Mujer y alopecia: la lucha contra el tabú
La alopecia o pérdida del pelo, no solo es una condición de carácter estético, sino que implica un impacto emocional que, en muchos casos, puede llevar a cuadros de ansiedad o depresión. Actualmente, visibilizar la alopecia femenina se ha convertido en una decisión política.
Alopecia proviene del término griego alopekía, que deriva de alópex y que significa zorra, animal al que se le cae mucho el pelo. La alopecia afecta por igual tanto a hombres como a mujeres, sin embargo, de las últimas poco se sabe y poco se habla. Ellas son las que sufren más las consecuencias emocionales de la caída del cabello. Hay dolor, sí, pero no físico. La mujer con alopecia es la que se esconde tras una peluca o un pañuelo porque no pueden verla; porque una mujer, por ser mujer, no debería estar calva. La alopecia femenina es tabú, no se acepta y la invisibilización lleva, en muchos de los casos, a cuadros de ansiedad, depresión u otro tipo de trastornos mentales. Los números, los datos y las estadísticas escasean, pero es sabido que en el Estado español el 40% de las mujeres padecen algún tipo de alopecia a lo largo de su vida. Muchas “zorras” y poco se habla de ellas.
La miran. Dicen algo. Bajito. Piensan que está enferma. Que tiene cáncer. No tiene pelo. Claro, es cáncer. Júlia también les mira. No se gira. A ver quién aguanta más. A ver quién aparta antes la mirada. Júlia gana. Otro. Uno menos. Cuando sale a la calle sin peluca o con un pañuelo atado a la cabeza, Júlia sabe que se girarán y que las bocas se harán pequeñas. Y hablarán. Por lo bajini, claro. Ser mujer y estar calva no pasa desapercibido por la calle. Pero los mayores no son los únicos que hablan. Los peques también. Para Júlia esos son los peores. Les tiene fobia porque preguntan mucho y no filtran. De la cabeza hacia afuera. «Una vez que estaba haciendo surf en Galicia, un niño muy pequeño se me quedó mirando, se acercó a mí y me preguntó si era papá o mamá». Júlia Moreno tiene 24 años y hace cuatro que fue diagnosticada de alopecia. Empezó con la de tipo difusa, que se caracteriza por la pérdida de densidad del cabello. Esto se debe a que el pelo muerto cae a gran velocidad mientras que el nuevo crece manteniendo un ritmo normal. Ahora, Júlia ha desarrollado la de tipo universalis. En este caso se produce una pérdida total del cabello.
«Empecé con la alopecia el primer año de universidad. Recuerdo estar estudiando en la biblioteca y ver cómo se me caía el pelo sobre los apuntes. Era como un pastor alemán», explica. «Al principio pensé que lo que me estaba pasando era temporal. Sin embargo, acabé viendo que el pelo se caía más de lo normal y que la cosa era más seria de lo que pensaba. Fue entonces cuando decidí ir al médico». A partir de entonces, Júlia inició un largo camino de pruebas, análisis y tratamientos que contenían una amplia lista de efectos secundarios.
«Mi sistema inmune atacaba los folículos pilosos, provocando así la caída de mi cabello. Por ello, me recetaron Sandimmun, un medicamento inmunosupresor». Además de calmar su sistema inmune, los médicos decidieron escoger este tratamiento porque uno de sus efectos secundarios es el crecimiento del cabello. Sin embargo, al tratarse de un medicamento inmunosupresor, Júlia tenía menos defensas en su cuerpo y, por ende, estaba más expuesta a coger cualquier virus. Con el tiempo, la idea de tener que depender de unas pastillas cuando la alopecia no le provocaba dolor o incapacidad alguna, la llevó a querer abandonar el tratamiento y optar por otras vías. Después de aquello, se trató con cortisona intravenosa, que la obligaba a ir cada día durante una semana al hospital, donde pasaba una hora en camilla mientras le inyectaban el medicamento. Más tarde, probó el metotrexato, un medicamento que dan a las personas con cáncer; luego, volvió de nuevo a la cortisona, pero aquella vez en pastillas y, además, se sometió a un tratamiento de rayos puva para lograr una mejor circulación de la sangre hacia los folículos del cabello. Lo único que consiguió fue ponerse un poco más morena. «Los médicos te utilizan como conejillos de indias para ver qué funciona y qué no». Finalmente, Júlia dijo basta.
«Durante los primeros meses había dejado de ser yo misma. Me escondía. Y lo peor de todo es que dejé de hacer las cosas que más quería, como el baile y el surf, por miedo a lo que dijera la gente. No quería ir a baile porque debía ponerme la peluca y era muy incómodo, sobre todo porque tenía que hacerme un moño. Y con el surf, madre mía... Llevar peluca es imposible. Con la primera ola, se te escapa y te quedas sin ella». Pero la danza y el surf no fueron los únicos espacios que fue dejando de lado. «Para ir a la universidad me pasaba una hora entera arreglándome. Me tenía que dibujar las cejas, pelo a pelo, y aquello era una pesadilla. El proceso se me hacía bola. Una mañana, antes de ir a clase, me dio un breakdown. No quería ir a la universidad, me negaba. Y entonces fue cuando mi madre me cogió y me dijo que pidiera hora para tatuarme las cejas. Ese mismo día me las fui a hacer. Fue un a tomar por culo en toda regla».
No es cáncer, es alopecia. Además de contar con el apoyo de su entorno más cercano, a Júlia le fue de gran ayuda ver a otras chicas que se habían atrevido a exponer su alopecia. «Ahora está habiendo un boom bastante fuerte de chicas que cuelgan fotos y vídeos en los que muestran y hablan sobre su alopecia. Pero al principio no era así. Recuerdo que me marcó mucho el programa americano de America's Next Top Model. Una de las finalistas, Jeana Turner, tenía alopecia y, desde entonces, se convirtió en una de mis grandes referentes».
El miedo se engancha a ellas y se convierte en un gran secreto. No pueden descubrirte. «Creo que ver a chicas con alopecia en películas o anuncios ayudaría no solo a las personas que la tenemos, sino a todo el mundo. Es necesario que la gente sepa qué es la alopecia. De esta forma, no se haría tan raro ver a mujeres calvas».
La figura de Jeana Turner y la presencia de mujeres con alopecia en plataformas como Youtube, ayudaron a Júlia a ir un paso más lejos. Un día, decidió que colgaría un conjunto de tres selfies sin peluca y sin pañuelo. Tenía que romper. Estallar. Decir. Mostrar al mundo que sí, que tenía alopecia. ¿Y qué? «No es cáncer, es solo alopecia. Sin embargo, ha sido un camino muy duro. Lo he estado escondiendo durante un año hasta hoy, que he reunido las agallas para publicar una imagen como esta. Gracias a los que han estado a mi lado durante el camino», escribió en el pie de foto. Cuando Júlia le dio a publicar, salía de casa para ir al cine. «Recuerdo que el móvil no paraba de vibrar. Me llegaban muchas notificaciones de likes y comentarios de la gente. Estaba nerviosa y entusiasmada a la vez. Me sentía libre después de mucho tiempo. El feedback fue muy positivo y sentía que de esta manera podría ayudar a otras personas que estuvieran pasando por la misma situación».
Cada semana, Júlia tiene a alguien que le escribe explicándole que tiene alopecia y que ha pensado salir del armario. Sin embargo, muchas veces no son ellas las que se ponen en contacto con Júlia, sino sus madres. «Hace poco me escribió una madre que me contaba que su hija de 13 años llevaba casi cinco meses sin querer salir de casa ni ver a sus amigas. Aquello me rompió el corazón. Hay gente que lo pasa muy mal. Con 13 años deberías disfrutar y no esto».
Júlia quiere que la alopecia sea vista como algo normal, incluso bueno. Y que si una mujer decide raparse al cero, la gente no se lleve las manos a la cabeza. Porque sí, hay mujeres calvas y, no, las mujeres no son solo melenas. Y no, de verdad, la alopecia no es cáncer.
No todas somos Rapunzel. «¡Ua, has visto qué calva está! ¿Cómo no me había dado cuenta? Mira sus clapas». Así pensaba Paula que la gente hablaría de ella si decidía ilustrar su alopecia en su proyecto de final de carrera. «Creía que si lo hacía, la gente empezaría a fijarse más en que me estaba quedando calva», explica. Su trabajo se llama Sofia y consta de cuatro libros que hablan de la pérdida, las relaciones tóxicas o la autoestima. Todos ellos tienen forma de disco de vinilo, cada uno con un color distinto y con una canción que guía la historia que se cuenta en el interior. El de la autoestima es rosa y en la portada tiene escrito, “Fucking perfect”, el título de una de las canciones de la cantante norteamericana Pink. En él, Paula saca todo tipo de inseguridades físicas: el peso, el acné, las estrías y la alopecia. Sí, la alopecia femenina. «Fue la primera vez que decidí hacerlo público. Cuando mi madre me vio haciendo el boceto, me preguntó si estaba segura, que quizás no era una buena idea. Pero quería hacerlo. Quería mostrar que hay mujeres calvas». Paula Blanco tiene 24 años y a los 15 fue diagnosticada de alopecia androgenética, la cual se caracteriza por la caída gradual del cabello y su no regeneración.
Cuando Paula era pequeña, recuerda ver jugar a muñecas a sus primas mientras ella las dibujaba. No salía de casa sin su libreta y sus lápices. A día de hoy, Paula se está formando en ilustración y grabado a nivel profesional. Durante su proceso de formación, Paula se dio cuenta de que le gustaba hablar de lo cotidiano, de lo que le pasaba, y así lo ha hecho, desde lo crudo, lo directo al estómago, pero también desde una mirada cómica que ayuda a que las cosas duelan un poco menos. «No busco la lágrima o el momento cursi rollo Disney, sino mostrar simplemente lo que llevo dentro». Quiere que la gente empatice, que reflexione y logre acercarse un poco más al sufrimiento con el que cargan los otros. «Sofia es el resultado de haber decidido quitarme de encima todo el peso que necesitaba soltar. Uno de los temas que trato es la alopecia femenina. En un inicio no tenía muchas ganas de hablar sobre ello. Tenía miedo. Pero al final lo hice y, a día de hoy, estoy muy agradecida de haberlo hecho». Sin embargo, tiempo atrás, aquel salto habría sido impensable. «He estado más de cinco años escondiendo la alopecia. No podía hablar del tema y en casa era un concepto tabú. Cualquier persona que me intentaba ayudar o aconsejar sobre el tema, la rechazaba o me ponía a la defensiva y me encerraba en mí misma».
Al principio, Paula pensaba que era la única chica con alopecia. «Pensaba que aquello me ocurría porque había hecho alguna cosa mal. Cuando me la diagnosticaron, mi primera reacción fue preguntarme por qué. Necesitaba una respuesta que nadie era capaz de darme». La madre de Paula no podía explicarse lo que estaba ocurriendo. Como su hija, ella también se cargó a la espalda un buen saco de culpa. «Las dos estábamos metidas en una vorágine de negación y de confusión. Aquello nos cogió por sorpresa. No sabíamos nada acerca de la alopecia femenina. Los únicos casos de calvicie que teníamos en casa eran de hombres».
El camino que ha recorrido Paula desde que le diagnosticaron alopecia ha sido largo y cansado. Con 15 años fue a un dermatólogo que le recetó unas vitaminas y Minoxidil, un spray que debía ponerse sobre el cabello. «El pelo me quedaba grasiento y me hacía reacción debido al alcohol que llevaba. Me picaba mucho la cabeza. Fue horrible. Me salía caspa y no dejaba de rascarme, incluso llegué a hacerme herida». Además de sufrir los efectos secundarios del tratamiento, las preguntas crecían en número y se amontonaban y se hacían bola. Sí, tenía alopecia. Sí, de tipo androgenética. Pero, ¿qué era aquello? ¿Era grave? «No sentí que el dermatólogo me diera ninguna respuesta además de decirme el diagnóstico. Tenía muchas dudas y pocas respuestas». Finalmente, Paula cayó en manos de un endocrino. «Básicamente, ese señor se limitó a decirme que estaba gorda y que seguramente por eso se me estaba cayendo el cabello. Me dijo que no me había cuidado y que el sobrepeso que tenía no estaba ayudando a que me volviera a crecer el pelo. Aquello hizo que la sensación de culpa fuera todavía más grande». Fueron casi diez años en los que Paula fue pasando de un médico a otro. «Nadie decía nada claro. Me sentía como una pelota que se pasaban los unos a los otros. Me habría ayudado que me hubieran dicho que lo que me pasaba no era grave, que había más personas como yo. En aquel momento, solo tenía 15 años y fui yo la que se movió para encontrar respuestas, mientras que un médico que es dermatólogo no me dijo ni siquiera que existían otros tipos de alopecia como la areata o la universalis».
No obstante, hace un año, Paula conoció a la que sigue siendo a día de hoy su médica de cabecera del CAP. Ella sí que la escuchó. «Cuando le expliqué que toda aquella situación me estaba afectando a nivel emocional, sentí que no quería despacharme rápido, que me entendía, y me comentó que si quería una alternativa, debía ir a la privada porque en la pública no iban a ofrecerme ningún tratamiento personalizado, ya que la alopecia no es considerada como una condición que genere dolor o te incapacite para el día a día, sino que es más bien una cuestión de carácter estético». Paula se planteó dar el paso y someterse a algún tratamiento, pero estaba cansada de retomar las consultas, de las no respuestas. «A día de hoy no descarto probar algún tratamiento, pero ahora no tengo ganas de enfrentarme a ello». Para Paula, la alopecia es, sobre todo, un dolor emocional. Y duele mucho, porque es tabú y no se habla de ello y se esconde. «Hay que hablar sobre ella, mostrarla. Es importante hacer saber que no es nada grave, que nos puede pasar a todas, tanto a una niña de siete años como a una mujer de setenta. Y que si los hombres se pueden quedar calvos, las mujeres también. Desde pequeñas se nos enseña que para ser guapas y atractivas debemos tener una melena Rapunzel, pero el cabello no lo es todo, no te define en absoluto. Es un simple accesorio».
Hay mujeres que prefieren pañuelos, otras gorras o bien, no llevar nada. Para Paula no hay decisiones buenas o malas. «Son simplemente decisiones y todas ellas han de ser respetadas. Es igual de válido llevar peluca que raparse. Si la persona está a gusto así, no somos nadie para negárselo. Lo mismo pasa con los tratamientos. Es igual de aceptable que una persona quiera probar que otra que haya decidido que no quiere tomar este camino”.
Las ganas de hablar, de hacer entender y sacar lo que lleva en el estómago la mueven a seguir dibujando. En un futuro —que espera cercano —se plantea ilustrar un libro dedicado exclusivamente a la alopecia femenina. «Me gusta mucho la idea porque creo que la gente puede sentirse acompañada en el dolor que genera este tipo de tabú». Paula cree necesario poner la alopecia sobre la mesa, ponerle nombre. «Solo así podremos llegar a normalizarla y puede que, de esta manera, en un tiempo dejé de verse como un defecto».
La alopecia: una cuestión política. Júlia sabe qué se han hecho todos en el pelo. «La de allí, tiene el pelo rizado porque debe estar perdiendo densidad. Así lo disimula. La de la mesa de al lado, se lo ha cortado hace poco», comenta. También le pone nerviosa los que se tocan el pelo todo el rato. Se ve en ellos, cuando era esclava del cabello. «Nunca paran quietos». Algunos se lo lanzan de un lado a otro. Se tiran el mechón a la cara. Luego detrás de la oreja.
Cuando ve que el sol asoma, Júlia se pone un gorro o baña su cabeza en crema solar, en bechamel, como dice ella. Júlia Vincent tiene 34 años y desde los siete fue diagnosticada de alopecia areata. Se trata de una condición autoinmune que suele empezar a manifestarse con clapas en el cuero cabelludo o en todo el cuerpo. La pérdida del cabello puede aparecer en un intervalo de tiempo muy breve o bien, después de varios meses. En este tipo de alopecia se produce una inflamación de los folículos que impide el suministro de nutrientes. De este modo, el pelo se cae, pero no se renueva.
«Con siete años me empezó a caer el pelo a mechones. Mi madre me estaba peinando para ir al cumpleaños de una amiga cuando al pasar la mano vio que se llevaba mi pelo con ella. Me hizo una cola como pudo y no dijo nada más. Estuve con clapas durante mucho tiempo y las intentaba cubrir con peinados que las disimularan. En la adolescencia, el pelo caía más que crecía y empecé a usar diademas y pañuelos. Pero a los 15 años, llegó un momento en que ya era imposible esconderlo y me pasé a la peluca. Estuve con ella hasta los 30 años. Mis amigos no lo sabían. No lo explicaba a nadie. Tardé una media de cinco-seis años en decirlo y no a los que eran simplemente conocidos, sino a los buenos amigos. Esto nos deja clara una cosa: el único problema de la alopecia femenina es el tabú».
Además de ser profesora de química en un instituto de Badalona, Júlia es actriz y cofundadora de A Pelo, una asociación que nació en Barcelona el año 2017 con el objetivo de visibilizar la alopecia y acompañar a todas aquellas mujeres y niñas que necesitan un grupo donde sentirse seguras. Entre ellas se hacen llamar pelonas. «Llegado un punto de mi vida, me di cuenta de que necesitaba pelonas con las que hablar y sentir que me entendían. Fue entonces cuando decidimos montar la asociación y empezar a movernos por redes sociales. No somos ni médicos ni psicólogas. Somos el grupo de amigas que no tuvimos en su momento».
Hasta los 30, Júlia iba siempre con peluca. No quería que la descubrieran. La alopecia era un secreto. «No me veía capaz de salir sin peluca, incluso de mi propia habitación. La llevaba a todas partes y hacía de todo para hacer ver que tenía pelo». Pero un día, Júlia probó a empezar a salir del armario. «La gente que me hacía las pelucas me dijo que estaban buscando a alguien para hacer fotos, pero sin peluca. Me lo propusieron y, a día de hoy, no sé muy bien por qué dije que sí. Después de sacarme las fotos, las colgaron en Facebook y la respuesta fue muy positiva. En aquel momento, sentí por primera vez que la forma en la que había visto la alopecia hasta entonces había sido la equivocada. Fue como si de repente hubiera entendido que siendo calva también se podía vivir en paz». Sin embargo, aquello le duró poco. Unos segundos para ser exactos. Júlia volvió, una vez más, a sentirse bien abajo. «En contra de lo que podía esperar, no me sentí más guapa o más segura de mí misma, sino que seguía teniendo las mismas voces de siempre machacándome con fuerza. Comprendí que el cabello no era el problema, ni la alopecia o la peluca, sino que el verdadero conflicto eran mis miedos». Ella era su peor enemiga, la única capaz de tocarla y hundirla, hasta el fondo.
Júlia también coexistió con la autoculpabilidad, la cual detectó años después. «La alopecia areata, al ser una condición autoinmune, me generó la idea de que aquello me lo había hecho yo. Por otro lado, existe esta idea mística –muchas veces reforzada por los propios médicos– de que el cabello se cae por el estrés. He escuchado a mucha gente decir que debe tranquilizarse porque así le volverá a crecer el pelo. Y no es así. En la caída del cabello influyen más las estaciones que el estrés».
En función de la alopecia, existen diferentes tipos de tratamientos. Sin embargo, este camino ya hace tiempo que dejó de ser una opción para ella. «Ningún tratamiento está exento de efectos secundarios. No me compensan». Júlia empezó con homeopatías y terapias alternativas. «Aquello era una esperanza y desesperanza constante. Allí me vendían la moto y no eran capaces de decirte que en el fondo no estaban seguros de que aquello me hiciera crecer el pelo. Pero la honestidad no iba a actuar en su beneficio. El mundo curandero es lo peor».
Tras aquellos primeros tratamientos, Júlia decidió probar la cortisona. Una terapeuta le comentó que conocía a una persona que le había crecido el pelo con un médico de Barcelona. «Resultó ser el tricólogo más famoso de Catalunya y jefe del Clínico. Decidí ir a su consulta privada para conocerlo y recuerdo aquel día como una violación. Fue horrible. Sentí que no podía decir que no, que debía hacer el tratamiento. Y por si fuera poco, consistía en inyecciones de cortisona –un instrumento de tortura muy divertido–. Era una especie de alcachofa de ducha que en vez de tener agujeros por donde sale el agua, tenía agujas que me pinchaban en la cabeza. Yo, por aquel entonces, era joven y no decía que no a la gente mayor, a los médicos o a los jefes. También fue cosa mía, pero independientemente de aquello, fue una situación muy desagradable. Existe la idea subliminal de que, ante todo, hay que probar el tratamiento. Por otro lado, tengo amigas que estuvieron con él a través de la pública y, a diferencia de mí, que acudí a él por la privada, les dijo que no había nada que hacer».
Los tratamientos de la alopecia femenina no garantizan que el pelo vuelva a crecer. Los especialistas lo saben, explica Júlia y, sin embargo, raras veces lo comunican. «Y es una suerte que te informen de los posibles efectos secundarios», añade. En el caso de los menores con alopecia, se ha visto que el uso de la cortisona está relacionado con la pérdida ósea. «Algunos de ellos sufren demasiadas roturas de hueso y esto nos hace sospechar que la causa es la cortisona. Me parece de juzgado de guardia que los doctores permitan hacer esto. Si el médico te presentara la realidad como lo hacemos nosotras, ¿crees que seguirías suministrando aquel veneno a tu hijo? Yo creo que no».
Cada dos años se celebra un congreso mundial sobre tratamientos para el cabello. El año que se organizó en Sitges, la asociación A Pelo fue invitada por el médico que, tiempo atrás, había infiltrado cortisona a Júlia. En el congreso, Júlia y sus compañeras montaron un stand al lado de Alopecia UK y la NAAF (National Alopecia Areata Foundation). «El resto de puestos que había eran crece pelos y luego estábamos nosotras, una isla calva rodeada de mentiras». De todos los paneles científicos que había en el congreso, solo había uno que hablaba sobre el efecto emocional de la alopecia. «Como premisa inicial planteaban la idea siguiente: cuanta más alopecia, más grande es la afectación emocional. Para el final, acabaron concluyendo que, sorprendentemente, no era así. En aquel momento me pregunté por qué en vez de gastarse miles de euros en investigadores y encuestas, no nos preguntaban directamente a nosotras». Pero aquello no fue todo. Luego llegó el turno de un médico catalán y también organizador del evento. «Aquel señor empezó diciendo que la gente más guapa era la que conseguía los mejores trabajos, la que tenía mejores relaciones y la que ganaba más dinero. Más tarde, enumeró todos aquellos elementos que nos hacían guapas: la cara, los ojos, la nariz y claro está, el pelo. Al oír todo aquello, me dirigí a Amy, una de las chicas de Alopecia UK, y le dije que me iba a comer a aquel señor y ella me respondió lo siguiente: ‘Júlia, escoge bien tus luchas’. En ese momento me di cuenta de que mi batalla no era convencer a ningún médico, sino ayudar a otras pelonas para que salgan adelante».
«Dejar de esconder la alopecia continúa siendo a día de hoy una decisión política por la falta de referentes. Si los hubiera, pasaría a tratarse de una decisión personal, como teñirse las canas o no». A Pelo se inició por todo un grupo de mujeres que un día decidieron dejar de sentirse solas. Ahora, todas ellas han escogido el activismo, el camino político, iniciando así una lucha en la que puerta a puerta dicen que sí, que las mujeres sí que pueden ser calvas.