La papeleta de los plebeyos
La desorientación en tiempos de crisis agita los vientos en direcciones inesperadas. Las situaciones colectivas, personales, condicionan el rumbo del barco a las inclemencias del tiempo y dejan poco espacio a las maniobras previamente diseñadas. Hay que ser audaz sin perder el norte. Hay que desbrozar la paja del trigo. Y recordar que lo de la estrella de los Reyes de Oriente siguiendo a una fugaz, literaria o bíblica, no deja de ser una fábula. Dirigida a los ingenuos. En medio de las tormentas, los faros en la lejanía son, en la mayoría de las ocasiones, espejismos aguzados por la necesidad.
El filosofo Lao Tse nos legó una frase, hace un par de milenios, que la hemos utilizado en casa repetidamente. De manera involuntaria. Dijo: «para hacer un viaje de 10.000 kilómetros, hay que dar el primer paso». No quiero balancearme en dichos, sino en hechos y por eso añadiría que para ese viaje ya dimos el primer paso hace al menos medio siglo. Los de memoria ágil me corregirán, con razón, apuntando que probablemente muchos más.
Hace unos años, la izquierda abertzale debatía dos cuestiones de calado, la del nuevo ciclo y la del ciclo largo. Las conclusiones fueron obvias. Pero por razones de inquietud, la del nuevo ciclo pareció anclarse en el inconsciente colectivo como si se tratara de un «ciclo corto». Y esa posibilidad, al margen de que llegue ese acontecimiento extraordinario del que tantas líneas ha escrito Zizeck, lo de acertar con el momento adecuado en el lugar oportuno, no se divisa en el horizonte más cercano. Estamos en el camino, en nuestra vía. Siguiendo la metáfora de Lao Tse, es probable que estemos más cerca de la meta que hace unos años, pero tampoco hay constancia de ello, por la ausencia de metas volantes. La evidencia, sin embargo, constata que no hemos retrocedido. Al menos, el camino está trazado.
Gracchus Babeuf dictó un hermosísimo manifiesto que sirvió de debate para las elites políticas surgidas de la Revolución francesa. Acusó a algunos de sus compañeros de apropiarse de la Revolución, de hacerse ricos a costa de la extensión de la pobreza, de no cumplir sus proclamas y de engañar al pueblo. Babeuf fue guillotinado por el Estado francés.
Aquel texto recibió el nombre del Manifiesto de los Plebeyos: «Nos han obligado a escribir un pequeño volumen para probar que no era un crimen hablar del restablecimiento de la democracia, y que no era indiscreción hablar de ese restablecimiento en el presente. Llega el momento de dar cabida a los hechos. Es hora de hablar de la democracia misma; de definir lo que nosotros entendemos por tal; y lo que queremos que nos proporcione; de concertar, en fin, con todo el pueblo, los medios de fundarla y mantenerla». Letras presentes.
Aquí, en Euskal Herria, hay un pueblo que trabaja y una minoría ociosa como la ha habido en otros momentos históricos. Esa mayoría popular tiene necesidades que exigen múltiples respuestas en la actualidad y que no vienen explicadas en los textos clásicos, ni en los manuales revolucionarios. Una de ellas es la de desalojar a la aristocracia e impedir que vuelva allá donde ya fue derrocada.
Desalojarles para desmontar el entramado normativo y legal que les otorga todos los poderes y sus relaciones, desde el ayuntamiento al parlamento. Las aristocracias han conseguido el completo dominio del capital sobre la mayoría social plebeya y sobre la naturaleza (amalurra).
El quebrar la lógica de la globalización económica y del impulso aristocrático-neoliberal se apoya en gestos simples como los practicados en las urnas en Bolivia o Uruguay, al otro lado del Atlántico, o en Grecia, Escocia e Irlanda a este lado del mar. Hay que contestar en el nivel local frente al plan global, responder a escala nacional y recuperar la soberanía arrebatada, recobrar el derecho a decidir, en lo nacional y en lo social, rescatar el control de nuestras vidas y de nuestro entorno.
Hemos sido capaces de armar realmente, y no en sueños, un sujeto que ya existía a través de su cohesión con millares de micro-historias, a las que apenas damos importancia por su naturalidad. Y si miramos a nuestro alrededor con detenimiento observaremos que en su génesis estas micro-historias tienen un valor original e incalculable. Y han sido, en esa naturalidad, el corazón de nuestra comunidad.
Hemos asentado en nuestro ADN una serie de valores que no existían en los estadios previos al aporte ideológico y humano de la izquierda abertzale y que han logrado contaminar, con mayor o menor intensidad, al sujeto de nuestro proyecto, al pueblo vasco, a la ciudadanía de nuestro país, por utilizar un término al uso contemporáneo.
Y ese ribonucleico, por transmisión genética y cultural, se deposita en generaciones. No nacimos de la nada. Por nuestras venas corrían glóbulos libertarios, de cambio, generados por el peso y el sudor de quienes nos precedieron. Compromisos gigantescos, de vida y de muerte, que salpicaron de orgullo las fechas del calendario pasado y futuro.
Euskal Herria se encierra en un perímetro extenso, en un territorio, abrasado por el desarrollismo irreflexivo, perdonen la redundancia. Guarda tesoros naturales y antinaturales, palacios y chabolas. Poco importan si la medida no la damos nosotras y nosotros, actores de la vida, inductores de la igualdad, escritores de la decencia.
Hombres y mujeres a los que jamás conoceré en su verdadera extensión, que han dado a este país el orgullo de reconocerse en el espejo de la lucha. Que nos han ubicado en el mundo a través de la seriedad, el compromiso, la solidaridad y todos esos valores que ya circulan en el ADN que relataba unos párrafos anteriores.
Ellas y ellos indujeron un independentismo que no es ni burgués, ni conservador. Un independentismo que no es ni de postal, ni comodín en Aberri Eguna. El mismo que no tiene ni intereses, ni negocios en marcos agotados que nos siguen amarrando a España como la bola al tobillo del prisionero. Ese independentismo sociológico de sentimiento y lucha necesita sumar nuevos independentistas para que aquel sueño que un día parecía imposible se haga plausible.
Un independentismo remodelado cuyo objetivo es la rebelión democrática, que necesita de apoyos fuertes y firmes para poner a este país en la vía adecuada, la de la transgresión política para alcanzar la soberanía, para el definitivo «Bye bye Spain». Ese sentimiento independentista tiene que unirse a la necesidad, como el eslogan al programa, como el corto plazo, al medio y al largo. Hace falta que una nueva suma de intereses haga verdaderamente hegemónico al independentismo y ese camino continúa mañana en las urnas.
Somos los plebeyos de la antigua Roma, irreconocible para la aristocracia tanto de izquierda como de derecha, desdeñada por las corrientes tanto conservadoras como innovadoras del centralismo que siempre han hecho causa común en aquella máxima calvosoteliana de «antes una España roja que rota».
Nosotros, plebeyos vascos, hemos dado mayor valor a la praxis que a la teoría. Tiene sus contradicciones, sobre todo cuando los hechos apenas encuentran previamente un sustrato ideológico. Pero ello nos ha hecho avanzar. Y creo, es mi humilde opinión, fuertes.
Mañana quiero compartir, a pesar de no tener esas respuestas redondas que yo también necesito, de desconocer los metros o kilómetros que faltan para ese nuestro primer objetivo (nunca habrá uno final, les aseguro), con otros de nosotros, con otras de nosotras, ese espacio que en esta ocasión es electoral.
Este domingo, la papeleta de voto plebeyo no puede perder de vista a sus enemigos fundamentales, la aristocracia, ni puede hacer el caldo a reyezuelos locales a su servicio. Mañana, los plebeyos vascos tenemos que poner las papeletas a nuestro propio servicio y al de nuestro país. Lo que permitirá seguir avanzando por esa vereda que, a pesar de obstáculos, sigue siendo transitable.