El alza de las marcas blancas, ¿inflación, información o profecía de Lipovetsky?
En Euskal Herria, empujada por el proceso de inflación que se produjo tras la pandemia, ha aumentado sustancialmente el consumo de marcas blancas, colocándose por encima de la media Europea. La respuesta a esta transformación se encuentra en la economía, pero también en las pautas de consumo de una sociedad obsesionada por la apariencia.
El consumo de marcas blancas en alimentación se ha disparado tras la pandemia. En el conjunto del Estado, los productos básicos han trepado hasta suponer el 43% del gasto en la cesta de la compra, una cota muy por encima de la media europea, según los datos de Kantar Media. A nadie se le escapa que ha existido un detonante claro, el proceso de inflación galopante que arrancó tras los confinamientos y cuyo pico se alcanzó en verano de 2022, con subidas interanuales de IPC del 10,51% (para el conjunto de Araba, Gipuzkoa y Bizkaia en julio) o del 11,35% (Nafarroa, mismo mes). Pero quizá el alza de los precios solo supuso un acelerón a un proceso más de fondo.
El encarecimiento de la cesta de la compra se cebó en los alimentos básicos. En los espaguetis, en los huevos, en las patatas. En tres años, algunos de estos productos registraron subidas del 38%. Se habló de especulación -y hubo quien especuló- sumada a factores a nivel mundial, como la guerra en Ucrania, que dejó vacíos los silos de trigo y secó los molinos de las fábricas de piensos, transmitiendo el encarecimiento a pollos, cerdos y terneros. O la sequía en los olivares de Andalucía -la mayor exportadora del mundo- que no les dejó florecer, haciendo que se triplicara el precio de los aceites vírgenes y refinados. O la crisis de los contenedores que estranguló las cadenas de suministro marítimo entre Europa y Asia (o entre Asia y el resto del mundo, más bien).
El Estado español, actuando sobre el macro, y en respuesta a la alarma social generada por el alza de precios (también de la luz y el del gas), redujo o eliminó los impuestos de alimentos básicos, pero la primera ficha del dominó había caído ya. En cada casa, las familias buscaron el modo de reducir el peso que suponían los productos de consumo imprescindibles con costes desbocados, moviéndose de las marcas tradicionales y mostrando un mayor interés por estas ‘marcas blancas’, aquellas que comercializa el mismo distribuidor -el propio supermercado-, lo que le permite ajustar los costes.
Este movimiento fue más intenso en el Estado español que en otros países del entorno. Un 48,3% de las ventas totales de valor en los supermercados corresponde con las marcas blancas, lo que supone un 9,3% más que la media europea.
Rubén Sánchez, el portavoz de la asociación de consumidores Facua, apunta como factor fundamental de esta diferencia con respecto a otros países del entorno la presencia de Mercadona, el supermercado con mayor cuota de mercado (36,8%), cuyo negocio se focaliza en su marca blanca. El suyo es un modelo similar al de otras cadenas internacionales como Aldi (2,4% de cuota de mercado) o Lidl (8,4%), en cuyos estantes apenas hay variedad de opciones por cada producto en favor de una mayor presencia de las marcas creadas por ellos mismos.
«Una marca blanca no implica una peor calidad, simplemente es la marca de la tienda. Igual de maravillosa para la salud es la Coca-Cola que el refresco de cola que distribuye el supermercado y que coloca justo al lado», asegura el portavoz de la asociación de consumidores.
Las marcas blancas pueden conseguir precios algo más bajos, gracias la eliminación de costes de distribución, junto a las economías de escala. El fundamento es realmente simple. Un proveedor puede garantizarse el mismo beneficio ganando la mitad por cada unidad de producto si su comprador le compra el doble de unidades.
No es una opción exenta de riesgos para ese proveedor, según Sánchez, quien sostiene que las cadenas de distribución de alimentos son muy pocas y funcionan como oligopolio, de modo y manera que el productor, a cambio de ese compromiso de compra del grueso de la mercancía, puede acabar atado de pies y manos.
Que los costes puedan reducirse no significa necesariamente que el beneficiario sea el consumidor. Facua sostiene que la reacción de muchos supermercados a este cambio en los patrones del consumo fue un aumento de precios de sus propias marcas blancas, cifrando este aumento de precios hasta un 30%. Esta asociación, además, denuncia «prácticas oligopolísticas» en estas subidas.
Sánchez asegura que las grandes cadenas no hacen guerras de precios en ciertos alimentos referenciales -como la leche o los huevos-, que son los que el comprador tiende a tener en cuenta para hacerse una idea para todos los demás. «Si un consumidor ve el precio de la leche semidesnatada más barato que en otros supermercados, extrapola y piensa que toda la tienda es más barata. Y, justamente, en Facua hemos detectado precios idénticos en todas las cadenas para leche semidesnatada y productos análogos. Por eso denunciamos que existe un pacto de no agresión que es contrario a la Ley de la Competencia», denuncia Sánchez.
CAMBIO DE PRIORIDADES
No todo lo explica la inflación. La escalada del coste no es capaz de dar una respuesta completa, redonda, al fenómeno actual. A fin de cuentas, las marcas blancas llevan cuatro décadas en los estantes del supermercado y crisis ha habido otras, muchas de las cuáles todavía más fuertes que el pico inflacionista de 2022.
Eroski fue la cadena pionera en este modelo de comercialización en el año 1978, cuando creó la primera marca blanca en el conjunto del Estado. En este tiempo, las marcas blancas se han adaptado y sofisticado en extremo. Ya no son necesariamente las más baratas del lineal y tampoco hay una única marca blanca por cada supermercado, sino varias y variopintas. Hay marcas blancas para productos gourmet o adaptadas a un determinado cliente: al que quiere alimentos bajos en calorías, al celiaco que no tolera el gluten, al que no consume productos de origen animal.
Para hacerse una idea, en la documentación remitida por Eroski a 7K para este reportaje, el grupo asegura que en 2023 ha «incorporado 441 referencias de marca propia, un 38% más de nuevos lanzamientos con respecto al año anterior».
El dato sirve para ilustrar también que, además de los supermercados que se lo juegan todo a su marca blanca, los que manejan más variedad de productos también han ido apartando las marcas tradicionales para así dar más espacio a los productos que ellos mismos distribuyen.
«El peso total de las ventas de marca propia durante este año supera el 36%. La tendencia hacia el aumento de la participación de la marca propia es clara», corroboran desde su departamento de Comunicación de Eroski.
De este modo, lo que en un principio pudo deberse a una reacción del consumidor al proceso inflacionista, hoy parece haberse consolidado.
Cuando ahora alguien acude a un supermercado en busca de un determinado producto, es más sencillo que opte por la marca blanca, simplemente, porque la presencia de este tipo de productos en los estantes y los expositores ya es sustancialmente mayor que antes de la pandemia.
Ahora bien, ¿realmente la gente no tenía dinero como para mantener sus costumbres a la hora de alimentarse y por eso huyó hacia las marcas blancas? ¿Se debe esta pujanza de las marcas blancas únicamente a la parte de la sociedad que más atenazada está para llegar a fin de mes? Muy probablemente, no.
El gasto que destina una persona a productos básicos de la cesta de la compra, aquellos que pueden ser sustituidos por marcas del distribuidor asumiendo que estas son más baratas, viene a estar entre un 11% y un 13% de sus ganancias mensuales, según estudios como el presentado por Picodi en 2023 (que lo situaba en el 11,3%).
El problema llega porque existen otras facturas a final de mes: el coste de la vivienda (sea en alquiler o en forma de hipoteca), el de la luz, el gas, el coche, el seguro, internet y -aquí llega por fin la clave- el ocio, que no es que haya subido, sino que ahora resulta mucho más atractivo.
Ernesto Manuel Pérez, profesor de Sociología del Consumo de la Universidad Pública de Navarra, defiende que la población «cada vez es más reticente a destinar rentas a productos de consumo». Ahora, más que nunca, la gente prefiere dedicar sus ganancias al ocio, al disfrute de experiencias únicas, dado que estas han adquirido una función social mucho mayor.
No son los que más justos llegan a fin de mes los que han abandonado las marcas tradicionales hacia productos más baratos, sino el conjunto de los consumidores. «La gente, progresivamente, gasta cada vez más dinero en experiencias», sentencia Pérez.
El ejemplo de la rana en una perola llena de agua, quizá sea manido, pero pertinente. Si el agua se calienta progresivamente, poco a poco, hasta hervir, la rana acabará muerta, cociéndose en la olla. Por contra, si el calentamiento del agua es repentino, a fuego fuerte, la rana lo notará, saltará y se salvará.
Al desbocarse la inflación, la rana (los consumidores) saltaron. A la par que una búsqueda de refugio para su capacidad de ahorro en productos básicos más económicos, en los años 2022 y 2023 se registró una caída importante de las compras por internet. Ambos indicadores fueron síntomas de que la sociedad había abandonado la comodidad de una compra indolente desde el sofá y había pasado por un proceso de comparación de precios y reflexión sobre sus gastos.
Tras ese proceso, el conjunto de los consumidores decidió recortar cuanto pudo en los productos básicos, unos forzados por la necesidad, otros porque prefirieron mantener o ampliar su gasto en experiencias, y los terceros, por ambas cosas. Así, lo que en un momento pudo ser una reacción a un momento de inflación coyuntural, evidenció una transformación estructural O, dicho de otra forma, la inflación ha acelerado un proceso de cambio en el consumo que se venía detectando tiempo atrás.
El sociólogo francés Gilles Lipovetsky, en 2015, cayó en la cuenta de lo que estaba sucediendo y teorizó sobre la sociedad del «hiperconsumo» actual. Lipovetsky parte de la idea de que el consumo de bienes de todo tipo que una persona realiza no tiene únicamente que ver con sus necesidades, sino que este consumo también se realiza para ostentar. Tal finalidad secundaria se aprecia claramente en la ropa, donde las marcas se preocupan muy mucho de dejar bien visible su logo para que definir el estatus de la persona que las viste. La ropa no es simplemente una prenda de abrigo.
Lo que ocurre es que una sociedad hiperconectada como la actual se ha vuelto también hiperostentosa. Y en esa transformación, las marcas de alimentación llevan las de perder. «Los alimentos y los productos que se consumen en el espacio privado no conllevan posicionamiento social, por lo que una sociedad cada vez más preocupada por este aspecto va a resistirse cada vez más a destinar parte de su renta a ellos», sostiene el profesor de la UPNA, siguiendo las teorías de Lipovetsky.
Si bien la ropa puede servir como ejemplo de cómo el consumo se usa para ostentar un determinado estatus social, lo cierto es que se queda algo anticuado. Las redes sociales han hecho que la socialización tenga una dimensión digital que se rige por normas distintas. La ostentación ya no se limita a llevar unas zapatillas de un determinado precio. El consumo de experiencias únicas ahora puede ser difundido a través de ‘selfies’, estados en Whatsapp... con un fin de posicionamiento social, para dar un mensaje sobre gustos, aficiones y estatus económico.
Las fotos, los ‘reels’ de Instagram, las manos que empuñan móviles y asoman por encima del horizonte de cabezas en un concierto para dar cuenta de que sus dueños estuvieron allí -aunque no necesariamente bailaran-, permiten que la inversión económica en experiencias tenga un rendimiento social. Por eso, la tijera de la actual sociedad hiperconectada se focaliza en la cesta de la compra, en el consumo que nadie ve, mientras que las entradas para un concierto de música en vivo vuelan en cuestión de horas, porque el consumidor de hoy ve en ellos un incentivo mayor. El consumo que no se exhibe se percibe como gasto inútil, superfluo y hasta mohíno, frente al consumo experiencial que demuestra a los demás las ganas de vivir de quien lo practica, cuando no su triunfo en la vida.
CONCIENCIACIÓN E INFORMACIÓN
Vista la inflación como detonante y el cambio en las preferencias de consumo, queda por analizar un tercer fenómeno: la propia evolución de las propias marcas blancas. Las marcas del distribuidor han ido adaptándose a los tiempos y lo han hecho de forma paralela a las mejoras en la información que se tiene de los propios productos gracias a sucesivas leyes sobre transparencia y la trazabilidad. Las mejoras en el etiquetado de los productos permiten un análisis mucho más correcto por parte del comprador.
La búsqueda de un producto mejor, más sano, más saludable ya no se desprende del contenido publicitario, sino que basta con darle la vuelta al paquete y comparar la cantidad de azúcares, la ausencia de la grasa de palma y la cantidad de conservantes. Al mismo tiempo, las informaciones en el dorso de los envases permiten verificar si las alubias se recolectaron en Tolosa o en Argentina.
Los etiquetados de marca han dejado paso así a la aparición de sellos estandarizados que garantizan determinado nivel de bienestar animal, que informan de si la gallina estuvo en una jaula o picoteó gusanos en el suelo, nutri-scores que puntúan lo saludables que son, ‘labels’ y sellos de origen, certificados de que el envase tiene determinado nivel de plástico reciclado, certezas sobre la procedencia de comercio justo... Informaciones que responden a criterios objetivos y que han vuelto caducos los modelos publicitarios tradicionales de las marcas, que pagaban a un famoso por vincular su imagen al producto a cambio de dinero.
No cabe olvidar, tampoco, que las marcas blancas son espejos de la filosofía y el compromiso del propio supermercado. Eroski, por ejemplo, inició un proceso de ecodiseño en 2018 para lograr envases 100% reciclables de su propia marca con objeto de reducir un 20% las toneladas de plástico que comercializan. O decidió que el sello de bienestar animal debía estar en todas sus carnes y en envases de leche que llevan su propia marca.
De esta forma, el comprador realmente preocupado por buscar productos de kilómetro cero, más sanos o más comprometidos con su ideario -ese que puede estar dispuesto a pagar algo más, aunque su ocio se resienta- no necesariamente va a caer en la marca tradicional, sino que puede recurrir a la marca blanca adaptada a sus gustos (bio, veggie, gourmet…). O incluso salirse del comercio tradicional hacia otras vías de adquisición, como la compra directa al productor.
Si luego sube una foto del caserío donde ha comprado el queso a Instagram, eso ya es cosa suya.