David Meseguer
La vida de los niños en conFLICTO

Ucrania,infancias bombardeadas

Camino del sexto mes, la guerra en Ucrania ha puesto en jaque la vida y el bienestar de los 7,5 millones de niños y niñas del país. Una infancia marcada por la violencia, la falta de protección y el difícil acceso a una educación castigada por el desplazamiento de las familias y la destrucción de muchos centros escolares. Es el caso de Mira y Andrei, dos niños de Jarkov que viven a cubierto en una estación de metro y en un hospital, respectivamente, para protegerse de las bombas.

Fotografías: Pablo Tosco
Fotografías: Pablo Tosco

Дети, «niños» en ruso, es el cartel que portan bien visible varios vehículos civiles en su luna delantera en su afán por evitar los bombardeos de la aviación rusa. En una carretera secundaria que conduce a Jarkov, la segunda ciudad más importante de Ucrania, decenas de familias con menores viajan hacia el oeste huyendo de los combates entre el Ejército de Moscú y las tropas ucranianas. Embutidos entre familiares, maletas y enseres personales, el semblante de los más pequeños refleja cansancio pero también miedo e incertidumbre.

Desde el 24 de febrero de 2022, día en el que Vladimir Putin dio la orden de invadir territorio ucraniano, el Ministerio de Educación y Ciencia de Ucrania estima que tres de cada cuatro niños en edad escolar –de 3 a 18 años– han sido afectados por la guerra. Esto significa que 5,7 de los 7,5 millones de menores ucranianos están padeciendo de forma directa las consecuencias del conflicto. De ellos, 277 han muerto y 456 han resultado heridos como consecuencia de ataques indiscriminados sobre zonas urbanas civiles, según las últimas cifras facilitadas por la Misión de Observación de los Derechos Humanos de la ONU en el país eslavo.

En Jarkov, ciudad de mayoría rusófona ubicada 490 kilómetros al este de Kiev y a tan sólo 30 de la frontera rusa, solo quedan la mitad de sus 1,4 millones de habitantes. Los constantes bombardeos y el alto grado de destrucción han convertido muchos de sus barrios en lugares inhabitables y en escenarios fantasmagóricos en los que apenas transitan personas. Si la presencia de adultos es escasa, encontrar a niños por la calle es misión imposible. En los parques infantiles, las carreras y el griterío de los más pequeños han dejado paso al silencio más absoluto. Para dar con ellos hay que bajar al subsuelo de las paradas de metro o adentrarse en espacios seguros como los hospitales.

Andrei y su madre Oxana en la habitación que ocupan en el Hospital Número 4 de Jarkov.

Una pareja de baile rota. «Mis asignaturas favoritas son Informática y Matemáticas, aunque lo que más me gusta son los bailes de salón, sobre todo, el chachachá», explica Andrei de 7 años desde una habitación del Hospital Número 4 de Jarkov donde reside desde el inicio de las hostilidades junto a su madre, enfermera del centro. «El 20 de febrero participaron en una competición y quedaron los primeros», señala orgullosa Oxana mientras enseña un vídeo en el que se ve a su hijo en plena actuación. Solo cuatro días después comenzaba la guerra. Desde entonces no saben nada de Olga, la niña con quien Andrei formaba tándem de baile. Llaman al teléfono de sus padres pero no contestan. «Quizás se han refugiado en otro país y lo han apagado», indica la sanitaria de la Unidad de Cirugía Traumatológica.

Oxana detalla que algunos compañeros de trabajo han perdido sus casas por los bombardeos y ante esta situación la dirección del hospital ha permitido que se instalen allí con sus familias. Temen quedarse sin personal. En su departamento antes trabajaban 35 enfermeras y ahora solo quedan 10. El resto han huido de Jarkov. «Andrei tiene mucho miedo y aquí nos sentimos seguros», afirma la madre de un pequeño al que no le gustan las explosiones ni su sonido. Por este motivo, prácticamente no sale al exterior y se pasa el día en una habitación donde solo hay un par de camas y un televisor. «Leo, dibujo, veo la tele y a veces juego con otros niños del hospital», comenta medio avergonzado mientras hojea un libro infantil repleto de dibujos titulado “Quiero saberlo todo”.

A finales de marzo Andrei y sus compañeros de clase pudieron retomar el curso de forma telemática a través de Zoom. Con la maestra y muchos alumnos desplazados fuera de Jarkov solo se conectaron 17 de los 33 estudiantes. «Cuando se reencontraron las emociones explotaron y todos, también la maestra, empezaron a llorar», recuerda la sanitaria. Ese primer día de clase, cuenta Oxana, solo tuvieron lección de Matemáticas y Lengua ucraniana, cuando antes de la guerra lo habitual era tener entre cuatro y cinco materias diarias.

Abajo Mira, de 8 años, prefiere vivir en el metro de Jarkov porque allí no se escuchan las explosiones. En la portada de este reportaje, un parque infantil completamente vació en el destruido barrio de Oleksiivka, en la periferia de Jarkov. 

Vivir y jugar bajo tierra. En la recientemente rebautizada estación de metro de Los Defensores de Ucrania, en pleno centro de Jarkov, alrededor de un centenar de personas residen y se refugian allí desde el inicio de la invasión rusa. El andén central es una improvisada aldea subterránea repleta de tiendas de campaña, colchones y todo tipo de objetos personales, y también existe un espacio dedicado a los 15 niños que residen allí. En el vestíbulo justo antes de los tornos de acceso, hay un campamento infantil en el que seis niños realizan un taller de papiroflexia. «Hacemos todo tipo de actividades, juegos y talleres para que los más pequeños puedan abstraerse de la guerra», explica Philip Moskalienko, uno de los cuatro monitores voluntarios que amenizan el día a día de los pequeños que viven en el suburbano.

Este estudiante de tercero de Traducción e Interpretación y maestro judoca, apunta que una ONG local con el apoyo de UNICEF ha tejido una red de centros lúdicos en el metro de Jarkov para entretener a los niños y que puedan continuar con su educación en la medida de lo posible. «Más allá de los juegos, también hacemos clases de inglés. Entre dos y cuatro horas de actividad lectiva al día», detalla Philip.

A pesar de que la mayoría de los refugiados que han abandonado Ucrania son mujeres y niños, todavía quedan muchos menores en el país. Mira, una niña de 8 años de pelo lacio rubio, dobla con suma delicadeza las puntas de una hoja de papel. Su habilidad con la papiroflexia le permite, en pocos minutos, convertir el folio en una paloma de la paz. Preguntada por dónde prefiere vivir, si en casa o en la estación de metro, contesta sin titubear. «En el metro porque aquí no se escuchan las explosiones», dice con decisión. Mira vive en el subterráneo con su hermano de 15 años y su madre, quien pasa la mayor parte del tiempo en el exterior trabajando como dentista. «Un día salí a dar una vuelta cerca de la estación», explica emocionada porque ahora salir a la calle es todo un acontecimiento.

Como muchas familias carecen de ordenador y la señal de internet no siempre llega con la potencia suficiente a un andén situado decenas de metros bajo tierra, los maestros mandan regularmente por whatsapp las lecciones a los padres de los niños que no pueden asistir a clase de forma telemática. A diferencia de Mira, a Daniel, que tiene 7 años, no le gusta vivir en el suburbano: «Nuestra tienda de campaña está en el centro del andén y hace frío», responde este niño que se ha refugiado allí con su madre, tía, primos y abuelo.

Una mujer de 28 años se refugia con sus tres hijos en Zaporiyia después de haber llegado de Mariupol.

Escuelas destruidas en Irpin. El techo de la Escuela Número 3 de Irpin, ciudad situada 25 kilómetros al noroeste de Kiev, no resistió el constante fuego de artillería y se derrumbó completamente. El estado semiruinoso de este centro educativo en el que estaban matriculados unos 2.000 estudiantes desde primero de Primaria hasta el onceavo curso, da cuenta de la intensidad de los combates que se vivieron entre finales de febrero y las postrimerías de marzo en esta urbe que las tropas rusas utilizaron como cuartel general en su avance hacia la capital.

Oleksandr, un maestro de 30 años reconvertido ahora en voluntario militar, cuenta que durante las primeras semanas de guerra los sótanos de esta escuela se convirtieron en refugio para los vecinos del barrio. «Las familias acudían aquí buscando cobijo y después eran evacuadas a Kiev», señala este docente titular de la asignatura de Historia ahora enfundado en un uniforme de camuflaje. Oleksandr recuerda que él mismo tomó parte en el operativo de evacuación de civiles a través del icónico puente de Irpin destruido para impedir el avance del Ejército ruso.

Vlad juega con una pelota junto a un cráter de un mortero en el campo de fútbol de la Escuela de Irpin.

El maestro de Historia entra en el aula donde solía impartir sus lecciones y las emociones afloran. Tanto su escritorio como el suelo están completamente cubiertos por cascotes consecuencia del impacto de un obús cuyo boquete puede observarse en la pared. En la escuela, entre las paredes agrietadas y una multitud de sillas y mesas apiladas, destacan dos vetustos pianos esperando a que alguien los toque de nuevo. Con las fuerzas rusas ahora lejos de Kiev y centradas en la campaña del Donbass, el docente y decenas de voluntarios pasan largas jornadas retirando escombros del centro. Con sumo cuidado sacan el mobiliario al exterior y extraen los cascotes en grandes sacos para despejar al máximo los espacios y ver qué hace falta restaurar. En este sentido, según los últimos datos facilitados por el Ministerio de Educación y Ciencia de Ucrania,1.849 instalaciones educativas han sido dañadas en el transcurso de las hostilidades y 212 han sido completamente destruidas Según estimaciones de UNICEF, 3,3 millones de niños ucranianos necesitan apoyo educativo y 2,2 millones requieren servicios de protección.

«Cuando acabe el conflicto, los libros de Historia de Ucrania serán completamente diferentes, tal y como pasó en 2014. El pasado soviético no puede borrarse, pero es posible que a partir de ahora tenga una mínima presencia», reflexiona Oleksandr quien en su deseo por recuperar la normalidad quiere quitarse cuanto antes el uniforme para volver a impartir clase. Mientras reconstruyen el colegio, algunos alumnos como Vlad se acercan con el afán de poder reencontrarse con sus amigos. De momento, debe conformarse con jugar al balón en solitario dando toques y evitando que este caiga al suelo.

Natalia Klymova, una maestra de la Escuela 3 de Irpin, imparte clases online.

Oleh Bilorus, jefe del Departamento de Educación y Ciencia del Ayuntamiento de Irpin, detalla que en mayor o menor medida las 27 instituciones educativas con que cuenta la ciudad han sido dañadas. A pesar de ello, desde el consistorio se han marcado como objetivo prioritario la puesta a punto de la mayoría de instalaciones para el nuevo curso escolar que comienza en septiembre. «Aunque a algunos niños costará convencerles para que vuelvan a las aulas después de los traumas que acarrean por los bombardeos, ir a la escuela es uno de los principales síntomas de normalidad», explica Bilorus quien espera que las familias que aún no han regresado a Irpin se animen a hacerlo próximamente.

«Si estás llevando a cabo una operación especial, ¿qué sentido tiene atacar las escuelas en lugar de las instalaciones militares?», se pregunta el responsable de Educación en Irpin, aunque admite que algunos colegios locales han servido como centros logísticos de preparación de comida tanto para civiles como militares. Según informes de algunas organizaciones como UNICEF, multitud de escuelas han sido reacondicionadas como refugios, centros logísticos y de suministro, pero también siendo utilizadas con fines militares.

Niños y mayores cruzando la frontera con Rumania en un ferry a través del Danubio.

Educación online, la solución momentánea. Para salvar el final de curso y garantizar el inicio del próximo en las zonas más afectadas por el conflicto, algunos centros educativos ucranianos han apostado por las clases telemáticas. Es el caso de Natalia Isupova, maestra de inglés en una escuela de primaria en Kiev, y que retomó las clases la pasada primavera desde una localidad cercana a París. «En Polonia, me encontré con algunos de mis alumnos en el aeropuerto y eso me hizo pensar que tenía que continuar dando clase aunque fuera a distancia. Con la pandemia, empezamos a hacer clases online, así que en el colegio ya estábamos preparados para eso», explica la docente por teléfono desde territorio francés.

«Lo primero que pregunté a mis alumnos cuando nos conectamos es dónde estaban. Algunos seguían en Ucrania, pero otros estaban en Alemania, Austria, Polonia… La mayoría han abandonado el país», indica Natalia. «Algunos niños asistían a clase desde un refugio. Otros estaban en casa en Kiev y, de repente, oías la sirena antiaérea y observabas como tenían que interrumpir la clase para ir al refugio. Me dan ganas de llorar cuando recuerdo eso», señala la maestra cuando hace memoria de los primeros días de docencia en modo telemático en los que Kiev todavía era objetivo de constantes ataques. Según cuenta, el Ministerio de Educación ucraniano ha seguido pagando el sueldo a los docentes aunque las escuelas estén cerradas.

En la misma situación, pero desde territorio ucraniano, se encuentra Natalia Klymova, una veterana maestra de 59 años que lleva prácticamente cuarenta ejerciendo en la Escuela Número 3 de Irpin, la misma donde estudió y de la que también es maestro Oleksandr. Decidió quedarse porque su madre es muy mayor y no quería abandonar su hogar, comenta mientras sus alumnos de primero de primaria leen un cuento sobre hadas y las aventuras de un loro. Su paciencia para responderles y dedicarles una sonrisa es infinita. Del total de 27 alumnos, explica que 12 están refugiados en el extranjero, dos viven en Irpin y el resto permanecen como desplazados en el oeste de Ucrania. «Estoy feliz porque todos están vivos», señala aliviada.

Un niño y una niña reciben atención psicológica y acompañamiento educativo en un centro de acogida de la ciudad Kriví Rih tras huir de la ciudad de Jerson.

En este contexto, las autoridades son conscientes de la importancia de formar a los docentes para poder proporcionar apoyo psicológico a los niños. El plan es poder llevar a cabo esos cursos de formación en los próximos meses. De momento, Natalia ha tomado la decisión de no hablar de la guerra en clase. «Algunos alumnos fueron testigos de la violencia y no quiero revolver esos malos recuerdos. Durante el primer mes, estaban muy estresados y deprimidos. Ahora se sienten mejor, pero aún están traumatizados por el conflicto», apunta Natalia Klymova.

Profundamente entristecida por el estado en el que ha quedado su escuela, Natalia comenta que debido a la peligrosa y caótica evacuación de Irpin, muchos alumnos no pudieron llevarse libros ni material escolar. Una dificultad más añadida al formato online del cual la docente y los alumnos están muy cansados después de todos los meses de pandemia en que se vieron obligados a adoptarlo. «Para aprender los niños necesitan los ojos, las manos, el abrazo y la sonrisa de una maestra. La pantalla es solo un medio de transmisión de información, el calor que yo les transmito no lo reciben desde un ordenador», concluye la docente.