Jaime Iglesias
Elkarrizketa
Alejandro González Iñárritu

«Para un cineasta, la indiferencia es el peor de los castigos»

Fotografía: Netflix
Fotografía: Netflix

Han pasado seis años desde que Alejandro González Iñárritu (Ciudad de México, 1963) subiera al escenario del Dolby Theatre de Los Ángeles para recoger su Óscar como Mejor Director por “El renacido”. El año anterior había hecho lo propio por “Birdman”. Por tercera vez en la historia de estos premios, un mismo realizador se imponía de manera consecutiva durante dos años seguidos. Aquello fue la culminación de una carrera meteórica que arrancó tardíamente, en el año 2000, cuando Iñárritu contaba ya con 37 años y después de una vida consagrada a la música (en calidad de comunicador, compositor y DJ) y a la publicidad. Pero a pesar de su poca experiencia en el mundo del cine, su ópera prima, “Amores perros”, supuso todo un acontecimiento. Aquel filme de debut le brindó su primera nominación al Óscar, le llevó a emigrar a EEUU (donde vive desde entonces y donde ha desarrollado el resto de su carrera) y le trajo por primera vez a Donostia, donde “Amores perros” causó sensación entre la audiencia de Zinemaldia.

Veintidós años después de aquello, y como cerrando un círculo, Iñárritu volvió a dejarse caer por Zinemaldia para presentar “Bardo (o falsa crónica de unas cuantas verdades)”, un filme tan ambicioso como su título que se proyectó en Perlak tras su paso por el Festival de Venecia y que ahora se estrena en Netflix. La película supone el regreso del director a México dos décadas después y está estructurado como una suerte de autorretrato donde confluyen el universo de lo real y el de lo onírico de cara a reflexionar sobre cuestiones vinculadas a la identidad y al desarraigo, dos conceptos claves en la obra del director de títulos como “21 gramos”, “Babel”, “Biutiful” o “Birdman”. El propio Iñárritu reconoce que aunque su caso es especial, al ser un emigrante que ocupa una posición de privilegio, esos sentimientos que se dan entre todos aquellos que optan por abandonar su país de origen, no han dejado de acompañarle en estas últimas dos décadas. Conversador apasionado, el realizador no se esconde cuando se le inquiere sobre las críticas que ha suscitado su último largometraje, que incluso ha llegado a ser definido como ‘Ego trip’.

Después de recibir dos Óscar en años sucesivos, muchos esperábamos con inquietud su siguiente paso como realizador y en esta ocasión nos sorprende retornando a su país, donde no rodaba desde “Amores perros”, para ofrecernos un filme claramente autorreferencial. ¿De dónde surge esa necesidad?

Es difícil precisar de dónde surge. Supongo que tras 21 años alejado de México y viviendo en EEUU y habiendo alcanzado una edad como la que tengo, se empezaron a revolver dentro de mí una serie de sentimientos, reflexiones, sueños, miedos y preguntas que sentí que debía de poner en orden. Se trata de cosas sobre las que nunca me había parado a reflexionar seriamente y pensé que había llegado el momento no solo de hacerlo, sino de compartir el producto de esas reflexiones. Es cierto que igual se trata de pensamientos que no tienen interés para nadie más que para mí mismo, pero sentí que en cierto modo, más allá de formar parte de una memoria personal, también definían una memoria colectiva a través de la cual podía explicar mi conexión emocional con el país que dejé y darle un sentido a cosas que, probablemente, no lo tienen. Si he de ser sincero, ha sido una experiencia liberadora y catártica.

Es curioso cómo ese pseudogénero que muchos ya denominan «autoficción» sea un camino cada vez más transitado por cineastas de prestigio. En los últimos años, Alfonso Cuarón, en “Roma”, Pedro Almodóvar en “Dolor y gloria”, Kenneth Branagh en “Belfast” o Steven Spielberg en “The Fabelmans”, han optado por jugar esa misma carta.

Bueno es que es normal, porque cuando alcanzas una edad resulta casi obligado echar la vista atrás y preguntarte muchas cosas acerca de tu vida. Y en el caso de los cineastas esas preguntas se canalizan en la realización de una película, como no puede ser de otro modo. En el ámbito literario es un género muy celebrado, cualquier escritor tira de su propia memoria para alimentar sus novelas, no digamos ya en el caso de la pintura, donde la tradición casi exige que uno se autorretrate. Sin embargo, tengo la sensación de que a los cineastas es algo que se nos cuestiona, se ponen bajo sospecha nuestras intenciones al hacer un filme de autoficción y creo que es algo que no tiene sentido, ya que el mejor regalo que uno puede ofrecerle al público es hablarle de aquello que le ha ocurrido, de las cosas que ha vivido. No cabe mayor honestidad, tampoco mayor singularidad, ya que cuando uno habla de lo que ha vivido su mirada es única, no cabe confundirla con la de ningún otro director. Por lo tanto, desacreditar esa mirada me parece algo temerario. Otra cosa es que se cuestione el modo de hacerlo, pero no el hecho de autorretratarse.

Lo curioso es que en las películas de los cineastas que he citado antes, estos se autorretratan evocando sus años de infancia, una época que para usted no parece contar a tenor de lo que nos ofrece en la película.

El tema es que yo no tengo un recuerdo nítido de mi niñez y, como tal, difícilmente podría contar mi vida desde esa época de fundamento. En todo caso, podría acudir a videos familiares realizados por terceras personas pero ahí son otros los que me estarían contando a mí. De todas formas sería un mentiroso si eligiese ese enfoque porque las sensaciones y emociones que recreo en la película se dieron en épocas posteriores, y mi necesidad era no tanto organizar un relato biográfico como hablar de esas emociones.

De todas maneras, ¿diría que “Bardo” es una película realizada para explicarse ante sí mismo o para explicarse frente a sus críticos? Se lo comento porque, por momentos, la película parece funcionar, adicionalmente, como alegato.

La crítica es muy importante y debe de existir. De hecho, para un cineasta, la indiferencia es el peor de los castigos y una película que gusta a todo el mundo resulta sospechosa. Dicho esto, lo que me resulta inasumible es el ataque personal porque eso invalida tu autoridad como crítico a la hora de sostener cualquier argumento. Luego hay otra cosa que también me resulta cuestionable de cierta crítica y es el hecho de que construyan sus argumentos sobre el supuesto de lo que tú, como cineasta, has pretendido hacer. Por eso, Luis, el periodista que finge como némesis al protagonista de “Bardo”, tiene un programa titulado precisamente “Supongamos”. Pero a través de este personaje no he pretendido montar un ataque contra la profesión periodística, sino reflexionar sobre el estado de polarización que el mundo ha vivido durante estos últimos años y donde cada vez emergen más líderes de opinión que se creen en posesión de la verdad permanentemente. Frente a un personaje como ese, el protagonista de mi película vive una crisis de certezas. Yo, personalmente, creo que únicamente la ficción permite atrapar la verdad, más aún en esta época donde vivimos presos de la narrativa oficial, del llamado ‘relato’.

Pero en la medida en que el protagonista de “Bardo” es una proyección de su propio ‘yo’ como cineasta, en ese combate dialéctico que se produce entre él y Luis hay también una suerte de ajuste de cuentas por su parte.

No, créeme que no es nada personal. Igual por ahí algún periodista pudo verse reflejado y sentirse atacado, pero esa no fue mi voluntad. Lo que muestro en la película es un debate sobre el modo en que tendemos a representar la verdad, un debate que está a la orden del día. No obstante, el haber recibido críticas por eso atendiendo a cuáles fueron o no mis intenciones, me genera un cierto miedo en el sentido de que esas críticas lo que están indicando a los jóvenes cineastas es que hay una serie de límites que conviene no rebasar de cara a expresar lo que sientes. Y ese poner límites sí que me parece peligroso. Dicho lo cual, yo asumo que “Bardo” es una película que rebasa las convenciones y eso incomoda e irrita a partes iguales. Y está bien que así sea, yo lo entiendo, de hecho una de las funciones del cine debería ser justamente esa, la de incomodar.

Pero entiendo que puede llegar a ser frustrante recibir esas muestras de incomprensión después de un período de parabienes, donde todo fueron reconocimientos hacia su cine.

No, en absoluto. Yo no hago películas para los críticos, las hago por una pura razón personal y, en todo caso, pensando en el público. Hace ya mucho tiempo que dejé de leer críticas, primero por una cuestión de salud mental y, en segundo lugar, porque me parece importante mantener mi propio espacio como creador sin someterlo a ese tipo de interferencias. De ahí que tampoco esté al corriente de las reacciones que suscitan mis películas, sean estas positivas o negativas. Dicho lo cual, como te comentaba antes, me parece ridículo que alguien pueda determinar cuáles son mis intenciones cuando ruedo una película, más que nada porque ni yo lo sé. Todas mis películas las he desarrollado a partir de ideas propias y sé que eso entraña un riesgo alto, más aún en el caso de “Bardo”. Desde que la comencé a preparar fui consciente de los riesgos que estaba asumiendo con esta película, pues toca muchos temas y tiene muchas aristas y comprendo que haya quien pueda sentirse abrumado ante ella. Pero cuando algo te abruma, cuando no comprendes muy bien lo que te están contando, el mecanismo de defensa fácil es desacreditar al autor. Porque tampoco parece que esté bien visto hablar de uno mismo desde una posición de éxito. Pero por responder a tu pregunta, yo no hice esta película para suscitar halagos ni para que me dieran premios, la hice por una pura necesidad personal.

¿Qué enseñanzas ha sacado después de haberse confrontado consigo mismo en el proceso de realización de este filme?

Dicho así más que de una película parece que estemos hablando de una epifanía o de una experiencia mística. Nada que ver (risas). Cuando me embarqué en este proyecto no buscaba respuestas, sino acomodar en mi mente una serie de cosas que me dieran pistas sobre mi manera de ver el mundo hoy y sobre esa vaga insatisfacción que me produce aquello que antes apreciaba y con lo que disfrutaba. Desde este punto de vista, más que un aprendizaje, lo que me deja “Bardo” es la satisfacción de haber podido expresarme acerca de algo sobre lo que resulta muy difícil hablar: todo lo referido al desplazamiento y a esa sensación de identidad rota que me acompaña desde que dejé mi país. Algunos me han reprochado que ocupando una posición de privilegio, como la que ocupo, no soy quién para hablar en primera persona de esas cuestiones pero yo creo que, más allá de la posición que cada uno ocupa, todos los que emigramos compartimos esa sensación de desasosiego.

¿Cómo ve uno México desde Estados Unidos? O mejor dicho ¿cómo ha terminado por verlo usted con el paso de los años?

Se ve desde otro prisma, como una suerte de guacamole informe donde termina por mezclarse todo. Somos un mosaico de contradicciones, de música, de vitalidad y de color, de muerte, de impunidad y de violencia. Un país orgulloso de sí mismo pero, simultáneamente, acomplejado por la huella de la colonización cultural, un país mestizo y, a la vez, clasista. México es un estado mental bien cabrón, un territorio inabordable. Por otro lado es un país en constante evolución, cada vez que voy no reconozco nada de lo que recordaba, hay una juventud pujante que estimula esos procesos de cambio. Pero a la par que evoluciona, también es un país que involuciona y esa aparente contradicción me atrapa, me fascina, pero al mismo tiempo me asusta.

Con la perspectiva que da el paso del tiempo, ¿cómo recuerda a aquel Alejandro González Iñárritu que vino por primera vez a Donostia para presentar su ópera prima, “Amores Perros”?

Lo recuerdo con una mezcla de alegría y nostalgia. Vine aquí como director primerizo, muy celebrado por la novedad que constituía aquella película. Recuerdo que en aquella primera visita a San Sebastián me acompañaban mis padres que, a pesar del éxito que alcanzamos, no las tenían todas consigo respecto a mi futuro profesional. Mi padre no entendía nada de cine y mi madre ni asumía que alguien pudiera vivir de esto. De hecho, me acuerdo que me dijo: ‘está muy bien todo esto pero, ¿cuándo vas a volver a tu trabajo mijito?’. Yo le respondía, ‘pero mamá, ¿qué cree que estoy haciendo acá? Estoy trabajando’, y ella insistía, ‘no pero me refiero a tu trabajo trabajo’. Yo creo que le daba miedo que acabara dedicándome a un oficio que para ella era un reducto de drogadictos o qué se yo (Risas). Pero pese a todo había algo muy bello en aquella sensación de inocencia. Nada que ver con ahora cuando uno arrastra tras de sí un bagaje de trabajo, expectativas y prejuicios que termina por resultar muy pesado. No quiero que suene a queja, simplemente ahora soy más consciente de lo que hago que cuando rodé “Amores perros”, una película que posee la frescura del principiante.