«Los reyes del mundo»
Donostia ha sido clave para el reconocimiento internacional de la cineasta colombiana Laura Mora Ortega, nacida en Medellín y formada en Melbourne. Con su ópera-prima “Matar a Jesús” (2017) participó por primera vez en el SSIFF, llevándose la Mención Especial del premio Kutxabank de la sección New Directors. Era puro cine de guerrilla, que mostraba la violencia cotidiana en la convulsa capital antioqueña. Con su segundo largometraje podía aspirar ya a más, sobre todo si se ve como una continuación estilizada y madurada de lo apuntado cinco años antes. “Los reyes del mundo” (2022) resultaba ganadora del festival, al conquistar la Concha de Oro de forma no tan sorprendente como pudiera parecer visto desde fuera, teniendo en cuenta su prometedor antecedente. Un triunfo que aseguraba su exhibición en nuestras salas, en un estreno anunciado para el 17 de marzo de la mano de la distribuidora BTeam Pictures.
A la hora de acercarse al segundo largometraje de ficción de Laura Mora, hay que primar cómo cuenta la historia por encima de su contenido argumental. No vale el consabido comentario de esto ya lo hemos visto antes, porque seguramente nunca se había contado así, como lo hace ella. En la esencia de su película está la captación del sentido profundo de la “road movie”, un género en el que no se trata de que los personajes se desplacen de un punto geográfico a otro, sino de la transformación interna que se produce mientras viajan, y más en el caso de un grupo de adolescentes que recorren el camino a modo de aprendizaje vital. Por lo tanto, el objetivo de su odisea, más que una localidad de destino concreta, es lo experimentado durante el proceso, la aventura que en definitiva les puede conducir hacia cualquier parte o hacia ninguna parte.
Los cinco jóvenes escapan de Medellín, lo cual ya supone en sí un paso decisivo para su futuro. Hasta el momento de la partida en pos de su particular utopía representada por la tierra prometida, no eran meros supervivientes urbanos, atrapados en la violencia del pandillismo y las adicciones como evasión de una realidad precaria y condenada. De haberse quedado en la ciudad, la película no habría tenido otros horizontes que los del neorrealismo sucio y fatalista, pero en cuanto el paisaje cambia entre las carreteras rurales y la selva a atravesar a pie, el relato se torna más poético, e incluso cargado de simbolismo, como el del caballo blanco que galopa en libertad.
De entre Rá, Nano, Winny, Sere y Culebro, el primero de los cinco es el mayor, a sus 19 años. Los menores le siguen cuando marcha a reclamar su herencia, unas tierras heredadas de su abuela, y que fueron expropiadas ilegalmente por los paramilitares para vendérselas a una explotación minera. Tras largos pleitos, y con la anciana ya fallecida, Rá aparece como el nuevo propietario. Para desplazarse a su nueva posesión, ha de ir de una punta a otra de Antioquía, hasta la población de Nechí, que se encuentra a unos 400 kilómetros.
No parecen muchos, pero el quinteto no dispone de medio de transporte, ni tampoco de dinero para pagarse los billetes. Tendrán que recurrir al autostop, a subirse en camiones o trenes de carga, y sobre todo a las largas caminatas que no hacen sino agrandar la distancia que les separa de su meta, con desvíos y tramos desorientados.
Quienes interpretan los papeles son actores no profesionales, que se deben a la dimensión naturalista de la dramaturgia iniciática, y cualquiera de los cinco puede tener una continuidad en el oficio, a nada que cuenten con oportunidades por parte de las productoras.
En Colombia no es nada fácil sacar adelante una película, y tampoco lo ha sido para Laura Mora, que ha necesitado de la coproducción con otros países, gracias a la implicación de compañías independientes de México, Estado francés, Luxemburgo y Noruega. El resto del apoyo viene de los festivales internacionales.