Igor Fernández
PSICOLOGÍA

Poder no es querer

Algo que ilusiona profundamente a los padres de niños pequeños es ver cómo van ganando autonomía, comprobar cómo, a cada paso, son más capaces, seguros, hábiles. A menudo, esa ilusión va acompañada de celebraciones, vítores y reconocimiento en general que le indican al niño o la niña que ‘por ahí va bien’; o, al menos, es la conclusión sentida más inmediata. El niño o la niña percibe que aquello por lo que ha recibido el mayor y más impactante estímulo deseable (la reacción emocional intensa y positiva de alguno o ambos progenitores), ha de ser repetido para provocar de nuevo la misma reacción.

Habitualmente, del otro lado se celebran actitudes, maneras y habilidades que más recuerdan a los padres un comportamiento un poco más ‘adulto’, al fin y al cabo, crecer va de eso. Lo celebran como un logro del niño o la niña pero también como uno propio, con la alegría de ver el resultado de tantos intentos por su parte para que “aprenda”. Y mientras esta criatura va fijando el qué, también va incorporando el cómo, el cuándo, el para qué, etc.

La vida adulta está llena de distracciones, sin embargo, la de los niños está centrada en el aprendizaje, de todo, en todo momento, y el hambre de establecer patrones es grande. Y, a veces, un niño o una niña que está observando con los ojos bien abiertos el enfado constante de su madre, por ejemplo, tiene la mala suerte de poder establecer un patrón de cuándo ama no lo está, o cuando nota con su sensibilidad la tristeza perenne del padre, consigue, desafortunadamente, dar con la tecla que le anime de nuevo.

Todos los niños quieren, espontáneamente, que sus padres estén bien; quizás porque de ello depende su supervivencia, pero se esmeran en leerles más allá de las palabras –al fin y al cabo no las dominan aún–, y reaccionar en consecuencia. Esta conexión imprescindible para el crecimiento y la supervivencia, como decíamos, es un baile con al menos dos partes, en el que ambas se influyen mutuamente, pero del que una de las partes tiene la responsabilidad de ocuparse.

Es tentador para esa madre enfadada o ese padre triste dejarse modificar por su hijo o hija, dejar de estar enfadada cuando el niño hace lo que se le pide antes de que se le pida o dejar de estar triste cuando la niña hace una monería o le pide insistentemente dibujar juntos. Y tanto la anticipación como la petición por sí mismas son parte de esa conexión natural y espontánea pero, cuando estas tienen la tarea secreta de cambiar el enfado de ama o la tristeza de aita, el niño o la niña entra en un dilema complicado.

Recordemos que hablamos de unos adultos a quienes les está pasando algo en su vida de adultos a lo que los niños no tienen acceso cognitivamente, pero que sienten y a lo que reaccionan. Habitualmente, esa madre y ese padre creen, en su ensimismamiento, que esos ojos distraídos en los dibujos y esos oídos imbuidos en la música alta no van a captar lo que a ellos les desborda, que “no se enteran”. Sin embargo, no tienen nada mejor ni más importante que hacer.

Quizá también por ese ensimismamiento propio de cualquier adulto desbordado no es fácil detectar que un niño que obedece prematuramente o una niña que siempre pide dibujar están ‘trabajando’ para obtener lo que necesitan, entre otras cosas porque, cuando lo hacen, a los adultos les quitan presión. Sin embargo, la presión que extraen es directamente proporcional a la que ellos van incorporando, ya que, junto con su acción va su atención, la evaluación que cuestiona sin palabras. «¿Funcionará?» «¿Dejará ama de dar golpes con las cosas?» «¿Aita se reirá y se levantará del sofá?». Cuando los niños están siendo demasiado buenos, demasiado ordenados, extrañamente adultos, es probable que estén tratando de ocuparse de algo que no les corresponde.