Selva de Irati: Un viaje alucinante por la tierra del Basajaun
Perderse por los valles de Aezkoa y Salazar, entre Abodi y las Casas de Irati, puede llegar a convertirse en una aventura inolvidable, entre sendas de osos y sonidos misteriosos, siempre que se lean correctamente las indicaciones de los senderos.
En Abaurrepea, muy cerca de donde confluyen los valles de Aezkoa y Salazar, hay una casa llena de geranios. Enfrente se extienden prados donde pastan las vacas y retozan a su aire una estirpe de respetables gatos. En este tiempo, la yerba ya está cuidadosamente amontonada en bobinas cónicas que aportan al paisaje una vaga apariencia de campamento indio, con sus tipis y todo. Una orla de sauces, hayas y abedules enmarcan los innumerables ríos que caen por las quebradas.
Desde Abaurregaina, por Garaioa, Aribe, Hiriberri, Orbaitzeta. La casa fue rehabilitada por Joan Tornés, un catalán de Olot, y su hija Meritxell la ha convertido en una hermosa posada. Les llevó su tiempo. Joan, hoy jubilado, regresó a Catalunya y aquel caserón de geranios recibe hoy a viajeros que huyen del bullicio de las grandes ciudades. Algunos vienen de paso, otros pernoctan en su recorrido por la Transpirenaica, la antigua ruta que utilizaban los cuatreros de ganado de la zona y los pastores de las altas montañas que recorrían la cordillera desde Irun a Girona. Hay senderistas, turistas y algún personaje despistado. El hostal de Meritxell, el Sarigarri, alberga en sí mismo una gran aventura. Como toda la tierra de Auñamendi, que es como se llama esta comarca navarra, donde habitan muchas biografías que responden al modelo de la tierra es de quien la trabaja. O dicho de otra forma, aquí nadie le debe nada a nadie.
Meritxell Tornés, por ejemplo, es uno de los faros de Abaurrea que lanza destellos brillantes. Atrapa a los visitantes como un raro imán. No le hace falta ni un mapa de carreteras para sugerir rutas increíbles.
-¿Hay algún lugar especial en Irati que siempre recomienda a los viajeros?
-«Sí, la Cueva de Harpea, sin duda. El camino empieza en la Fábrica de Armas de Orbaitzeta y discurre muy cerquita de la frontera. No sé lo que tiene ese lugar pero me produce un buen rollo de la hostia. Es de esos sitios que me gustaría que tiraran mis cenizas».
La leyenda de Harpea habla de las lamiak, referencias populares a los malos vientos, fantasmas mitad mujer, mitad animal que soplan al oído, entre paraísos verdes e infiernos nebulosos. No olviden que estamos en el reino del Basajaun, el dueño y protector de los bosques, de su naturaleza. Aquí todo es mágico y enredarte con Meritxell sobre estos temas es un pasaporte seguro a iniciar una aventura. «Hay muchos otros lugares especiales. Erremendia, Abodi, las Casas de Irati. Yo trabajé en las Casas de Irati un tiempo y tiene algo especial. Transmite energía positiva. Vete», aconseja.
Y salgo para Larrau, a trepar por los caminos que recortan los leñadores de la montaña navarra. Los mismos que en 1996 liquidaron en sus pendientes imposibles a otra leyenda, ésta humana, como Indurain.
Caballos salvajes. Ya estoy en Errabrolanda, la base del monte Orhi, a medio camino entre las Casas de Irati y el Centro de Esquí Nórdico de Pikatua. He aparcado el coche, he cresteado la sierra de Abodi con mi vieja bicicleta, he circulado por los refugios estivales de los caballos libres que enseñan los dientes cuando te acercas a sus crías y a veces te advierten con relinchos que te vayas. Viven en un balcón pelado donde crece el jaral. Un mirador que en los días despejados muestra la silueta granítica de todo el Pirineo hacia el este, con Belagua al alcance de la mano y a lo lejos la punta rocosa de la Mesa de los Tres Reyes. Al oeste, es fácil imaginar el mar. Pero como decía, estas yeguas que pastan en Abodi imponen. Como el monte. Y no es sólo por su fuerza. También porque son animales de alma brava, curtidos por la inclemencia y la lucha por la vida.
El descenso desde el Paso de las Alforjas hasta Koixta es vertiginoso hasta la entrada a uno de los santuarios vegetales más preciosos de Euskal Herria. Un bosque de hayas centenarias, abetos gigantescos y helechos tan altos que pueden camuflar a toda una manada de jabalíes sin que te enteres. El camino discurre pegado al río Olloki, desde el embalse de Koixta hasta las estribaciones de Orhi. En ese punto exacto es donde todo empezó a volverse confuso para mí.
Comenzaré hablando de Peio, toda una vida de leñador y una de las pocas personas que trabaja de sol a sol para mantener el bosque indómito, a salvo de pirómanos fieros e incontrolables. En cierto modo, hoy ejerce la profesión de cuidador de un mundo en llamas. Allí me lo encontré, en medio del camino, subido a su tractor y ataviado con una gorra que luce todas las condecoraciones del sudor jornalero, la marca que el mar corporal deja al retirarse. Sin embargo a mí, que buscaba la vía exacta para subir de nuevo a Pikatua, no me sirvió de mucho. Hablaba en un dialecto muy polifónico y bello, quizá en suletino, no lo sé, pero sonaba a mezcla libertaria de euskera y francés con interjecciones indescifrables: «Hortik suivez bideak, eush» o algo así me dijo. Me sonrió con amabilidad. Yo le devolví la sonrisa.
La rueda trasera de mi bicicleta está pinchada. Es la primera avería en esta visita inolvidable al corazón de Irati. Luego vendrá otro percance aún peor. Esperen.
De un improvisado barracón salió un compañero de Peio, un fornido cincuentón que debía venir de la zona de Larrau o Urdatx, según me dijeron más tarde, y que manejaba la sierra y el hacha con la facilidad de un malabarista. Genealogías del leñador de alta montaña. «Dena sartuta dau. Très mal, très mal. Bihar, hobeto», creí entender que me decía también con gentileza pero sin mostrar un atisbo de piedad hacia un indefenso cicloturista como yo, sentado sobre un tronco con una rueda pinchada en la mano y sin saber por dónde seguir.
Tras reparar malamente la avería y despedirme de la pareja de leñadores zuberotarras, continué por el sendero… equivocado. Llegué a una verja de ganado, con el Orhi y su amenazante forma de saurio –eso me pareció en aquel momento– como referencia en las alturas. Hay días en que la montaña asusta. Por ejemplo, cuando llovizna y empieza a condensarse la niebla. Porque al Orhi lo he visto soleado y es otra cosa. Entonces, las flores y la yerba le dan un brillo especial, pintado de colores que agotan el espectro.
Fue entonces cuando cometí el gran error del día. Me confié con el tiempo, me fié de las horas y me abandoné ante todo lo que me rodeaba. Salté la alambrada, atravesé el río Ibarrondo y emprendí la subida entre zarzales con la bici a cuestas. Serían las cinco de la tarde y hasta las siete y media no volví a ver el cielo. Me interné por las empinadas laderas de Lerbakoitza hasta que el bosque me encerró en la espesura, como un laberinto. Sin cobertura en el móvil ni GPS, empecé a verme impotente y pensé en dar la voz de alarma. ¿A gritos? A gritos, no. Los leñadores ya no estaban y no había más almas a las que recurrir en varios kilómetros a la redonda.
Fluye de la más oculta profundidad de mi alma que estoy a punto de perderme y me entra miedo. Mejor no pensarlo. Un perro ladra a lo lejos porque huele a forastero. Para colmo, vuelve a llover en este agosto otoñal que me amarga la existencia. La noche empieza a caer con sus pezuñas mojadas.
Perdido en el bosque. La Selva de Irati esconde un universo indescriptible, incluso visto desde sus entrañas profundas en una situación embarazosa. Sólo con los nombres de los barrancos y de los montes que lo circundan, su toponimia, podría escribirse una novela de aventuras. Muxumurru, Lapatia, Malgorra, Origaratea, Ezpatagaina, Lerbakoitza. Laderas cinceladas por el tiempo, caminos que cambian de lugar para sobrevivir al avance implacable de la naturaleza, piedras cubiertas de líquenes milenarios, cuevas, bosques tan tupidos de vegetación que la luz se vuelve esmeralda.
Sin referencia visual alguna opté por la senda más errática. En lugar de dirigirme hacia el este, hacia Pikatua y Abodi, iba sin saberlo hacia Zazpigain, al norte, derechito a la “muga”, trepando por la escarpada pendiente como una cabra montesa.
En ese escenario me encontraba. Envuelto en una soledad brutal y rodeado de sonidos desconocidos que aceleraban el pulso. El día anterior, Meritxell me contó que una osa juguetona anda libre por esos riscos, saltando de un lado al otro de la “frontera” en busca de comida. Y con los primeros brotes de desesperación pensé en ella y en el lobo y en las serpientes que reptan sigilosas entre las hojas caídas. Rápidamente lo descarté. «Son leyendas», pensé. Esos animales no atacan al ser humano. Lo temen porque ellos son, a su manera, razonables. Buscan territorios donde no sentirse vigilados, intuyen las malas intenciones de los hombres y huyen. «Como yo debería hacer en estas circunstancias», dije en alto.
Sopesé volver sobre mis pasos, desandar un camino que ahora mostraba más direcciones que la rosa de los vientos. Imposible. Comencé a imaginarme cómo sería pasar la noche allí y cómo me encontraría al día siguiente, volviendo a casa al amanecer, con el pelo alborotado, la camiseta rasgada y agitando unas imaginarias maracas como un especialista en locuras sin remedio.
Así que no lo dudé y me tiré monte abajo en busca de un riachuelo, agarrando la bici con una mano mientras que con la otra casi rapelaba aferrado a lo que encontraba. A un helecho, a una raíz, al suelo de arcilla ya empapado. Abajo tendría que encontrar un camino. Estaba seguro. Y entonces llegó lo peor. Se soltó una rueda del eje de la bici, se pinchó la otra y, desesperado casi me pongo a llorar en medio de aquel bosque impenetrable.
«Ay mísero de mi, ay infelice». Calma. Escucho el fluir de un riachuelo oculto, la salida. Ya no tendré que dormir al raso.
Aparqué mi averiada bicicleta en los árboles y comencé a descender por aquel río minúsculo. De piedra en piedra, hundiéndome en la floresta seca cada cierto tiempo. Ni una huella humana. Solo el cráneo pulido de un venado. «La osa», sospeché. «O el lobo».
Al cabo de 30 minutos llegué al campamento de los leñadores. Vacío. Silencioso. Serían ya las ocho de la tarde y solo quedaba hora y media, quizá dos horas, para abandonar aquella soledad montañosa y salvarme de su oscuridad. Salí corriendo hacia las Casas de Irati. Diez kilómetros a paso ligerísimo. La aprensión a quedarme varado disipó el cansancio y los dolores que empezaba a sentir. Y es que del caos se sale a veces sin querer. De repente, surgen inercias arrolladoras y hasta el más cartesiano y cerebral de los mortales acaba solucionando una papeleta inaudita como aquella.
El bombero de Otsagabia. En el embalse de Koixta cogí el Camino viejo hacia las Casas de Irati. Sube y baja, loma para arriba, sendero para abajo. Siempre pegado al río Urtxuria, que confluye con el Urbeltza, el que suministra buena parte del agua que almacena el embalse de Irabia. Cerca del mirador de Akerreria apareció Javi, bombero de Otsagabia. Surgió como por ensalmo, como un profeta salvador entre la floresta, subido en su preciosa bicicleta. «Vengo caminando desde Koixta. Me perdí subiendo Abodi en bici. He pinchado dos veces y he tenido que abandonarla. No me queda agua y estoy agotado».
Javi se quedó boquiabierto: «¿Tienes hambre? Tengo fruta. Las Casas de Irati están a un kilómetro. No te queda nada. Estás llegando. Si te das prisa seguro que alguien te baja a Otsagabia».
Es curioso lo engañoso que es el tiempo cuando uno está cansado y siente agujas en los pies. Se estira como un acordeón. Incluso el espacio parece distinto. Deben de ser los efectos de la física cuántica o el realismo mágico. Yo qué sé. Al cabo de un buen rato de sendero tortuoso, emergieron las primeras luces de las Casas de Irati que me alegraron como un campo de luciérnagas. Bajé corriendo, dispuesto a abrazar, a comerme a besos a la primera persona que encontrara en el camino. Pero lo que hallé fue el restaurante vacío y dos tristes autocaravanas con todo el aparataje desplegado: Sillas, mesas, niños, niñas, platos, cenas y ninguna gana de acercarme a Otsagabia. Otros 23 kilómetros de carretera revirada. En esas, aparecieron dos vehículos de la guardia civil de montaña que se quedaron un tanto estupefactos al escuchar esta historia y verme a esas horas allí. Eran casi las 10 de la noche. Me llevaron hasta la otra parte del valle. A Pikatua. Cogí el coche y regresé a Abaurrepea, al acogedor hostal de Meritxell, cargándome de motivos para ir al día siguiente al rescate de mi maltrecha bicicleta. Pero esa sería otra historia que contar.