Néstor Basterretxea, un ancestral pionero
Cuando se cumple un siglo del nacimiento de Néstor Basterretxea (1924-2014), su majestuoso perfil creativo solo puede ser entendido desde su facultad para interpretar la esencia del ser humano a través de una continua relación entre disciplinas, convirtiendo cada una de ellas, ya sea pintura, escultura o cine, en parte de un lenguaje común que aspira a un arte total donde convive el arraigo local y la trascendencia vanguardista.
En ocasiones, la identidad propia comienza a forjarse incluso antes de tener ningún atisbo de conciencia y, por lo tanto, una total imposibilidad de manejar la propia existencia. Cuando el matrimonio formado por Fernanda Arzadun y Francisco Basterretxea -miembro del Partido Nacionalista Vasco- se vio imposibilitado, por la intransigencia de la dictadura de Primo de Rivera, a la hora de bautizar con un nombre autóctono a su hijo, nacido en Bermeo un 6 de mayo de 1924, la opción alternativa fue Néstor, en referencia al héroe de la Ilíada que se enfrentó a los generales que sitiaban Troya, señalando así a aquel bebé con la premonitoria tarea de sublevarse contra la tiranía.
Un primer escollo esculpido por el destino que la trágica realidad pronto enfatizaría. Los tambores de guerra en forma de Guerra del 36 que sitiaban el entorno de ese mal estudiante proclive a saltarse las clases para ensimismarse con sus propias fantasías, empujaron a la familia a emprender un obligado ejercicio de nomadismo por ciudades como Donibane Lohitzune o París, enclaves que, a su vez, harían de espectadores de los primeros impulsos pictóricos de aquel joven.
La llegada de otra manifestación de las fauces del fascismo, esta vez encarnado en el sanguinario afán expansionista del régimen nazi, sobresaltaron su brújula vital dirigiéndola hacia un periplo que debía ser directo con destino a Buenas Aires, pero que derivó en una auténtica odisea de más de un año y medio, soportando escalas en medio mundo y convirtiéndose el barco que les transportaba en un cautiverio que, sin embargo, en ocasiones se transformaría en un cabaret ambulante alimentado por el diverso acervo cultural de los allí recluidos, conformando toda una Torre de Babel marítima y, al mismo tiempo, una involuntaria declaración de intenciones que definiría la trayectoria posterior del artista.
ARRAIGADO EXTRANJERO, TERRUÑO UNIVERSAL
Es en Argentina donde por fin alcanzará una estabilidad que le permite, por intercesión de un médico donostiarra, José Bago, acceder a su primer empleo como dibujante publicitario al servicio de la multinacional Nestlé, mientras realiza unos estudios de arquitectura técnica en el Instituto Huergo que espolean unas precoces dotes creativas reconocidas por la concesión de la Beca Altamira y el Premio Único a Extranjeros en el Salón Nacional de Bellas Artes. Unas primerizas obras pictóricas que durante los años cuarenta presentaría en exposiciones nacionales en Argentina y Uruguay, y que revelan nítidamente el impacto generado por la guerra y el exilio por medio de unas trazas influenciadas por quien fuera su maestro, el vanguardista Emilio Pettoruti, pero también deudoras del muralismo de José Clemente Orozco o el expresionismo trágico de José Gutiérrez Solana.
Por otro lado, su actitud vital en suelo sudamericano dará constancia de esa doble actitud que guiará toda su trayectoria, preocupado por desarrollar su propio arraigo pero interesado siempre en embeberse de otras culturas. Una predisposición que subyace en su participación en el espectáculo “Saski Naski”, encargado de transmitir el folklore vasco a través de los exiliados allí residentes, y sobre todo en la presentación realizada en el Laurak Bat dentro de los actos organizados alrededor del Día Internacional del Euskara, celebrado por Eusko Ikaskuntza, lo que le conduciría cincuenta y siete años más tarde a encargarse del diseño de la imagen gráfica de la institución.
PINTOR ESCULTÓRICO; ESCULTOR PICTÓRICO
Tras contraer matrimonio en 1951 con María Isabel Irurzun Urquía, su reencuentro con Jorge Oteiza ya en suelo vasco, a quien había conocido durante su estancia en el continente americano, significará una unión que adoptará su primer y decisivo peldaño al instarle a participar en el concurso para el diseño del ábside de la nueva basílica de Arantzazu, en Oñati. Un premio resuelto a su favor ex aequo junto a Carlos Pascual de Lara, accediendo el bermeotarra a encargarse de las pinturas murales de la cripta. Al cabo de un año de iniciados los trabajos, una comisión vaticana emitirá una sanción contra las obras por inapropiadas, con la consiguiente paralización y posterior destrucción.
Tuvo que pasar más de un cuarto de siglo para poder retomar el trabajo tal y como se acordó, contando con esos 500 metros cuadrados de pared que le estaban reservados y que decoró con dieciocho murales en los que retrata ese universo sobrenatural y la relación intrigante con el ser humano. El amplio lapso de tiempo que separó las primerizas elaboraciones de las definitivas, denota un entendible cambio en la formulación como consecuencia de la lógica evolución artística sufrida por el autor, lo que se traduce en que, si en esa inicial aspiración pretendía jugar con los curvas para acoger unos dibujos que alternaran luz y y sombra, lo bíblico y popular, el resultado final recoge su para entonces ya característico trazo tembloroso y el despliegue de técnicas como el collage.
El tránsito de la segunda mitad de los cincuenta hacia la década posterior nos muestra a un Basterretxea copando algunas de las bienales más representativas de entonces (Venecia, Barcelona, Sao Paulo, Milán o París) por medio de una obra pictórica de corte geométrico, formulación magistralmente expresada en “Itinerarios abiertos” o en cuadros constituidos como homenaje a nombres referenciales para su estudio de las formas como Malévich, Le Corbusier o Ben Nicholson.
Pese a que su nombre comienza a instalarse ya en la devoción de la opinión internacional, sus pasos buscan coaligarse a espacios colectivos, asumiendo su papel como miembro fundador de Equipo 57, nomenclatura bajo la que también se encontraban Jorge Oteiza o Agustín Ibarrola. Tesis compartidas, entorno a doctrinas de abstracción e intensidad cromática, que sin embargo asumirá bajo una propia interpretación que se nutre de mayor calidez y ductilidad, como ratifica “Interactividad vertical” y su vertiginosa pero moldeable puesta en escena. Claros esbozos de una apremiante necesidad de liberarse de una “dictadura” pictórica a la que va sumando una visión más voluble, donde la utilización de materiales hasta el momento ajenos a dicha disciplina, como la madera o el hierro, o una visión periférica heredada de la arquitectura y el urbanismo, generan unas tendencias ya anidadas en “Composición desde el cubo” o “La ciudad blanca”.
En ese itinerario con destino a la adopción de un enfoque tridimensional, una parada inevitable se encuentra en el formato escultórico, un ecosistema que, sin embargo, no dejará de observar desde la mirada de pintor, en lo que a su vez resulta una de sus grandes cualidades, la de no tratar a los diversos artes como elementos diferenciados, sino como vocablos de un mismo lenguaje que se interrelacionan y retroalimentan. Su necesidad de jugar con los planos y moldear volúmenes conlleva una experimentación con materiales que permitan esa determinación, ya sea el mármol o la pizarra, siendo una de sus representaciones cumbres en este aspecto “Núcleo interior - exterior”, que se sumará a otras creaciones como “Plano estallado”, “Meridianos” o “Gaua”, donde la forma circular comienza a erigirse como representación favorita e icónica. Obras que, sumadas a la exposición fechada en 1960 compartida -por primera y última vez- con Oteiza en la Sala Neblí de Madrid, supone un punto de inflexión en su carrera en cuanto a popularidad y repercusión, atrayendo loas por su capacidad para plasmar esa lucha que las formas geométricas dirimen en busca de tomar vida, haciendo que sus férreas estructuras, por ejemplo las de “Toro” o “Signo”, exhiban una plasticidad casi lírica.
TOMAR CONCIENCIA HISTÓRICA Y CULTURAL
Cuando en 1966 la galería Barandiaran de Donostia acoge la exposición y el manifiesto fundacional del grupo Gaur, no solo estaba ejerciendo de vehículo para un llamamiento a la unión de autores, sino que ponía uno de los eslabones esenciales para el arte vasco del siglo XX. La suma de personalidades que componían el colectivo, lo que pronto sería la principal sinfonía creativa en nuestras fronteras por medio de Eduardo Chillida, Remigio Mendiburu, Jorge Oteiza, Rafael Ruiz Balerdi, José Antonio Sistiaga o José Luis Zumeta, más que buscar una alianza estética, sin obviar que su credo se formaba alrededor de la abstracción, priorizaban reclamar la creación de toda una madeja identitaria. Un alegato que, con desigual repercusión, retumbó en otras partes del país, surgiendo tentáculo alrededor de su alumbramiento. Una apuesta que, sin por supuesto renunciar a espolear visiones creativas particulares, esencialmente ambicionaba la defensa de una cultura y su forma particular de traducir el mundo que en pleno franquismo resultaba constantemente vilipendiada, de ahí la necesidad de arraigar su propuesta y de invocar a la construcción de centros específicos de enseñanza o práctica. Huelga decir que Basterretxea, aunque como siempre insumiso a plegarse ante cualquier línea oficial y proclive a expresar su propia interpretación de los dictámenes, iba a escenificar de manera majestuosa dichas aspiraciones.
La decisión de poner el arte al servicio de una identidad colectiva, y en ese momento en constante riesgo, no podía sostenerse solo con discursos o letras escritas. Su puesta en escena debía abarcar un espectro mucho más tangible, por lo que los estudios que el bermeotarra dedicó a los campos de la antropología, prehistoria y otros saberes populares versados especialmente en el tipo de materiales y aperos de trabajo, derivaron, insuflado sobre sobre todo por la lectura de las investigaciones de José Miguel Barandiaran, en su creación más reconocida y apabullante: la serie “Cosmogónica vasca”. Una obra compuesta por dieciocho esculturas que, al mismo tiempo, recogía la tradición oral y mitológica para presentarla bajo un formato solemne. Un proceso de construcción que encuentra en su propia elaboración otro de sus hallazgos, recalando dicha tarea en artesanos expertos en la talla de la madera, especialmente de roble, con todo el carácter simbólico que tiene dicho árbol en el imaginario patrio. Una praxis con la que además de sublimar su estética cuestionaba el carácter omnímodo del artista, en su caso concreto relegado a los bocetos, croquis y dibujos realizados, esqueleto y alma de una obra totémica, pero de rasgos ligeros al mismo tiempo, donde sus símbolos tradicionales encarnan la historia y la conciencia de todo un pueblo mientras que el lenguaje constructivista con que son codificados expresa la lucha por alargar su andadura en el futuro.
Aunque no fue su único acercamiento explícito a la simbología primitiva vasca, ya que a lo largo de los años se sucederían otras interpretaciones como la “Serie Máscaras de la Abuela Luna” o “Eguzki-lore”, la fortaleza de ese discurso en busca de revitalizar el acervo de aquellos pueblos llamados a resistir frente a la homogenización quedaría inconcluso si su mirada no se universalizara. En ese sentido, “Homenaje a la América Primera” adquiere la misma significación que sus obras ambientadas en su propia tierra. En esta ocasión se trata de rememorar y enaltecer el patrimonio de aquellas civilizaciones prehispánicas y de alguna forma rescatar el ánima indígena presente en México, Guatemala o Perú, haciendo que sus vetustas representaciones tomen vida y significado en el presente, demostrando así una vez más que el arte es el único idioma que puede hacerse entender alrededor de cualquier calendario y frontera.
No hay mejor expositor para un artista concienciado con hacer de sus creaciones un conductor de sentimientos con los que tejer un sentido de identidad colectiva que aquel que le oferta el espacio público, haciendo brotar en el paisaje cotidiano pequeños milagros artísticos. Una tarea que, en el caso de Basterretxea, le acompañó desde sus primeros años profesionales, convencido de que las calles, plazas o cualquier recodo podía ser el museo más lujoso. Decorados naturales que acogen algunas de sus piezas más emblemáticas, entre ellas “Homenaje a Iztueta” y su grácil pirueta; “Araba”, conocida como “Homenaje a Pío Baroja”, por su ubicación en el paseo donostiarra del mismo nombre, o la alegórica “Bizkaia, una ola de hierro”, donde sintetiza la relación de dicho territorio con la industria. Mientras que “Homenaje al pastor vasco” traza un árbol genealógico que no olvida a aquellos que tuvieron que trabajar fuera de sus fronteras, “Paloma de la Paz”, realizada el año 1987 en conmemoración del bombardeo y destrucción de Gernika, reposa su majestuoso pero frágil -como la siempre vitupera idea que transmite- semblante en la capital guipuzcoana, sometida a una alteración en sus emplazamientos que incluso fortalece más la simbología de ese vuelo rasante llamado a no quedarse inmóvil sino en continua peregrinación.
MÚLTIPLES DIALECTOS DE UN MISMO LENGUAJE
Al margen de lo que suponen las artes plásticas en el currículum de Basterretxea, su incipiente capacidad para adentrarse en casi cualquier disciplina en busca de nuevos vocablos para su creación, le distinguió por tejer una actividad caleidoscópica difícilmente equiparable por cualquier otro. Una inquietud que le llevó a desplegar su imaginación en el ámbito decorativo, incursión que comienza a desarrollar a finales de los años cincuenta, durante su estancia en Madrid, gracias a la amistad con Juan Huarte, con el que trabaja diseñando diversas piezas para H Muebles, y que dará continuidad posteriormente desde Irun. Allí, junto a dos socios, crea Biok, una empresa dedicada a la producción de mobiliario que se bifurcará en la tienda Espiral, encargada de las labores de comercialización. Asumiendo los dictados del modernismo, ya sea en cuanto a estética como a funcionalidad, su entrada en este negocio vino generada por una mezcla de curiosidad y necesidad económica, siendo paradójicamente esas leyes del mercado las que acabarían distanciándole de este ámbito. A pesar de ello, fue capaz de legar algunas elaboraciones llamativas y talentosas como la silla “Kurpilla” o la mesa-escritorio “Bermeo”.
Si singular resulta su exploración en dicho terreno ornamental, más todavía lo es la pirueta que une dicha dedicación a la cinematográfica. Y es que lo que en principio debía de ser un mero spot publicitario para aquella tienda de Madrid, acabó funcionando a modo de cortometraje, “Operación H”, donde la sorprendente sucesión de imágenes industriales presentadas, como si de objetos plásticos se tratasen, enunciaba un tratado vanguardista que cobijaba una mirada sobre el cambio social de la época.
Un inicio en el ámbito audiovisual que sumaría muy diversos capítulos entre los que merece la pena destacar el trabajo realizado en “Pelotari”, junto a Fernando Larruquert, ambos aficionados a dicho deporte y que recopila todos los formatos que acoge el juego, o sobre todo la excepcional “Ama Lur”, una cosmovisión del imaginario ancestral vasco. Recorriendo los infinitos ámbitos populares en los que se despliega la cultura y sus tradiciones, más allá de ese retrato costumbrista, la cinta recoge un llamamiento a la unidad colectiva en torno a una identidad propia relegada y oprimida durante la época franquista. Tanto es así que la película estuvo supeditada a recortes por culpa de la censura, lo que no le impidió ser estrenada en 1968 en Zinemaldia y constituirse como el primer filme rodado en euskara. Imágenes y una sobrecogedora banda sonora que hace de su enunciado el tránsito hacia una sociedad que toma conciencia colectiva de sí misma. Una mirada al espacio popular que también deslizaría en la muy estética “Alquézar: retablo de pasión”, donde indaga en la Semana Santa para trazar una interrogante sobre los misterios existenciales mientras recrea una fotografía de esa España negra.
RADIOGRAFÍA PERSONAL Y DE UNA ÉPOCA
La versatilidad demostrada por el autor es a su vez la demostración de que nunca impuso jerarquía alguna a su inspiración, considerando todas las disciplinas en las que se manejó dignas expresiones de su lenguaje creativo. Tanto es así que su interés por el fotomontaje pretendía precisamente dotar de una nueva vida a sus esculturas, certificando que el diálogo entablado por ellas se podía reencarnar y encontrar nuevos medios de expresión. Desligándolas del contexto donde fueron concebidas, por medio de collages, u observándolas desde diversas perspectivas e iluminaciones lograba, por un lado, atestiguar que su fuerza comunicadora no estaba supeditada a un momento determinado y su condición de portavoz universal.
Con un espíritu de mayor inmediatez, su inmersión en la disciplina gráfica, que abarca todo tipo de formatos, se presentaba como una manera de trasladar sus formas habituales hasta los logotipos, carteles o ilustraciones. Una tarea alimentada de un carácter propagandístico, en el sentido más amplio de la palabra, que se plasmaba igualmente en portadas de discos firmadas por Ez Dok Amairu; en reivindicativas acciones, especialmente demostrativo resulta el dibujo de “Bai euskarari” que dedicó a la campaña a favor del euskara de 1978; realizando el símbolo del Parlamento de Gasteiz, de 1983, e incluso puesta al servicio de objetos de consumo como ciertos modelos de coches de la marca Mitsubishi. Un legado que conseguía formular una radiografía personal del autor como la de toda una época.
La descomunal y casi inabarcable obra entregada por el bermeotarra contiene los suficientes hallazgos como para convertir su figura en la de uno de esos escasos genios dotados de una extrema clarividencia capaz de desarrollarse en infinitas situaciones. Su lenguaje, identificativo pese a la heterogeneidad disciplinar, buscó cualquier recoveco para trenzar un discurso que interpela al ser humano en su esfera íntima pero que también le conecta con todo su entorno. Las formas y colores que adornan su trayectoria, glosada por vocablos transgesores y revolucionarios, son al mismo tiempo el escenario donde la identidad de un pueblo se ve retratada. Rescatando la tradición y el acervo popular para conjugarlo a través de una mirada pionera, Basterretxea señaló un camino hecho a base de vestigios del pasado pero con vocación universal, invitando a todo individuo a posar sus huellas en él y convertirse de esa manera en un pedazo indispensable de historia.