Borrar los límites
La creación artística, entre otras muchas cualidades, posee la capacidad de construir lugares comunes. Podemos entender este concepto como un espacio de la percepción en la que suceden diferentes hechos comunicativos. Intercambios entre público y obra, obra y artista, artista y público y hasta todos los matices que queramos imaginar. El arte puede ser a la vez un gesto tremendamente individual con anhelo de colectividad. Surge de los procesos más íntimos y solitarios, partiendo incluso de cuestiones profundamente personales y ligados a la vida de quien lo enuncia, para después proponer un contexto en el que la creación poética es compartida. Este equilibrio entre ambas facetas le permite estar siempre a ambos lados de una frontera. Vivir en un espacio en el que la línea que separa lo personal de lo colectivo se difumina para permitir un flujo de ida y vuelta. Una obra de arte pasa por todos estos estados. Desde la propia concepción de la idea, la experimentación formal y la decisión de hacerla formar parte de un proyecto expositivo hasta el encuentro con la mirada visitante que la analiza desde sus propios códigos y la incorpora a su bagaje.
Por otro lado, conviene tener en cuenta que esta secuencia no es algo que pase siempre de la misma manera o al margen de todo lo demás. El arte, como la vida, está marcado por muchos agentes externos. Desde el lugar en el que es presentado, arquitectura de la sala, iluminación etc., al contexto social en el que se ubica. Una de las cosas más interesantes es la pérdida de control sobre sus consecuencias. Una vez que una pieza es terminada deja de pertenecer a quien la firma y se convierte en un cúmulo de símbolos y significados que se rehacen en cada nuevo paso de su andadura. Es esto a fin de cuentas lo que hace que sea tan valioso.
La Galería Lumbreras de Bilbo inicia su andadura este 2022 con una exposición en la que pone en relación la carrera de dos artistas hasta el 25 de febrero. “2 begirada/2 miradas” es el título de este diálogo entre Aitor Etxeberria (Gipuzkoa, 1958) y Aitor Sarasketa (Gipuzkoa, 1962). Si bien por separado su trabajo emerge con un discurso propio y asentado, la conversación que se da entre ambos modos de hacer aporta una capa más de complejidad que enriquece la propuesta. Ninguno de los artistas parece abandonar su posición, pues las obras se mantienen en el sitio que les corresponde. Sin embargo, la puesta en común de sus metodologías y sus procesos hace que nos conduzca a crear hilos que las relacionan y que acabemos por ver resonancias entre sí. Etxeberria asienta sus bases en una escultura que habla desde la contundencia del objeto. La nobleza de materiales como la madera, el alabastro o el granito conviven con algunos ejemplos de ensamblaje en la que objetos cotidianos y reconocibles entran en juego. Las dimensiones abarcan apuestas de todo tipo y las obras se expanden sin contención alguna. Por su parte, Sarasketa propone desde el mediano y el gran formato una colección de pinturas que aportan una liviandad visual basada en la abstracción a través del color. Capas de pintura acaban conformando una suerte de atmósfera a medio camino entre el paisaje o la ensoñación en el que la gestualidad se vuelve mecánica pero sin renunciar a su origen.
No muy lejos de allí, la galería Carreras Mugica inauguró el 18 de diciembre una muestra de la artista Gabriela Kravietz (Buenos Aires, 1965) que se podrá visitar hasta el 23 de febrero. “Still obsessive lady” recupera un proyecto iniciado a finales de los años 90, en el que Kravietz indagaba sobre la creación de varias mujeres artistas y su relación con la noción de feminidad. La producción textil desde una posición política en contraposición de una ornamentación supuestamente estética. Años después estas líneas siguen vigentes y la artista investiga diferentes patrones de bordados típicos de Euskal Herria para realizar una traslación poética hacia lo pictórico. Aquella creación que se pierde entre lo cotidiano y aquellos saberes que ocupan lo popular, traspasan la frontera hacia lo artístico a través de unas pinturas coloristas de gran tamaño que las reivindican como valiosas e imprescindibles. La sala es habitada por líneas y motivos que entendemos como familiares y que sin embargo adquieren un estatus que nos interpela desde un lugar que parecía no pertenecerles pero sin embargo, merecen.