«Cerrado por soledad»
Uno de los efectos inesperados de la soledad puede resultar en la falta de empatía. O, visto desde otra perspectiva, la soledad hace de caja de resonancia a nuestros rasgos narcisistas, hipocondríacos o paranoicos. De forma natural lo que nos duele nos vuelve egocéntricos, nos pide atención y prioridad, y no solo eso, nuestro dolor adquiere un estatus de ‘especial’, ‘diferente’. Lo nuestro nos duele más, y esa sensación aunque resulte difícil de entender, también nos hace compañía, nos da una identidad. Muchos conocemos a gente que parece apegada a la queja, que incluso cuando se le ofrecen alternativas, soluciones, o simplemente la posibilidad de pararla, se resiste como gato panza arriba, dejándonos incluso con la duda, «¿realmente quiere cambiar eso que tanto le molesta?». En muchas ocasiones no es tan sencillo cambiar lo que nos pesa o duele, eso está claro, pero en otras, hacerlo implica ir más allá de lo conocido, o renunciar a la ganancia que todas las dolencias o deudas tienen. La queja, en cierto modo, hace compañía, da sentido a algunas acciones, a algunas inacciones también, y nos da una alternativa a crecer, a pasar página, a salir de nosotros, de nosotras, para crear la vida que nos toca en una nueva etapa.
Cuando vivimos aislados, a menudo también crece el miedo a la invasión de los demás, apoyado en nuestra sensación de vulnerabilidad, fruto de la propia soledad. Nuestros dolores se incrementan en un círculo vicioso, así como nuestros fantasmas, y lo que pasaríamos por alto en una rutina más activa o conectada con la gente, se convierte en el centro de nuestra experiencia, en los únicos estímulos que nos llaman la atención al cabo del día. Y es que, las personas necesitamos recibir estímulos para estar sanas. Y, como bien sabemos por los experimentos de aislamiento, la mente genera dichos estímulos si el contexto no los ofrece, al menos, para dar la sensación de poder satisfacerlos. ‘Soñamos con pan’, como diría el refrán, y el ensueño es un lugar suficientemente seguro como para no salir a buscar el pan de verdad, al menos durante algún tiempo.
La soledad, de forma inesperada, cuando cursa con ese egocentrismo y miedo, es un factor de riesgo para la salud individual, pero también para la salud del grupo, para su cohesión y equilibrio. Y particularmente lo es por el efecto de aislamiento ante las posibilidades de mejora, que siempre vienen de los otros. El deseo de conexión se convierte en temor a ella después de un tiempo; las ganas de vitalidad se convierten en una fuente de inquietud una vez que ponemos en marcha internamente esa homeostasis de subsistencia, una vez que hemos cerrado puertas y ventanas y nos hemos quedado dentro con el dolor que nos acompaña, la queja, la deuda o el duelo infinito. Entonces parecemos no esperar nada y colgamos en la puerta «cerrado por soledad».