«20.000 especies de abejas»
Es lo primero que puedo escribir sobre la triunfal ópera-prima de Estibaliz Urresola Solaguren, porque la información permanecía embargada hasta una vez pasados los festivales de Berlín y Málaga. Por eso las impresiones de la película que voy a desgranar son un poco en sentido retrospectivo, ya que se remontan a haberla visto en un pase previo cuando todavía no había empezado a ganar premios. Personalmente, prefiero que haya sido así, porque pude conocerla de primerísima mano, sin ningún tipo de condicionamiento, ya que aún no se había formado ninguna corriente de opinión. Además, me vino muy bien para entrar en el debate sobre la concesión del Oso de Plata de Interpretación a una menor, con pleno conocimiento de causa. El Jurado fue consecuente, puesto que la película es Sofía Otero. Encontrar a la protagonista perfecta en un casting de quinientas niñas, es como encontrar una aguja en un pajar. Es otro milagro del cine, y, viendo su actuación de actriz intuitiva que está haciendo el papel de un niño que se siente niña, hay que rendirse ante la evidencia. Y lo repito, cuando comparte secuencias con Patricia López Arnaiz parece su hija de verdad, lo mismo que en las que hace de sobrina de Ane Gabarain o de nieta de Itziar Lazkano. Su réplica es la de alguien profesional o que, sin serlo, se comporta como tal.
El nuevo triunfo en el festival de Málaga no hace sino confirmar el recorrido que tiene “20.000 especies de abejas” (2022) como hija de su tiempo que conecta con el público actual, pero que conecta con una ola de cine hecho por mujeres que posee una base creativa muy enraizada en la madre tierra. No cabe duda de que el paso dado antes por Carla Simón con “Alcarràs” (2022) ha resultado a la postre decisivo, en la medida en que son cineastas que han heredado de Víctor Erice la magia naturalista de “El espíritu de la colmena” (1973), y si pensamos en las referencias al título y a la mirada infantil de Ana Torrent, comprendemos la revalorización del trabajo de Estibaliz Urresola.
Insisto en que la niña es la película, porque el no menos magnífico reparto adulto representa al patio de butacas, a cada espectadora y a cada espectador, que se van a sentir interpeladas o interpelados, retratadas o retratados desde la pantalla. Toda esa galería de personajes que se mueve en torno a la pequeña protagonista compone un amplio muestrario de las reacciones que en la vida corriente se dan a un caso de transexualidad precoz, y siempre va a ser más fácil de entender por quienes vivimos en pueblos pequeños, dentro de esa mezcla entre la tradición local más arraigada y la pertenencia a la aldea global de la era de la intercomunicación.
Una colmena humana donde la futura Lucía se pide el papel de abeja reina, cansada de que le llamen Aitor, cuando sintoniza más con el matriarcado de las tres generaciones de mujeres de su familia que con su padre ausente, que vendría a ser algo así como el zángano macho.
Si el tema central gira alrededor del proceso de transición, entendiendo por tal el encontrarse a una misma, con el de la hija también va el de la madre, obligada a replantearse muchas cuestiones justo en un momento en que atraviesa por una crisis laboral y sentimental. A medida que se aleja de su hogar en Hendaia y se acerca a la casa de los panales y del taller de escultura, ligada al Laudio natal de la directora, el arte se convierte en el espejo en que se refleja una herencia desvirtuada, y que ella quiere utilizar para conseguir su plaza de profesora en la Universidad, lo que no deja de suponer una impostura en aras del sentido práctico que aconseja fingir para obtener la aprobación social.
En cambio, Lucía es auténtica, no tiene dos caras, ni quiere parecer lo que en realidad no es. En su inocencia brinda una lección a las personas mayores sobre la búsqueda de la propia identidad, que es un asunto mucho más complejo que la identidad de género. Y ahí juega un papel importante todo aquello en que el menor no desea repetir del adulto.