Igor Fernández
Psicólogo
PSICOLOGÍA

Miedo a lo bueno

Hay pocas experiencias cotidianas más desconcertantes que haber estado peleando por conseguir algo, haber estado esperando a que llegue un momento importante y que la emoción más clara al hacerlo no sea la alegría sino una mezcla de desilusión y tristeza incomprensibles. Parece no tener sentido en nuestra lógica de las emociones cuando nos guiamos por una lógica mecanicista que querría explicar nuestras reacciones simplemente desde una dinámica de causa-efecto: nos pasa algo bueno y eso nos alegra; nos pasa algo malo y eso nos entristece o enfada. Y la realidad es que, como organismos –que no mecanismos–, las variables que nos llevan a reaccionar adaptativamente (y las emociones tienen principalmente un sentido evolutivamente adaptativo) son numerosas e interactúan también con su lógica, quizá menos lineal pero incontestable. De hecho, si no hubiera variedad de interacciones no habría variedad de reacciones, de conductas, de personalidades.

Para comprender nuestras contradicciones, como la que introducíamos al principio, es imprescindible entender la experiencia individual tanto presente como histórica. Por ejemplo, si pensamos en la satisfacción por lo conseguido, o en el miedo a lo bueno, podemos llegar a a comprenderlo si tenemos en cuenta alguno de estos marcos de referencia, y es que es todo cuestión de equilibrio. En una sociedad hedonista y consumista incluso el consumo de emociones, de experiencias, es un valor. Sentir intensamente, estar constantemente estimulados parece ser el motor de un sistema de consumo que nos impulse a la siguiente experiencia sin haber integrado la anterior, al próximo gasto sin pararnos a apropiarnos de lo vivido, dejándonos una constante sensación de falta, de algo incompleto que llenar ansiosamente.

La satisfacción y la quietud, la serenidad que permite saborear y digerir puede resultar extraña tras la inercia provocada no solo por la energía de lo que describía anteriormente, sino por la inercia de haber estado haciendo mucho esfuerzo para conseguir algo deseado. Una inercia que está compuesta de inhibición, dedicación, restricciones y foco, acciones repetidas y un grado de temor al fracaso que nos ha mantenido orientados a la tarea de la consecución. Dicha inercia se puede mantener incluso después de haber terminado de esforzarnos, y puede que nos lleve un tiempo asentarnos sin ese enorme gasto de energía. Mientras tanto, podemos experimentar esa desorientación de seguir sintiendo la inercia (a menudo en el cuerpo) pero sin el sentido que la sustentaba (siempre un sentido cognitivo, una idea).

También nos puede dar miedo lo bueno cuando ese logro va a tener consecuencias que no hemos barajado aún y que vienen a visitarnos justo cuando levantamos la vista de la inercia anterior; de repente, lograr el trabajo que queríamos nos obligará a mudarnos y dejar a los amigos o la familia. O puede que el logro nos aleje de la imagen que tenemos de nosotros mismos, de nosotras mismas, y evidencie que hemos crecido pero también que ya no somos quienes éramos ni para sí ni para otros, lo cual implica un cierto duelo. También puede que en nuestra cultura familiar la celebración tenga sus sensaciones agridulces, que no haya que celebrar demasiado “porque la gente pueda ser envidiosa”, o “porque es de vanidosos”, o “porque mañana pueden venir mal dadas”; todas ellas ideas que reflejan la historia de quien las dice pero que tuvieron algún sentido para él o ella que nos quiere transmitir. También nos da miedo expresarnos plena y genuinamente, especialmente en lo que valoramos; mostramos a todos que ese logro nos llena, lo que hace que nos conozcan mejor y aumentar la intimidad siempre da un poco de vértigo.

En definitiva, estas y otras razones dan sentido a que la alegría no sea plena para algunas personas cuando logran lo querido. Sea como fuere, tampoco el miedo es el sentimiento más importante del mundo, podemos atravesarlo como todos los demás para ser plenamente nosotros, nosotras.