Igor Fernández
Psicólogo
PSICOLOGÍA

Alguien vendrá

Vas caminando por las calles de tu pueblo o tu ciudad, casi corriendo, hace mucho calor y has salido de casa a todo correr, has comido rápidamente un poco de ensalada y un pedazo de pan, medio vaso de agua y la manzana te la llevas para luego. Llegas tarde a coger el autobús que sale cada media hora, y que no puedes perder. Sin embargo, fruto de la bajada de tensión por el calor y la falta de minerales de una comida frugal y escasa, empiezas a marearte, tienes que parar porque todo da vueltas. En ese punto sabes que vas a perder el autobús y eso te agobia más pero es inevitable, tienes que sentarte en la acera porque si no, te vas a caer. Y entonces te asalta la duda: ¿si me desmayo qué pasará? ¿Qué será de mí? Ha pasado otras veces y no te gusta nada porque aquí solo queda confiar en la creencia que responda a la pregunta: ¿es el mundo un lugar seguro?

Esta escena u otra similar ha sido narrada en mi consulta por algunas personas que sufren ansiedad, escenas imaginadas o recordadas, que despliegan en la mente diversas preocupaciones, con múltiples ramificaciones, como si la persona se deslizara por un tobogán mental, engrasado y sinuoso, y viera acercarse el suelo de cemento a toda velocidad; el desastre. En ese punto, la pregunta con la que terminaba el párrafo anterior se hace más que pertinente: ¿es el mundo un lugar seguro? O, quizá más ajustadamente, ¿es ‘mi’ mundo un lugar seguro? Y es que, más allá de la preocupación en los cuadros de ansiedad, la relación con ese ente informe, colectivo e histórico que sería ‘el mundo’, define todo un medio ambiente del que no podemos escapar, ante el que estamos plenamente influenciados. Nuestra necesidad de predecir es cotidiana, casi constante y si ya las relaciones a veces no se pueden anticipar y suceden cosas inesperadas, o los estados propios son cambiantes a lo largo de un día cómo no vamos a sentir incertidumbre ante lo que nos espere de puertas para fuera. Un principio general al respecto de lo que esperamos es que, normalmente, esperamos aquello que nos ha sucedido antes en alguna ocasión, aquello que ha sido intenso o que nos ha marcado por el grado de descontrol que hemos vivido, la incapacidad para cambiarlo o evitarlo.

Cuanto menos control hayamos tenido en dichas situaciones en las que hemos estado implicados personalmente, más inseguros nos vamos a sentir ante el mundo. Extrapolamos. La estadística entonces se vuelve en nuestra contra. A pesar de que tal cosa le suceda al uno por ciento de la gente, si nos toca a nosotros, se convierte en el cien por cien de nuestra experiencia, y ya la relativización no es posible. Nos será difícil distanciarnos de nuestra experiencia de involucrados para convencernos de que hemos tenido mala suerte y que no tiene por qué volver a suceder, es más, que lo normal es que no suceda eso que ahora nos asusta tanto.

Y es que, lo más probable es que en la escena con la que se inicia este artículo, si se diera el desmayo, nos encontraríamos un corro de gente intentando reanimar a la persona. Tenemos la sensación de que por ser más precavidos somos más realistas, sin embargo, cuando algo malo sucede puede tener sus repercusiones pero ha sucedido una vez; cuando lo imaginamos intensamente, lo anticipamos en cada escena cotidiana, puede sucedernos internamente un millón de veces, y generar en la mente una realidad virtual en la que vivimos. En otras palabras, la obsesión también nos traumatiza, no solo la mala experiencia. Y, para los que no hayan vivido experiencias traumáticas, incluso para quienes lo hayan hecho, el resto del tiempo hay que acumular experiencias que demuestren lo contrario, fijarse en lo que sí nos protege, en lo dispuestos que estaríamos a ayudar a otros desconocidos si lo necesitaran, o en el amor de los amigos y la familia; en definitiva, en cuando las cosas van bien. Quizá podemos protegernos de lo malo que nos pueda pasar haciendo crecer, en la mente, lo bueno que ya nos pasa.