Kepa Arbizu
DUKE ELLINGTON, UNIVERSALIZANDO EL IDIOMA DEL JAZZ

Un trovador errante en constante compañía

Con motivo del cincuenta aniversario de su fallecimiento, concretamente sucedido el 24 de mayo de 1974, la editorial Libros del Kultrum ha decidido homenajear dicha onomástica editando «La música es mi amante», las memorias escritas por el genial compositor, instrumentista y director de orquesta que hizo de su trayectoria un mapa por los sonidos que enunciaron y revolucionaron la primera mitad del siglo XX.

Imagen del artista en 1925. Fotografías: Cedidas por Libros del Kultrum
Imagen del artista en 1925. Fotografías: Cedidas por Libros del Kultrum

Hay biografías musicales que encuentran en su calidad artística el elemento sobre el que sostenerse; otras, sin embargo, destacan por su extensión y la acumulación de material publicado. Solo unas pocas, aquellas que pertenecen a los más privilegiados, tienen la facultad de reunir bajo un mismo nombre ambas aptitudes. Tal es el caso de Duke Ellington que, pese a su evidente filiación al género del jazz, su obra se despliega a través de innumerables formulaciones, disciplinas y, sobre todo, reproduciéndose por medio de un torrencial caudal de piezas que, al mismo tiempo, sirven para encumbrar a su creador y encarnar la historia de la música -y sus protagonistas- que delimitó toda una época.

Una prolija trayectoria que fue trasladada, sucumbiendo a dicha propuesta en 1973 tras muchas reticencias previas, a un libro que ejerce de anárquica y locuaz autobiografía que, lejos de preocuparse por su ordenamiento cronológico, prioriza el elemento emocional para tejer aquellos episodios, mayoritariamente creativos, relevantes. Una plasmación trufada de reflexiones e incluso poesías propias que se transforma en un inabarcable catálogo, expuesto prácticamente como si de un diccionario de notorios autores se tratase, protagonizado por un repertorio de nombres que compartieron su tiempo y lugar. Porque tan importante a la hora de valorar convenientemente las extensas virtudes del norteamericano resulta observar los hallazgos que generó su inspiración como ponderar esa reseñable naturaleza, representada en la condición de factótum de su propia orquesta, para conjugar el bien colectivo con el brillo individual.

Duke Ellington en distintos momentos. Arriba, entre Paul Gonsalves (izquierda) y Harold Ashby (derecha), en Moscú en 1971. Abajo, con Billy Strayhorn (1959) y con W.C. Handy, el compositor de «St: Louis Blues» en una fotografía de Henry Delorval Green.

No fue Edward Kennedy Ellington (Washington D.C., 29 de abril de 1899 - 24 de mayo de 1974), al contrario de muchos coetáneos, sobre todo con los que compartía raza, uno de esos niños que nació rodeado de miseria. En su caso tuvo la suerte de contar con unos padres -no exentos de acumular retratos de esclavos en su álbum familiar- que, además de estar versados en el arte musical, le ofrecieron, gracias al trabajo de su progenitor como mayordomo en una residencia lujosa, una más que digna situación económica. Desahogos pecuniarios que permitieron concentrar los empeños parentales en ofrecer unos rectos modales a su vástago, aspecto determinante, sumado a la ocurrencia de su amigo Edgar McEntree por buscarle un noble apodo, para que fuera bautizado con el aristocrático apelativo de “Duke”.

Rectas enseñanzas que incluían, por supuesto, unos conocimientos musicales que intentaron inculcar desde pequeño y, aunque sus primeras pasiones eligieron el béisbol antes que escuchar las lecciones de la señorita Clinkscales, pronto, desde los primeros albores de su carrera, echaría en falta unos conocimientos técnicos que serían subsanados por el profesor Henry Lee Grant, quien le ayudaría a la hora de descifrar e interpretar partituras. Antes de ese refuerzo académico, las habilidades artísticas de un quinceañero Duke Ellington empezaron a despuntar en un contexto algo menos pulcro como eran los billares regentados por Frank Holiday, donde al sonido de las troneras y a los interminables parlamentos que expresaban los parroquianos, se le sumaba una alta población de artistas reunidos en aquel cubículo. Compartir noches de juegos y risas con pianistas como Louis Brown o Harvey Brooks significaron la primera aproximación directa a ese mundo, siendo entre todos ellos “Doc” Perry quien le tendiera una mano para ejercer de su particular cicerone. Un camino donde descubrir el manejo de las teclas de James P. Johnson se convertiría en su mayor afinidad a la hora de abrazar el estilo del ragtime, un género al que su dinámica y sincopada identidad le confería las cualidades idóneas para desarrollar el tipo de espectáculos, en torno a los bailes y las variedades, que demandaba una sociedad que por aquel entonces seguía instalada en plena I Guerra Mundial.

Duke Ellington con la primera banda del Cotton Club (1927).

Porque si algo tuvo claro el que llegaría a ser uno de los maestros del jazz, era que elegir el lugar y el momento correcto era importante, pero incluso todavía más lo era escoger la compañía adecuada. Un propósito que se volvió una de las virtudes que alentaron su todavía incipiente carrera, aprendiéndose a manejar con habilidad por los recovecos que le concedía la realidad. Consciente de la necesidad de no rechazar ningún trabajo, ofrecería sus servicios a través de un anuncio en el listín telefónico y traducía en halagüeña oportunidad cada sustitución a la que era requerido o celebraba la posibilidad de integrarse en cualquier espectáculo, por muy variopinto que este fuese, incluso viéndose en la tesitura de tener que tocar la guitarra.

Una paulatina proliferación en los escenarios que desembocaría de una manera natural en la formación de una primera banda, The Duke's Serenaders, por la que iban a pasar unos músicos como Otto Hardwick, Arthur Whetsel o Elmer Snowden, llamados a ser parte consustancial del ecosistema de Ellington. Un espacio siempre moldeable a las necesidades y sobre todo a la aspiración de expandir sus anhelos por configurar una propia identidad todavía sacudida por los continuos aprendizajes provenientes de sus compañeros y absorbiendo la entrada de nuevos ritmos, como escenificaba el advenimiento inminente del swing, un estilo que por su condición orquestal encajaba perfectamente en la idiosincrasia de su proyecto.

Ellington, al piano con su banda.

DESDE EL HARLEM SE VE EL CIELO

En esa cada vez más consistente determinación por ir ensanchando su radio de acción, la presencia de Sonny Greer, un excelente batería capaz de generar fascinación por el arsenal de instrumentos que acompañaba a su kit rítmico y de ejercer como experto lector de partituras, y la sensación de que el área de Washington se quedaba pequeño, fue decisiva para proporcionar la oportunidad para viajar a Nueva York acompañando a Wilber Sweatman, lo que representaba uno de esos trenes que no se deben dejar pasar, aunque su destino no sea el anhelado. Porque si el Harlem, de donde provenían casi todos los músicos que pasaban por su ciudad, era visto como el Edén, su primera estancia allí, más allá de los contactos y las fiestas a las que se presentaban, de las que el por aquel entonces bebedor empedernido que era Ellington disfrutaba, no consiguió aportarles mayor beneficio que poder compartir un perrito caliente entre varios. Unos famélicos bolsillos que le obligaban a regresar a su ciudad pero que no le apartaban la firme idea de que ese era el lugar desde el que quería ver germinar su carrera.

Y así iba a ser porque, aunque su nuevo intento parecía iniciarse bajo el mismo paso quebrado, ser consciente de la oportunidad que significaba Broadway a la hora de poder vender sus partituras espoleó su ánimo. A pesar de que no era un arte en el que fuera especialmente hábil, descubrió, al cumplir con creces el requerimiento de escribir una en escasamente media hora, la facilidad casi innata, a la postre una de sus características, para desarrollar una pasmosa facilidad en dicha tarea. No obstante, tardaría un tiempo igualmente ridículo en escribir algunos de sus títulos más emblemáticos en el futuro, como “Mood Indigo” o “Solitude”. De esa forma consiguió que varias de sus composiciones integraran “Chocolate Kiddies”, una revista estrenada en 1925 y que aspiraba a exportar la cultura afroamericana hasta Europa.

En ese progresivo asentamiento en la escena neoyorquina mucho tuvo que ver ser llamado para sustituir al pianista Willie “The Lion” Smith, uno de sus contactos y máximos valedores en aquel entonces, en uno de sus espectáculos. Un primer paso que le encaminaría hacia una ruta por históricos clubs. Un logro que, al margen de proporcionarles repercusión, se transformaba en quizás el momento en que quedaba prendida la semilla de su música en la historia del jazz.

Duke Ellington en 1969 con el trompetista Louis Armstrong en el Rainbow Grill de Nueva York.

Ocupar diversos escenarios consiguió que su formación, entonces bajo el nombre de The Washingtonians, lograra que las virtudes de sus instrumentistas, donde sobre todo llamaba la atención James “Bubber” Miley y su uso de la sordina en la trompeta que agregaba un tono dramático y tribal, se materializaran bajo una interpretación más visceral y salvaje, lo que sería bautizado como el “jungle style”, que extenderían primero por el Kentucky Club para alcanzar posteriormente las puertas del Cotton Club. Un ingreso en dicha sala que de nuevo fue consecuencia de una aleación entre la casualidad y el talento, ya que el responsable de evaluar el proceso de selección al que fueron sometidos todos los candidatos solo pudo acudir a la prueba ofrecida por Ellington y sus chicos. Eliminado por lo tanto cualquier rival, el puesto era suyo, el destino jugó a los dados con ellos y esta vez, como en tantas otras ocasiones, cayeron de su lado.

Recalar en el mítico y clasista local, casi tan histórico como pintoresco, ya que al mismo tiempo que era el epicentro de consumo de alcohol en plena Ley Seca exigía un comportamiento intachable por parte de sus visitantes, además de potenciar su fama les otorgaba el salvoconducto para que sus actuaciones fueran emitidas por la radio, un canal que les facilitaba el acceso a un tipo de público que de otra manera habrían tenido difícil llegar, por ejemplo al publicista Irving Mills, responsable directo de que a partir de ese momento entrara a los estudios de grabación para registrar su música. Discos que serían publicados a través de casi todos los sellos existentes y firmando cada uno de ellos con un nombre diferente. Un contexto imprescindible para conseguir exportar su nombre, hasta el punto de lograr cruzar por primera vez el océano para una exitosa gira por Londres y recibir el llamamiento desde Hollywood para participar en la película “Check and Double Check”. Un flirteo con el séptimo arte que más adelante se coronaría con la magistral banda sonora realizada para “Anatomía de un asesinato”, dirigida en 1959 por Otto Preminger, y con la no menos estimable confeccionada para “Paris Blues”, haciendo así de compañía musical a sus protagonistas, Paul Newman y Sidney Poitier.

En Leningrado.

MÁS ALLÁ DE LOS TRES MINUTOS

Igual que el arte audiovisual simboliza la traslación a imágenes del mundo de las ideas, hay una etapa en la obra de Ellington que atraviesa esa metafórica barrera de la producción de piezas cortas, con vocación de inmediatez, para desplegar un concepto mucho más complejo y que, en muchos casos, adoptó un evidente trazo reivindicativo. Una facultad que el pianista siempre rehuyó canalizarla de forma demasiado explícita, escogiendo una modalidad que aspiraba a encapsular en un formato ágil y divertido un trasfondo reflexivo. Una idiosincrasia que aglutinó la obra, escrita por múltiples guionistas, “Jump for Joy”, estrenada en 1941 en el Mayan Theater de Los Ángeles. Aunque su pretensión consistía en llegar a ser representada en Broadway, la meca del musical todavía no estaba preparada para recibir una historia que trataba de derribar a golpe de ácida ironía los diversos estereotipos que acompañaban a la población afroamericana. Un libreto que, pese a ser cincelado con especial miramiento para evitar las grandes polémicas, no consiguió esquivar las amenazas de muerte dirigidas a parte de su elenco. Demostración por otra parte de que no estábamos solo ante uno de los momentos trascendentes en la trayectoria de su autor, sino de la propia cultura estadounidense, valor que supieron recoger algunos reputados admiradores de su contenido como Charles Chaplin y Orson Welles.

Vista la elogiosa repercusión que generó dicho episodio, durante los siguientes años el Carnige Hall se convertiría en el hogar estable para la representación de espectáculos escritos expresamente para ser ofrecidos en dicho enclave. Una nómina de títulos a la que pertenecían “Black, Brown, and Beige”, dividida en tres actos y que pretendía recuperar la historia afroamericana para ponerla en valor y considerarla consustancial a la identidad estadounidense; “The Deep South Suite”, que abordaba la situación racial en el Sur durante los años cuarenta y anteriores, e incluso llegó a acoger la petición del Gobierno de Liberia para celebrar su centenario como Estado, materializada en “Liberian Suite”, que destacaba la labor en ese proceso de emancipación de los esclavos americanos liberados. Pese a no tratarse de obras que ocupen un lugar especialmente destacado en el currículum de Ellington, a pesar de su valor a la hora de subvertir etiquetas, alcanzan su entidad por la osadía que refleja su contenido respecto a los valores imperantes en aquella época.

Duke Ellington durante un baile en Múnich.

LA ARISTOCRACIA DEL JAZZ

No se pueden cuantificar los hallazgos y virtudes del compositor norteamericano sin tener en cuenta la aportación, que abarca mucho más allá de lo instrumental, entregada por el extenso muestrario de músicos que le rodearon a la hora de configurar el colorido sonoro de sus diversas formaciones. Una retroalimentación, entre director y banda, que solo era posible gracias a que su batuta, simbólica en casi todos los momentos, no era tanto una vara de mando sino una mano tendida -con determinación, eso sí- para convencer de las bondades escondidas tras ese camino común. Destino final en el que mucho tuvieron que ver aquellos nombres que completaban la lista de créditos de sus grabaciones o actuaciones. Probablemente entre todos ellos el que más significación adquirió fue Billy Strayhorn, acogido desde un inicio en su casa y al que sus cualidades como letrista y a la hora de aportar unos esplendorosos arreglos a las canciones le convirtió en la extensión y complemento perfecto, no solo en lo artístico, del pianista.

Aunque quizás sin esa implicación personal y anímica, no por ello fueron menos decisivos a la hora de conformar esa identidad grupal, siempre en constante reformulación, otros miembros que de una forma u otra hicieron de su singular huella parte de un majestuoso trayecto compartido. Paul Gonsalves, más allá de encontrar un sitio en la historia por su exuberante solo de saxofón en la pieza “Diminuendo and Crescendo in Blue”, supuso un revulsivo en la década de los cincuenta en la carrera de Ellington. Encargado del mismo instrumento, Johnny Hodges fue probablemente quien encarnó de manera más exacta en primera persona el modo en que muchas de las piezas estaban destinadas para el lucimiento de sus integrantes, espacio que no desaprovechó para recibir los máximos halagos en su labor. Una situación muy parecida a la de Ivie Anderson, quien fue la primera vocalista fija de la formación y la encargada de poner la vitola de melodías eternas a temas como “Solitude”, “Mood Indigo” o “Stormy Weather”.

Aunque más esporádicas, las confluencias con otros artistas desvelan la capacidad de buscar aliados por parte del pianista como el pronto magnetismo que su figura despertaba a la hora de seducir a sus coetáneos. Seguir la huella a lo largo de su prolija producción es adentrarse en el más suculento dietario del jazz. Mientras que ilustres “crooners” como Frank Sinatra, Tony Benney o Ella Fitzgerald no dudaban en acercarse a su banda para sentir su cobijo, instrumentistas que figuran como los más destacados en su disciplina, llámense Louis Armstrong, Sidney Bechet, Coleman Hawkins, Charles Mingus o Dizzie Gillespie querían, aunque fuera por un momento, ser parte de su troupe.

Unas colaboraciones que tomarían dirección de ida y vuelta en muchos casos, en otra muestra de su habilidad para hacer de cualquier lugar ajeno el suyo propio y de ofrecer una agradable acogida a quien se acercara hasta él, a la hora de intercambiar los papeles con colegas directores, interacción personalizada en los ejemplos de Max Roach o Count Basie.

INTERNACIONALIZANDO EL JAZZ

Duke Ellington nunca estuvo dispuesto a confiar absolutamente en el paso del tiempo como juez exclusivo de su talento, y no dudó en intentar propagarlo en el presente de la mejor manera que sabía, a través de los escenarios. Unas tablas que pisó a lo largo de todo el mundo, desde localizaciones más emblemáticas, como París o Londres, a otros destinos mucho más pintorescos o menos habituales para servir de parada a las giras de la época, como eran Latinoamérica, Oriente o la URSS. Destinos que, como desvela la prioridad que tienen los diarios de viaje en su autobiografía, no significaban únicamente escalas donde descargar su talento, sino nuevos paisajes de los que aprender y embeberse de su cultura y tradiciones.

Mantener viva una banda durante más de medio siglo, enfrentándose incluso al peso de las modas y a los condicionantes sociales, significa necesariamente atravesar por diferentes estadios musicales. Duke Ellington cruzó todo tipo de fronteras para sacar a las “big bands” de sus límites, llegando incluso a realizar obras sacras interpretadas en iglesias, y convertirlas en toda una Torre de Babel de influencias y ritmos que, sin embargo, nunca estuvo supeditada al castigo de no entenderse, sino al contrario, fue bendecida con el don de desplegar un idioma propio que solo los genios están capacitados para conjugar pero que tiene el poder de emocionar a todo aquel que lo escucha.