Koldo Landaluze
Especialista en cine y series de televisión
Elkarrizketa
Francis Díez

«No sabemos cuándo será el último concierto, por eso nos dejamos la piel en todos»

Fotografía: Monika del Valle  | Foku
Fotografía: Monika del Valle | Foku

Doctor Deseo aparece cuando menos te lo esperas. Una combinación de sorpresa y magia que nació hace más de treinta años en Bilbo y que retorna con más fuerza que nunca con una gira titulada “Berriro Zuekin”, que viene reforzada con la integración de varios temas de su último disco, “Maketoen Iraultza” (2019).

Una buena excusa para fijar una cita con su vocalista, Francis Díez, en su barrio natal, un Uribarri que todavía rezuma ese ambiente obrero de calles zigzagueantes que circulan cuesta arriba y cuesta abajo dentro de una arquitectura irregular de ladrillos y asfalto y todo ello pegado a la anacronía del verde de Artxanda. Es el típico barrio de emigrantes que, como el resto, rodea al Botxo desde sus colinas, como los sioux que vigilaban con atención el paso de las caravanas que resultaban ajenas a su entorno.

En este espacio urbano creció un Francis que recordó «para nosotros ir a Bilbao suponía bajar a Bilbao, un lugar que sentías ajeno y que se alejaba de nuestro territorio de libertades y maldades. En Uribarri tuvimos dos discotecas legendarias como Ovni y Zappa y recuerdo que en ellas se colaron por primera vez sonidos como los de los Sex Pistols que te obligaban, siendo niños, a preguntar al DJ de turno qué era aquello que sonaba y que tanto nos impactaba. Por aquellos días no podíamos consumir nada, así que nos limitábamos a escuchar, dejarnos sorprender y volver loco al pinchadiscos con nuestras preguntas».

Cuentan que en las noches dormidas susurra el surtidor.

Mis noches acostumbran a ser calmadas. Apenas hay margen para el desvelo. Tengo un carácter optimista y, aun en los momentos más desastrosos, tiendo a dormirme con mucha facilidad. Para ello, cuento con un método que nace del cúmulo de noches pasadas en la montaña, en tiendas de campaña y lloviendo. Muchos días, durante la pandemia, cogía al perro y me subía al Pagasarri para plantar la tienda de campaña y pasar un par de días encerrado allí y cuando más llovía. Este tipo de recuerdos son los que me estimulan y me aportan cierta calma que me permiten dormir en situaciones muy complejas. Lluvia, rayos y truenos… son un cóctel que me relaja especialmente, me estimula y me lleva a sitios en los que parece que las cosas van bien.

Sueños, noche y una simbología relacionada con la libertad que en estos tiempos resultan bastante difusos.

Este ha sido un sentimiento que he tenido siempre y no sé por qué. Dejé Magisterio en el último año y siempre mantuve esa idea que para mí es importante: que la devoción y la obligación fueran lo mismo. Que mi trabajo fuese algo que yo amase y a pesar de que ello pudiera implicar que vivas siempre como un colgado y que tengas que hacer constantes equilibrios en la cuerda floja. Hay veces, cuando me pongo muy folclórica, suelo decir «aparta de mí este cáliz y hazme funcionaria». Que no tengas horarios, ni orden, que te tengas que autorganizar, que tengas que renunciar a muchas cosas para intentar alcanzar ciertas cotas de libertad, implica muchas comidas de tarro y, a veces, cuando te pones serio, te dices que no sabes si eso mereció la pena.

Panes y mosquetones.

Yo empecé a escalar a modo de huida. A los 14 años, cuando empiezas a socializarte con las chicas y tal, yo era incapaz de tales menesteres. Era un chaval ultratímido y decidí que era mucho mejor ponerme a escalar con cuatro gamberros del barrio. Lo que un día fue una huida hoy es algo que agradezco porque se ha transformado en una pasión, una conexión muy animal. En mi caso, que tengo el cerebro en constante ebullición, que se mueve demasiado rápido, ir a la montaña y escalar supone retornar a algo muy primario. Primero, porque es puro instinto de supervivencia –no matarte– y segundo, porque contiene algo tan básico como el gesto, el movimiento, el cansancio, el descanso, sentir el viento, y el sol. Asomarme a paisajes muy especiales me devuelven a una animalidad que en la vida cotidiana me cuesta.

La panadería también me vino muy bien. Estuve 25 años haciendo pan artesanal mientras lo combinaba con la música y fue especialmente saludable porque, cuando empiezas sobre el escenario, tienes todos los tópicos metidos en la cabeza, todas las tonterías relacionadas con el show, la fama y su trastienda. Entonces, cuando las cosas se ponían desmadradas un poco por efecto de todo ello, por las mañanas te ponías a hacer pan, que es algo que sabes para qué sirve y es muy básico porque manipulas la masa, calientas el horno de leña y ves y hueles el resultado. Todo eso me ayudaba a mantener los pies en tierra. Han sido dos cosas que me han venido muy bien porque la música te puede hacer despegar del suelo con mucha facilidad y convertirte en un imbécil.

¿Y ambas cuestiones le permiten avivar su imaginario?

La escalada no tanto, pero la panadería sí. Cuando escalo procuro no pensar, que es algo que me ocurre cuando estoy sobre el escenario. En cuanto agarro el micrófono procuro no pensar, porque si lo hago seguro que llega el desastre. La música es un mundo muy emocional y llega un momento en el que sientes que tienes que parar para que el tren no descarrile. En mi caso tengo una memotecnia muy mala, desde crío. Cuando saltamos al escenario nunca pienso la canción, si la pienso seguro que la lío, se me olvida. En cambio, la panadería si era un buen sitio para estimular la imaginación porque, mientras hacía pan, que era algo mecánico, y me encontraba en la soledad del campo –primero en Meñakabarrena y luego en Gamiz Fika–, en el baserri siempre tenía una grabadora a mano y dejaba en ellas algunas melodías y esbozos de letras. Yo fui un niño con déficit de atención y el hacer una cosa y, a la vez, estar con otra cosa es una buena forma de componer. Yo nunca me digo «voy a escribir o componer algo». Tengo que tener la música, la tele o que estén sonando tres o cuatro cosas a la vez para poder hacerlo. Es mi forma de ser.

¿Y cómo se convive con la hipersensibilidad?

La mayor parte de las cosas que me dieron problemas durante la infancia y en mi primera juventud hoy en día son mis aliados. Por ejemplo, me alegro mucho de mi facilidad natural para la introversión. Tengo la espalda como la de mi padre, con una curvatura o encogimiento que se nota que viene de ahí, de muy dentro, de tener miedo, de asomar lo justito para seguir escondido. Cuando eres introvertido, estás acostumbrado a ver las cosas desde la barrera. Te haces muy observador, sobre todo para defenderte, nada más. Te acostumbras a observar las cosas y buscar sus deficit para no sentirte tan pequeño.

Cuando evolucionas y sabes cómo va la historia, te sigue quedando ese ramalazo observador y te descubres como alguien que observa la realidad teniendo presente que ella también te observa a ti. Estás muy acostumbrado a estar aislado pero aprendes a socializarte y, en este sentido, la música me ha ayudado muchísimo a aprender a soltarme, compartir y valorar mucho más el estar con el resto. Mucha gente extrovertida tiene muchos más problemas debido a esas falta de introversión, de buscar dentro e, incluso, de subir a un escenario. Fíjate, quién lo iba a decir.

Los que vivimos con la timidez a cuestas podemos generar un “efecto muelle” en el que, de repente, ocurren cosas que nunca hubieses imaginado. En ese sentido me viene muy bien ese déficit de memoria que me dio tantos problemas de niño, en la escuela, donde tenías que repetir todo como un mono, lo que te llevaba a ser el último de la clase siempre y de una etapa de la que anidas una sensación de torpeza y de que no vales para nada. Hoy en día, eso sumado a que tengo una muy buena memoria emocional que compensa a la otra, me sirve mucho porque yo, al igual que creo que casi todo el mundo en mi oficio, copio todo lo que puedo de otras músicas, lo que ocurre es que copio tan mal, porque no tengo esa capacidad de copiar literalmente las cosas, que lo hago propio. Por ejemplo, cuando voy al ensayo, cojo la guitarra y la aporreo ante mis compañeros, les digo «Mirad, como Lou Reed» y ellos me responden entre risas y sorpresa, «¿Como quién?». A mi me parece que suena a Lou Reed, pero debe estar a distancia sideral porque lo único que sé copiar bien es la emoción que me ha producido la canción, su sabor, su sensación. Entonces te das cuenta de que eso es tuyo, es tu propia cosecha. Creo que el paso del tiempo y haber sabido convivir con mis “taras” y desarrollar mis otras cosas positivas, han sacado mi mejor versión.

Ha citado a Lou Reed.

Primero conocí al Lou Reed más tranquilo del “Perfect Day”, del “Walk on the Wild Side”. Este Lou Reed me flipaba, muy cabaretero, muy especial. Más tarde descubrí el famoso disco del platano de la Velvet Underground. Aquel también me marcó una serie de pautas. Ese contraste entre la primera canción “Sunday Morning” que es muy tranquila y en la que Reed canta como si fuese una mujer y luego la siguiente, “I’m Waiting for the Man”, que es muy cañera… ese contraste entre lo bestia y lo delicado me encantaba. Luego estaba por ahí John Cale que era muy de meter “ruido”, muy vanguardista y yo me decía: «Joder, qué bueno es esto de la vanguardia. Eso de meter ruido lo sé hacer muy bien. Igual me da por montar un grupo».

Y en esas que topamos con Doctor Deseo en un imaginario de Bilbo muy diferente al actual.

Ese universo de humos de Altos Hornos y de las barricadas de Euskalduna, en un paisaje sobre fondo eternamente gris es algo que solo lo apreciábamos los bilbainos. Claro que aquello fue una influencia para nosotros que empezamos en el 87. Fue un momento de eclosión en lo que se dio en llamar “Rock Radical Vasco”, con el punk que en ese momento estaba pegando muy fuerte y aquello nos supuso un pequeño conflicto porque no éramos aceptados por aquel imaginario. Aquello hizo que nos resultara todo un poco más difícil, pero también es cierto que aquello nos estimuló. Me alegro que lo tuviéramos más difícil al principio, que tuviéramos que pelear un poco más, nadar a contracorriente, porque eso, a la larga, te hace más fuerte. Aquella primera etapa nos fortaleció.

Doctor Deseo siempre ha estado ahí.

Sí, por eso, porque somos así de pesados y cabezotas. Eso sí que nos ha caracterizado. Siempre hemos tenido claro que esto era lo que nos gustaba pero nunca pensamos en vivir de ello. Yo tenía la panadería montada en función de la música, tres días de curro para poder ensayar y hacer cosas. Simplemente queríamos hacer lo que nos gustaba, algo que nos apasionaba y, después de tanto insistir, creo que hemos conectado con la gente. Lo cierto es que este es un mundo en el que apareces y desapareces con una gran facilidad, y yo flipo porque jamás hubiera imaginado que íbamos a durar tanto y que las cosas irían tan bien.

¿Una mirada por el retrovisor inspira vértigo?

Sí, aunque yo soy muy “marxista”, en el sentido de Groucho Marx, cuando decía aquello de «Naciendo de la nada, hemos alcanzado las más altas cimas de la miseria». Estamos felices de que nuestra ruta haya sido larga y que encima te paguen por ello. Esto es un lujo y, por ese motivo, porque todo esto es una pasada, lo damos todo en cada concierto. Nunca sabemos cuándo será el último y nunca hemos tenido perspectiva de futuro, siempre ha sido partido a partido y siempre teniendo claro que nos dejamos la piel en cada uno de ellos.

¿Les llegó a apabullar la gran repercusión que tuvo «Corazón de tango»?

Un poco sí, la verdad. Pero es un tema que nos encanta y lo que ocurrió con él fue una pasada. Cuando salió su edición con EGIN tuvo una gran difusión y eso es algo que puede tumbar a cualquiera. Le estamos muy agradecidos a esta canción porque nos abrió a un público muy amplio y hemos sabido convivir felizmente con ella.

En los conciertos de Doctor Deseo se establece una interconexión muy especial entre quienes están sobre el escenario y el público.

Siempre hemos pensado que un concierto es un ritual contemporáneo y somos una especie de maestros de ceremonia. Es muy importante que pase algo ahí arriba de verdad para que abajo se desate la catarsis. Tiene que haber una comunicación potente. Eso es algo que siempre me ha importado, prefiero emocionarme que echarlo todo a perder por culpa de la guitarra. Es decir, si es preciso no afinar la guitarra en ese momento, porque no lo pedía el instante, prefiero que siga desafinada. Es más importante vivir de una manera cierta y honesta lo que estaba ocurriendo que la propia calidad técnica.

De la chistera de Doctor Deseo asomó una reivindicación del «maketo».

Esto surgió mientras viajábamos en la furgona y Joe González comentó que en Zornotza a los maketos les llamaban “makakos” y así fuimos sacando entre todos distintas acepciones de la misma jugada, como “coreanos” y tal. En su espíritu, “Maketoen Iraultza” quiere ser un homenaje a nuestros padres. Mi madre vino con 14 años desde un pueblecito del norte de Castilla como trabajadora del hogar en casa de unos señores de la Gran Vía. Mi padre se puso a trabajar aquí también y recuerdo Uribarri, cuando esto eran cuatro bloques y mucho macarra, que estaba básicamente habitado por inmigrantes burgaleses y gallegos. Era un barrio conflictivo en el que, como en todos los barrios, se citaban los de aquí con los de Otxarkoaga o La Palanca para pegarse en las fiestas populares. Luego se sumaban los grises a repartir estopa y así se unificaba un poco la situación.

Durante la Transición hubo una evolución de todo este mundo marginal y todos los macarras se apuntaron a partidos relacionados con la izquierda y se implicaron muchísimo en cuestiones sociales y políticas. En un barrio donde el euskara no existía para nada como fue Uribarri, comenzó a ser escuchado y leído. Los barrios periféricos de Bilbao adquirieron una gran fuerza y se emplearon a fondo en transformar y cambiarlo todo. Por eso decimos, qué hubiera sido de los vascos, o cualquier otro pueblo, si no se hubieran mezclado o hubiesen sido invadidos por oleadas de ‘maketos’. Fue muy duro y difícil lo vivido por nuestros padres pero, si nos fijamos en la primera oleada ‘maketa’, la que se instaló en las zonas mineras de Enkarterri, topamos con una situación de pura esclavitud.

Somos herencia de aquellos conflictos, de aquellas insurgencias. Por ese motivo, “Maketoen Iraultza” surgió con la intención de recoger todos los temas que habíamos hecho en euskara, con tanta implicación y ganas, y hacer una serie de conciertos con una base muy potente en euskara, cosa que no habíamos hecho, salvo una vez que nos llamaron para hacer un concierto en euskara hace ya un tiempo el Día Internacional del Euskara en Gasteiz, en Zorrozaurre. Fue una experiencia increíble para nosotros que queríamos prolongarla en una serie de conciertos que no pudieron llevarse a cabo debido a la pandemia. Nuestra gira actual –Berriro Zuekin– tiene parte de ello, pero es básicamente una celebración, un reencuentro en el que confluyen lo más potente de “Maketoen Iraultza” y lo más potente del resto de nuestro repertorio.

¿Al final qué fue de la chica del batzoki?

-(Risas) Nunca se sabe dónde está la fantasía y la realidad y no pienso desvelarlo ahora. Soy un caballero.