Ni tú, ni yo
Nos encantan los manuales, probablemente porque también nos encanta seguir instrucciones, completar tareas, hacerlo bien. Y los manuales que explican cosas complejas, más. Nos fascinan porque nos calman; ya tenemos un protocolo. Y este vicio por completar las cosas, por rellenar las ausencias de información, está en la base del gusto -o necesidad- del control del mundo.
En lo que a las relaciones entre personas se refiere, a menudo nos preguntamos qué hacer para mejorarlas, que sean más íntimas, más cercanas y satisfactorias. En particular cuando se trata de una pareja o de la relación con familiares cercanos, si la cosa no fluye naturalmente, peleamos por encontrar fórmulas, aunque sean supersticiones o creencias sin mucha base práctica. Una de esas creencias es que la intimidad se apoya en la fusión, en pensar igual, en sentir lo mismo, tener la misma ideología, y esmerarse en conseguirlo.
Y más que de intimidad o cercanía, esa descripción hace referencia a la simbiosis, y me explico. En la primera a diferencia de la segunda, se exige una distancia entre los elementos, un punto intermedio que no somos ni tú ni yo, ni nosotros; sino un espacio de juego, de puesta en común, que nos permita acercarnos. Como si se tratara de la mesa donde comemos, jugamos o estudiamos, la intimidad necesita obligatoriamente un espacio en blanco para ser utilizado en cada ocasión de forma distinta, un espacio que separa pero que permite, o propone. Un espacio que deja de ser útil cuando se ‘llena’ de cosas (expectativas, definiciones del otro, miedos, peticiones, confluencias, etc.). Al principio, cuando nos estamos acercando a alguien nuevo, ese espacio intermedio desconocido, genera tensión, inquieta, y es una tentación rellenarlo de lo que conocemos, en algo así como “no sé quién eres pero, por cómo me miras, ya sé lo que esperar de ti”. Y es precisamente ese espacio para lo desconocido el que se llena también de deseo, de potencial. Como si de electricidad se tratara, la curiosidad salta y atraviesa el espacio para encontrarse y se atraviesa de vuelta atrás para volver al reposo, para digerir, para pensar o sentir individualmente lo que se ha experimentado del otro lado.
Y es que la intimidad, como todo lo importante que sucede entre las personas, es un acto de creación conjunta, que nos sirve a todos, a todas, en nuestra manera particular de ser y ver el mundo; o en el fondo no le sirve a nadie. Y, paradójicamente, ese conocerse necesita un espacio de juego limpio, que no le pertenezca a nadie; y justo por eso, que pertenezca a ambos.
Usar ese espacio sin invadirlo, alternarse en él, proponer y dejarse proponer, poder sentarse en torno a esa ‘mesa’ simbólica y compartir incluso lo que no compartimos; todo esto no es solo un acto de tolerancia ante la diferencia, sino una confianza profunda en su potencial para hacernos a todos, a todas, crecer.