Koldo Landaluze
Especialista en cine y series de televisión
Eva Franco aborda lo fantástico en su nueva obra digital

Al doblar la noche, «Nosotras»

Lo fantástico descubre lo que suponemos real desde una perspectiva insólita. Nos permite subvertir lo conocido mediante lo extraño y es sobre esta base donde surge este juego de penumbras, formas y palabras en el que diferentes criaturas de ficción son reinterpretadas a través de la paleta onírica de píxeles de la fotógrafa y artista digital zumaiarra Eva Franco.

Fotografías: Eva Franco
Fotografías: Eva Franco

E ste es un ejercicio de respeto, no exento de cierto temor a provocar el enfado de algunos personajes literarios, siempre proclives a la desconfianza, y que está basado en aquello que da sentido a su esencia inmortal.

Un juego basado en impedir su olvido mediante la alquimia de palabras e imágenes robadas y reinterpretadas, lo que permite a este imaginario de lo improbable asumir nuevas fisonomías que enriquecen su legado.

Por ello, de entre los territorios de las penumbras, regresan nuevas sombras y ecos que una vez pertenecieron a mujeres y entes que abandonaron su cobijo literario para encontrar su propia ruta entre los senderos de la imaginación que han sido abiertos por quienes las leyeron.

Una ruta que quiere dotar de calor y pulsaciones a las criaturas que fueron invocadas desde los paisajes insondables de la inteligencia artificial.

Dotar de forma y sentido este juego de palabras e imágenes no requirió de la erupción del volcán Tambora que, entre el 5 y el 10 de abril de 1816, acabó con la vida de 82.000 personas y cubrió buena parte del planeta con un manto de gas sulfuro y dióxido de azufre que provocó el descenso de temperaturas.

Aquel año, el verano no acudió a su cita en el lago suizo de Leman, donde fue aguardado por un grupo de románticos de tez pálida integrado por Percy Shelley, Mary Godwin, su hermanastra Claire Clairmont, Lord Byron y su médico y secretario personal, John Polidori.

El propósito que inspiró dicha reunión era conocerse y plantear tertulias en torno a la poesía y el librepensamiento, y el espacio elegido para ello fue Villa Diodati, una mansión que por entonces se encontraba abandonada pero que, con anterioridad, había alojado a personalidades como Rousseau, Voltaire y John Milton. Cuando el séquito se instaló en la mansión, suspirando por el placer de los paseos a pie y en barca bajo el sol, toparon con un telón constante de bruma oscura, lluvias y frío y, cobijados en la casa, optaron por plantar cara al aburrimiento entre velas y fuego de chimenea.

Fue entonces cuando Lord Byron propuso al grupo que cada cual escribiera una historia de terror y después la compartiese con el resto.

De todos ellos tan solo nos queda constancia del talento que demostraron dos, John Polidori –que esbozó las primeras líneas maestras del género vampírico con su relato “El vampiro”– y Mary Shelley, que legaría para la posteridad su obra más recordada, “Frankenstein o el moderno Prometeo”. Prendidas las velas, alimentado el fuego de la chimenea y los rayos y centellas rasgando el telón de la noche, iniciamos un paseo en el que, al doblar la noche, topamos con ellas.

Mary Shelley

[Manuscrito hallado en la tumba de Mary Shelley, 1 de febrero de 2023]

Querida madre,

Hace muchos años, cuando el patán desdichado de mi creador me abandonó a mi suerte y seguí sus pasos hasta la última frontera gélida del Polo Norte, tuve tiempo para reflexionar sobre el sentido y significado de mi existencia.

Me pariste en plena tormenta, a través de un rayo que dotó de movimiento las extremidades ajenas que me fueron remendadas de manera tosca y funcional.

Mi apariencia es la de un monstruo y tiendo a ocultar mis rasgos entre las sombras de las incontables ciudades que he visitado, territorios cambiantes que una vez fueron hermosos y que, por obra, de mayores monstruos que yo, se han convertido en ruinas y tierra yerma.

Disfruto de la música y la literatura y, cuando leí “El Paraíso Perdido” de Milton, hice mías las palabras que el escritor puso en boca de Lucifer: «Mejor reinar en el Infierno que servir en el Cielo».

Nunca te guardé rencor alguno, al contrario, te agradezco el gran don que me ofreciste, el libre albedrío que puedo disfrutar por toda mi eternidad. No necesité del bautismo de ese dios al que mi sola presencia contradice sus designios y supuse que en mi forma grotesca tal vez recreaste los miedos y dolor que sentiste cuando tus hijos, mis hermanos, murieron durante partos prematuros y otras desgracias de esa índole natural a la que soy ajeno.

En mi propia esencia, entre los pálpitos de la corriente eléctrica que recorre mi cuerpo, también siento el eco de todas las mujeres que fueron denigradas por el hombre, así me lo dejaste entrever entre los párrafos que recorren mis arterias. Tal vez por ese y otros muchos motivos nunca me diste un nombre y sí miles de interpretaciones.

Las manecillas de mi reloj permanecen inmóviles. Todo cambia a mi alrededor, salvo el tiempo que quedó atrapado en la pequeña esfera de cristal y que dictará la inevitable marchitud de la rosa que ahora deposito, como cada año y en este día, sobre la fría losa de tu tumba.

Mina Harker y Lucy Westenra

[Carta de Mina Harker a Lucy Westenra]

Budapest, 24 de agosto

Mi queridísima Lucy:

Lucy, querida, tú has sido y eres mi más querida amiga. Fue mi privilegio ser tu amiga y guía cuando saliste de la escuela para prepararte en el mundo de la vida. Quiero verte ahora, y con los ojos de una esposa muy feliz, tan feliz como yo. Mi querida, que Dios Todopoderoso haga que tu vida sea todo lo que promete ser: un largo día de brillante sol, sin vientos adversos, sin olvidar el deber, sin desconfianza. No debo desearte que no tengas penas, pues eso nunca puede ser; pero sí te deseo que siempre seas tan feliz como lo soy yo ahora. Adiós, querida. Debo terminar ya, pues Jonathan está despertando. ¡Debo atender a mi marido!

[Carta de Lucy Westenra a Mina Harker]

Whitby, 30 de agosto

Mi queridísima Mina:

Océanos de amor y millones de besos, y que pronto estés en el hogar con tu marido. Me gustaría que regresaran pronto para que pudieran pasar cierto tiempo aquí con nosotros. El fuerte aire restablecería pronto a Jonathan; lo ha logrado conmigo. Tengo un apetito voraz, estoy llena de vida y duermo bien. Les agradará saber que ya no camino dormida. Mi amado Arthur vela por mí en todo momento.

[Diario de Lucy Westenra]

20 de noviembre

Cada paso que escucho al otro lado de la puerta del dormitorio retumba en mi cerebro hasta el extremo de volverme loca. Hace días que mi percepción de las cosas se ha amplificado sobremanera. Cada vez que Arthur se acerca a mi lecho, huelo de manera nítida su asfixiante deseo hacia mí. No soporto su condescendencia, el hedor de su boca, ni sus labios cuando buscan los míos. Hago un esfuerzo sobrehumano para no estallar en cólera cada vez que Arthur conversa con ese hombrecillo siniestro que se hace llamar Abraham van Helsing, un miserable santurrón que huele a orín y se empeña en preservar mi habitación con crucifijos. A pesar de que susurren sus conversaciones, las escucho al detalle y no puedo evitar que su preocupación me resulte divertida. Ellos ignoran que ahora puedo gozar como nunca antes lo hubiera imaginado, que me siento libre cada vez que llega la noche y con ella, su presencia.

[Diario de Mina Harker]

7 de diciembre

Esta noche volveré a dejar entreabierta mi ventana.

Katrina Van Tassel

Me llamo Katrina Van Tassel, tengo quince años y vivo a orillas del río Hudson, en una pequeña comunidad llamada Sleepy Hollow.

Este nombre tan inusual se debe a las características tan peculiares que encontraron los primeros padres colonos que llegaron de Holanda, gente apacible, serena, acaso indolente.

Los pueblos de alrededor nos conocen como “la gente del valle soñoliento” y razón no les falta porque es como si esta tierra estuviera envuelta en una atmósfera de ensoñación y calma densa. Algunos afirman que esta tierra fue hechizada por cierto doctor alemán en los primeros tiempos de los asentamientos de colonos; para otros, fue un antiguo jefe indio, mago o profeta de la tribu, el que encantó la región antes de que la descubriese Hendrick Hudson.

La cuestión es que no es difícil intuir que algo extraño se remueve entre la densa niebla que nos abraza desde lo profundo del bosque.

Cada domingo por la mañana, acompaño a mi padre a la iglesia Old Dutch para escuchar los sermones que nos recuerdan que el hombre es radicalmente malo y solo la gracia divina puede salvarle.

Nada cambia en nuestra rutina puritana, como si esa maldita niebla nos preservara en demasía de lo que acontece en el exterior.

Conocí a varios miembros jóvenes de nuestra comunidad que, al amparo de la noche, quisieron dejar atrás este, nuestro hogar. A la mañana siguiente de sus fugas, sus cuerpos asomaron sin vida y quienes salieron en su búsqueda dijeron que se trataba de lobos, tal vez para no asustar al resto.

Lo cierto es que yo sé lo que realmente les ocurrió, lo mismo que le pasó a Dirk Van Nessel.

Mi amado, mi hermoso Dirk, que fue incapaz de respetar los códigos de nuestra comunidad y que mantuvo relaciones pecaminosas con Hannah De Vries, Julia Meijer y tantas otras... Nunca regresó de aquella noche cuando, camino de su granja, le asaltó el galope fantasmagórico de un caballo guiado por un jinete sin cabeza.

La cabeza del bello Dirk rodó por la hierba, al igual que la de aquellos que nos han querido abandonar para buscar nuevos caminos que, seguro, pervertirán sus almas.

Yo sé la verdad porque yo le desperté de entre los muertos, cuando cayó entre mis manos un viejo legajo que leí con tanta fe que hice alzarse de entre los muertos al demonio mercenario que asoló estas tierras cuando, años atrás, nuestras bayonetas se cruzaron con las anglicanas que servían al rey loco Jorge III.

Yo soy quien preserva la seguridad de Sleepy Hollow, yo guío la espada de ese jinete cuyo cráneo guardo celosamente y hasta que dios así lo crea conveniente.

Lady Macbeth

Señor de Glamis, asesino de reyes, compartimos un lecho de muerte, vacío de cualquier atisbo de humanidad y placer. En nuestra noche constante tan solo hay espacio para los tambores de guerra y el errar sonámbulo por los pasillos de Cawdor, esta fortaleza cimentada en el horror de quienes nos temen.

Observo a través de la ventana las siluetas de las tres brujas que te reclaman. Tú las invocaste y yo las alimenté, junto al ejército de espíritus que engrosa sus filas con quienes una vez nos amaron y luego temieron.

Mi querido señor de Glamis, no entiendo el motivo de tu mano temblorosa, esa fuerza que se resquebraja ante la duda y el miedo.

Estúpido y débil, ahora reniegas de mí y me eludes a sabiendas que soy el fuego que camina contigo. Soy la peste que azota tu conciencia, el cuervo que devora tus ojos cuando intentas dormir. Soy quien alza tu espada cuando su peso te resulta excesivo. Soy la certeza, no locura, que te recuerda el motivo de tu destino.

Recuerda Macbeth, recuerda lo que escribió el poeta y sé tú quien se lance al vacío desde las alturas de Cawdor: «Yo he sido madre; yo he sentido la terneza de una madre por el hijo que a sus pechos alimenta; mas de haberlo así jurado, cuando la frente serena del risueño amado infante mi regazo sostuviera; cuando con mayor dulzura sus ojos resplandecieran y al mirar los ojos míos su blando pecho latiera, el pezón le arrancaría entonces a la boca tierna; entonces estrellaría su frente contra una piedra».

La Reina de Corazones

Estimado colega:

Le escribo en relación a la paciente anónima cuyo caso le relaté hace varias semanas. Tal y como me recomendó, la sometimos a reiterados baños en agua helada y le fueron aplicadas varias sesiones de electroshock. Todo fue en vano, su discurso y actitud no varió un ápice.

Permaneció inmune a nuestro tratamiento, sin mostrar gesto de dolor o enfado y manteniéndose firme en su posición altanera. En reiteradas ocasiones, me amenazó con que mi cabeza rodaría en cuanto lanzase contra mí su ejército de naipes.

Volvió a insistirnos en que ella es monarca de un reino ajeno al nuestro, que su gobierno se rige por su infalible método de aplicar decapitaciones masivas y que fue despojada de su trono por un tal Humpty Dumpty, en asociación con alguien a quien denominó como “Sombrerero Loco”.

Esta alma desdichada pasó los últimos días en el jardín de nuestra institución, limitándose a observar fijamente y en silencio la madriguera que se encuentra junto al gran roble.

Hace varios días, los enfermeros encontraron vacía su celda acolchada, la puerta permanecía cerrada y nadie se explica su desaparición. Se organizó una batida por los alrededores, pero no se encontró rastro alguno de ella.

La policía indicó que es probable que alguien del exterior le prestara ayuda para abrir la puerta de su habitación y, de esta forma, poder saltar el muro que rodea nuestra institución. Al menos eso consta en un informe que pone en entredicho la solvencia de nuestra vigilancia, hasta ahora intachable.

Esta mañana, uno de los enfermeros encontró junto a la madriguera del gran roble un naipe ajado que representa la figura de la reina de corazones.

Debo reconocerle, estimado colega, que me desconcierta el sinsentido de este nonsensé.

Annabel Lee

Baltimore, 2 de octubre de 1849

La ciudad me ha recibido entre bandas de música y una multitud que se divide en grupos dispersos que claman vítores e insultos a partes iguales y, todo ello, mientras ondean entre sus manos los panfletos que me recuerdan que estamos en una nueva y caótica jornada electoral.

Los extremos de las calles se encuentran surcados por pancartas en las que aparecen nombres de candidatos que ya he olvidado.

Eludo la muchedumbre en el interior de una taberna, mientras aguardo el tren que me llevará de regreso a la calma de Filadelfia.

Cruzado su umbral, la riada humana se esfuerza en seguir recolectando votos mediante el engaño a vagabundos y borrachos que ingresarán las largas filas de votantes tras ser seducidos con vino barato y que, obedientemente, depositarán sus votos una y otra vez hasta que el hígado se les reviente o el candidato que pagó su ronda infernal salga elegido.

Intento permanecer ajeno al resto, atrincherado en una mesa sobre la que descansa una copa que alguien depositó. Observo mi reloj, todavía es temprano, tal vez un trago.

Junto a mi mesa hay otra ocupada por un grupo de marineros, ríen y beben.

Encuentro una nueva copa llena en mi mano.

Una carcajada me asalta a un palmo del suelo, la grotesca forma del bufón Hop-Frog me hace una reverencia mientras los marineros que se encuentran en la mesa de al lado alzan sus jarras.

Parecen sonreírme, apenas se les distingue porque en el local se instaló una neblina de humo de cigarro y pipa.

Mi copa volvía a estar llena cuando la vi, o tal vez intuí en la forma anacrónica de una silueta de mujer que, cubierta por una capa de terciopelo negro, salía apresuradamente del local.

Sigo sus pasos instintivamente, guardo un vago recuerdo de ella o de quien creo que pueda ser. Cuando cruzo la mesa de los alegres marineros, me asalta el horror cuando descubro que están siendo devorados por gaviotas y que sus sonrisas no son tales porque en sus caras no hay rastro alguno de labios. Escapo de la taberna a trompicones, perseguido por la enloquecida carcajada de Toby Dammit, que hace tiempo perdió su cabeza apostándola contra el diablo.

En el exterior me aguarda el frío de la noche y el insoportable latido de un corazón que delata mis propios terrores. La silueta que persigo se oculta en un callejón, junto al umbral de una casa que se retuerce de dolor y angustia y de cuyas entrañas asoman los acordes de una melancólica melodía. En el otro extremo, la muerte roja acaricia un gato negro que me vigila con su único ojo, mientras en la oquedad del otro se forma un maelstrom que amenaza con engullirme para siempre.

Tirado sobre el empedrado, siento que el ritmo del péndulo decrece, al igual que el aleteo del viejo cuervo.

La tan deseada calma me embarga cuando siento el frío roce de su mano en mi mejilla y me reencuentro con aquella mirada, que hasta entonces permanecía oculta bajo un capote de terciopelo negro.

De esta forma, tuve la certeza de que la luna jamás resplandece sin traerme sus recuerdos y, cuando las estrellas se levantan, creo ver brillar sus ojos.

Ahora, en esta noche, tengo la certeza de que Annabel Lee me llevará de regreso a nuestro reino junto al mar.

Erzsébet Báthory

Sobre el escritorio se agolpan notas que fueron escritas de manera apresurada. Una de ellas dice: “Cuando el 29 de diciembre del año 1610, el Conde Jorge Thurzó se personó junto con sus hombres en el castillo de su prima, la condesa Erzsébet Báthory, la sorprendieron torturando a varias jóvenes. Observaron que por todas las habitaciones había gran cantidad de objetos de tortura y recuperaron un diario en el que la Condesa había anotado el nombre de, al menos, 610 víctimas, cuya sangre utilizó en sus baños para preservar su juventud y atractivo. Por todas partes había toneles de ceniza y serrín, empleados para recoger la sangre que se vertía en el lugar. Debido a esto, todo el castillo estaba cubierto de manchas oscuras y despedía un nauseabundo olor a podredumbre”.

Otro de los papeles hace alusión a parte del juicio al que fue sometida la condesa Erzsébet Báthory: «…una joven de doce años llamada Pola logró escapar del castillo de algún modo y buscó ayuda en una villa cercana. Pero Dorka y Helena Jo se enteraron de dónde estaba por los alguaciles, y tomándola por sorpresa en el ayuntamiento, se la llevaron de vuelta al Castillo de Čachtice por la fuerza, oculta en un carro de harina. Vestida solo con una larga túnica blanca, la Condesa Erzsébet le dio la bienvenida de vuelta al hogar con amabilidad, pero llamaradas de furia salían de sus ojos. La pobre ni se imaginaba lo que le esperaba».

Escrito con bolígrafo de tinta roja, encontramos otra nota que descansa junto a una Olivetti que aguarda sellar con sus letras metálicas un nuevo folio en blanco. Dicho apunte dice: «En 1611 la condesa Erzébet Báthory fue condenada por el asesinato de seiscientas cincuenta jóvenes. La Dama de Csejthe murió emparedada en su castillo».

El aroma del café recién hecho llega hasta el escritorio, la mujer se acerca hasta la cocina y se sirve una taza mientras observa el exterior de esta desapacible noche bonaerense.

Estuvo tentada de poner un disco de Billie Holiday pero, finalmente, optó por dejar que el sonido de los truenos y la lluvia fuesen la música que dicte los últimos renglones que escribirá por hoy. Mientras observa su reflejo en la ventana, esboza una sonrisa y se dice a sí misma: «Vaya, Maga, ya asomó otra arruga más. Cada vez os parecéis menos a la Condesa y más al gran cronopio con cara de caballo que, seguro ahora, barrunta en París una nueva carta dirigida a vos».

En cuanto Alejandra Pizarnik regresa a la cordillera de papel que se ha formado en su escritorio, enciende un nuevo cigarro y, entre bocanadas de humo, la Olivetti retoma el conjuro que sigue cobrando forma bajo el título “La condesa Sangrienta”: «Amaba el laberinto, que significa el lugar típico donde tenemos miedo; el viscoso, el inseguro espacio de la desprotección y del extraviarse».