Entorsis de una buena racha
Las dinámicas positivas, las rachas de viento a favor, son como el santo grial para un equipo de fútbol: no se cree en ellas hasta que uno no las ve con sus propios ojos, y cuando pasan resulta casi imposible reconstruir como se llegó hasta ese estado zen en el que un remate con la oreja acaba entrando por la escuadra. Resulta imprescindible que la inspiración te pille trabajando, pero el esfuerzo y la entrega son tan solo dos de los ingredientes de una receta infinitamente más compleja, en la que los mismos componentes aportados en las mismas dosis pueden dar resultados diversos. Las rachas son inestables, sensibles a cualquier cambio inesperado, por trivial que pueda parecer.
Una vez alcanzado el nirvana futbolístico, y aun a sabiendas de que solo conoce una parte de la fórmula, el entrenador vive entregado a la misión de estirar el chicle lo máximo posible, a imagen y semejanza de un alquimista que hubiera encontrado un nuevo prodigio sin saber muy bien cómo lo ha conseguido. Desde su despacho o el banquillo, el entrenador convive con el éxito como una amenaza latente, plenamente consciente de que, en algún momento, por acción u omisión, lo estropeará todo con alguna decisión que destruya el delicado equilibrio que hace funcionar una maquinaria tan pesada sobre un alambre tan fino. La soledad del entrenador se sustancia en que es corresponsable de los éxitos de su equipo en un pequeño porcentaje, y responsable de sus fracasos en modo casi absoluto.
Ernesto Valverde asumió la teórica superioridad del Sevilla como cierta, y trató de resguardar el medio campo de las vertiginosas transiciones del equipo hispalense. Iker Muniain volvió a la banda, y el equipo a un pasado en blanco y negro. En dos minutos la fórmula de la coca cola rojiblanca se convirtió en chapapote, un vertido de mal fútbol que nos hizo recordar algo tan sencillo como elemental: que el santo grial no existe.