Bailar (no tan) pegados
Hace unas semanas los medios de comunicación contaban las dificultades, al otro lado del mundo, de formar un jurado popular para juzgar al expresidente estadounidense Donald Trump. Lo difícil, según las noticias, era encontrar a alguien que no tuviera una reacción a favor o en contra de este controvertido personaje, ya que esto dificultaría la escucha de los argumentos y pruebas. En otro orden de cosas, también se considera una buena práctica que una médico no opere a su familiar o que un examinador no evalúe a su pareja. Obviamente, cuando la cosa va de manipular, la cercanía emocional exige y facilita que el resultado sea consensuado; pero cuando se trata de llegar a conclusiones justas, a hacer que las cosas funcionen, a mantener el equilibrio, es imprescindible cierta distancia.
A menudo, para involucrarnos con otras personas, sea cual sea el objeto de dicha involucración, tenemos que realizar una maniobra de vasos comunicantes, nos guste o no, nos demos cuenta o no. En otras palabras, hay un momento inicial en que tendemos naturalmente a la homogeneidad, al consenso o incluso a la fusión, solo por el hecho de estar juntos. Esta cohesión nos permite sentir rápidamente el vínculo (nuestra principal ventaja evolutiva como humanos), nos sintoniza, y nos hace tener la sensación de ‘saber’ lo que la otra y otras personas piensan, creen, incluso sienten. Para empezar, nuestra tendencia es a encontrar puntos de similitud, si vamos a compartir un espacio o actividad. Dicha fusión, por ejemplo, es imprescindible para el bebé en su desarrollo, para la niña o el niño a medida que crecen, pero poco a poco la similitud -y la seguridad que esta genera-, debe dar paso a la disolución suficiente como para que el crecimiento sea posible. El niño de cuatro años querrá ir más lejos de lo que permite el miedo materno, o la preadolescente llegar más tarde, contar menos. Esta fusión también es útil en los primeros estadios de una pareja, de un grupo laboral, de una asociación social o política. Y puede llegar a ser igual de atrayente que una manta y un sofá en un día de lluvia, un sitio del que no querer salir.
Y, al mismo tiempo, es solo la distancia entre las partes la que permite crear algo, lo que es el objetivo de la asociación inicial. Nos juntamos para algo, con algún deseo, pero si todos hacemos lo mismo, al mismo tiempo, nos estorbamos, nos volvemos ineficaces. Necesitamos estar separados, hacer algo distinto, para mover un gran bloque de piedra juntos, levantar un edificio o criar a una niña en común. La distancia hace que nazca la posibilidad en ese hueco, la potencialidad; del mismo modo que surge el deseo de moverse al ritmo de una música común, e influir el cuerpo de la otra persona al bailar. Es inevitable fusionarse pero imprescindible deshacer la fusión para que haya movimiento, para que se dé algo que no somos ni tú ni yo, sino algo nuevo que surge de nosotros, de nosotras.