Igor Fernández
PSICOLOGÍA

La era del cambio

Ya no se dice tanto, supongo que porque es una idea que está integrada en el día a día, pero hace unos años se hablaba de la época en la que estábamos como ‘la época del cambio’, un tiempo en el que los cambios tecnológicos, económicos y sociales iban a transformar la realidad conocida y para los que tendríamos que estar preparados. Nos exigiría flexibilidad, capacidad de adaptación, de renuncia y gestión de la incertidumbre. Todos esos ajustes prometían prepararnos para una nueva era de grandes oportunidades, al ser el cambio constante.

Hoy, poco queda ya de esa idea como algo en lo que pensar, simplemente la hemos integrado y caracteriza a nuestro mundo hoy. Sin embargo, lo que nunca quedó claro fue en qué medida esos cambios tan brillantes cambiarían de base la vida para mejorar lo que a cada cual le importaba en su pequeño ámbito. Y, a pesar de toda la agitación del avispero, parece que hay cosas que no cambian a gran escala. En lo que se refiere al cambio personal, sucede algo similar. Cuando realmente nos proponemos cambiar algo de nosotros, de nosotras que es esencial, o que afecta a muchos aspectos de la vida (como podría ser una profesión, un hábito de saludo o una relación íntima) normalmente nos fijamos o comenzamos a fijarnos en los aspectos más externos, más visibles o evidentes que nos hacen pensar que necesitamos un cambio.

Puede que caigamos en la cuenta de que estamos discutiendo todo el día, que hace demasiado que no hacemos nada importante juntos; o que estamos estancados, estancadas en un puesto de trabajo que parece quitarnos energía; o queremos dejar de comer para siempre según qué cosas que han estado en nuestra dieta desde niños pero que ya no nos caen bien con el paso de los años. Ese es el nivel más básico, y el más evidente a la vista de otros, a la hora de narrarlo pero no es el que va a operar cambios estables, que se queden.

Para cambiar de verdad también hay que hacerse preguntas más allá, y no pocas. Por un lado, saber qué nos ha llevado hasta ese lugar en el que ya no queremos estar más, en particular si hemos pasado mucho tiempo en esa situación desagradable o insostenible. ¿Qué me retiene aquí donde no estoy bien? ¿Qué tengo miedo de que pase si doy el giro? ¿Qué consecuencias no estoy dispuesta a asumir si doy el paso? ¿Cuál ha sido mi ganancia de estar donde estoy? ¿Qué creencias me han hecho mantener en el tiempo una situación que me ha terminado dañando? ¿Cómo empecé a seguir esa deriva sin darme cuenta?

Todo ello me lleva a lugares de mi persona que no son blancos ni negros, que son mis matices, a menudo no racionales sino ensombrecidos, asuntos pendientes de la vida que han ido tapando la tubería y que ya no aguanta más la presión. Estas preguntas son esenciales para que no vuelva a pasar lo mismo en el próximo escenario similar.

Sin embargo, hay otro nivel aún más allá y quizá este es el más difícil de afrontar y de conocer; y es que, tras las preguntas anteriores hay algo así como una actitud ante la vida, una filosofía o manera de estar en el mundo que puede explorarse con preguntas como ¿confío realmente en la gente? ¿Puedo estar tranquila expresando mis opiniones? ¿Estoy dispuesta a pelear por tener un lugar en el mundo que yo considere que quiero? ¿Mi cuerpo es un lugar en el que me siento seguro, fuerte, capaz? ¿Me siento dueña, dueño de lo que me sucede? ¿Tengo que hacer ciertas cosas para tener el amor de la gente, su compañía? ¿Me tengo que proteger de algo, así en general?

Estas preguntas no son fáciles de responder si se hace con rapidez, como si uno estuviera recorriendo la lista de la compra, pero sus respuestas están detrás de las grandes decisiones que tomamos y que marcan el camino en adelante. Desde lo más evidente y visible hasta esos lugares dentro de la cueva, todo ese trayecto, ha de recorrerse de un modo u otro para que las cosas cambien de verdad.