muchísimo de la variedad que sea, que no son pocas, pues se reconocen más de treinta. Os hablo del que tenga más o menos potencia aromática y gustativa. Obviamente también depende de la temporada, que marcará de qué variedad podemos disponer en cada momento del año. Por ejemplo, ahora mismo, a las puertas del verano, la tuber aestivum es una de las más consumidas. Adivinad cómo se la conoce popularmente. “trufa de verano”. Por lógica, también tenemos de otoño y de invierno, que curiosamente son mucho más potentes organolépticamente hablando. Siendo la de invierno (tuber melanosporum) la más reconocida y, por supuesto, también la que mayor precio tiene.
El tema del precio es algo delicado. Soy de los que piensa que el valor de mercado se lo damos los consumidores. Si nadie comprara trufas a ese precio, bajarían rápido. En fin, que en el caso de las trufas, el precio llevado al extremo, lo podemos encontrar con la variedad de tuber magnatum, más conocida como “trufa blanca de Piamonte”. Hablamos de trufas con un valor estimado en unos 3.000-6.000 euros el kilo. Sí, amigos, podéis elegir entre pagar la hipoteca de un año o pegaros un caprichito comiéndoos un revuelto de “tartufo bianco”. En vuestras manos y bolsillos está.
Me gustaría cerrar el artículo invitándoos a pensar y listar, en los años que tengáis, los productos que han perdido valor y los que lo han obtenido de manera extraordinaria. Como pueda ser el caso de la trufa, por ejemplo. Os pongo ejemplos, la angula, el besugo, el txitxarro etc. Son productos que un día fueron “pobres” y ahora son “ricos” y viceversa. Los que me encontréis por alguna red social, podéis escribirme y me comprometo a hilar el tema por aquí para tratarlo otro día.
En definitiva, no hemos desarrollado nada realmente serio con la trufa. Es mi opinión. Si algún día hubo algo más que un microplane (rallador de los chefs) acariciando las trufas, contádmelo, por que me interesa contárselo a más cocineros para que se lo cuenten, a su vez, a más cocineros. Parece que si no enseñamos la pieza en el comedor antes de rallarla ya no vale o no nos van a creer que era trufa de verdad. ¿Y eso por qué? ¿Tanta confianza hemos perdido en los cocineros? ¿Tanto daño ha hecho la pillería como para tener que estar demostrando constantemente todo lo que se cuenta?
Ya sabéis amigos, si el río suena… ¡Echádle más trufa!