Igor Fernández
Psicólogo
PSICOLOGÍA

No podremos culpar a nadie

Qué difícil es resistirse a ese último pedazo de pastel después de haber comido ya suficiente! Algo en el paladar contradice a ese pensamiento apoyado en la experiencia: «si sigo comiendo, me va a sentar mal»; resistir parece una incoherencia. No pocas veces la emoción nos puede, la sensación inmediata y la satisfacción de ese instante nubla todo lo demás. Pero la emoción dura poco, y entonces solo nos queda encomendarnos a la suerte y negar la experiencia previa, la probabilidad de que pase lo que tiene que pasar. Es decir, después de desoírnos, solo nos queda creer en la magia para esquivar el empacho. Y hay quien diría «qué tontería empacharse sabiendo que a uno le va a sentar mal»; bueno, quien esté libre de pecado… Y es que nos volvemos más estúpidos cuando la emoción intensa prevalece ante el pensamiento, la lengua sobre la estadística ante el último trozo de pastel. Y quizá no sea solo una experiencia privada y alguien más sepa de nuestra ‘estupidez’.

El sistema necesita de combustible constante y nosotros somos muchas veces no parte de sus recursos, sino su materia prima. Nuestras opiniones, deseos, necesidades, ideas, creatividad, nuestro más íntimo bastión, es el lugar más codiciado para cualquier agente de poder e influencia que se precie, porque ahí reside el germen de nuestra ‘estupidez’. Somos fácilmente manipulables entonces, porque somos muy vulnerables a nuestra emoción, ya que esta nos predispone automáticamente a favor o en contra (ha tenido que ser así para sobrevivir). Fácilmente entramos al quite en una provocación, en una confrontación, amparados en nuestro enfado, y con la misma velocidad y ligereza clasificamos a quien nos contraría como alguien ajeno, diferente, impropio. Inventamos bandos con una velocidad pasmosa, quizá por esa constante y antigua necesidad humana de ‘ser alguien’, de prevalecer para tener algo de valor ante la masa (sienta tan bien…)..

Con mayor sofisticación o menor prudencia somos capaces de argumentar el odio, el desprecio, de romperlo todo con tal de prevalecer, sin ver el bosque detrás del árbol. El problema es que, mientras luchamos, creyéndonos más fuertes, más en posesión de la verdad, estamos siendo muy vulnerables a quien quiera aprovechar ese estado para dirigirnos. Y quizá en el fondo deseemos que sea así pero, si no, si queremos mantener la libertad para decidir, necesitamos antes defender la libertad para pensar y no reaccionar. Sé que sienta bien el último trozo de pastel, la sensación de superioridad moral o de defensa de los valores esenciales, lo a gusto que se queda uno insultando o condenando, pero hemos de saber que nada complejo se resuelve de un plumazo. Esa es una fantasía mágica, y nuestra sociedad cada vez más compleja necesita preservar todo el pensamiento crítico que pueda para no enfermar.