Mirentxin sigue conduciendo también en vacaciones
Si algo eleva la categoría humana de la generosidad es que emane del desinterés personal y el anonimato. Nuestro pueblo siempre ha admirado de manera particular a esas personas que sin pedir nada a cambio aportan su disposición y lo que esté en sus manos para cumplir con un deber o cubrir una necesidad de alguien que precisa ayuda.
La generosidad así entendida siempre cuenta, de una y otra forma, con el reconocimiento general. Si bien esto es así, y en especial en un pueblo agradecido y solidario como el nuestro, los reconocimientos se suelen enfocar hacia las grandes causas o las entregas más extremas, y no tanto hacia esos otros cuya labor se desarrolla en terrenos más humildes y silenciosos pero no por ello menos dignos de homenaje.
Euskal Herria ha tenido siempre tan alto el listón de la lucha y la entrega por la libertad que de manera un tanto injusta se nos pasan desapercibidas expresiones de generosidad que, aunque carezcan de la trascendencia pública de otras, llevan a cabo una función de asistencia y solidaridad digna de encomio.
La puesta en marcha de la política penitenciaria de dispersión hace ya más de 25 años provocó la eclosión de nuevas expresiones de solidaridad con los prisioneros políticos. Alejados a cientos de kilómetros de Euskal Herria y repartidos por todas las cárceles, el derecho a la visita se convirtió en un castigo para sus familiares y amigos y una carga económica muy difícil de afrontar, en muchos casos imposible.
La pretensión de quienes diseñaron y perpetraron –y perpetran– la infamia de la dispersión fue –es–, precisamente, hacer añicos, por la vía de la distancia y el aislamiento, los vínculos de los prisioneros con sus seres queridos. Quisieron cortar el cordón umbilical que les unía a los suyos para, así, romperlos como personas, asfixiarlos como militantes políticos, humillarlos como prisioneros y hasta fracturar sus familias.
Como otras tantas veces a lo largo de nuestra historia, fue la solidaridad general y la generosidad particular de muchos lo que ha convertido la estrategia penitenciaria española en el fracaso más espectacular y a la par vergonzante de todas las maniobras llevadas a cabo contra el independentismo vasco.
Cuando se tengan que envainar su política penitenciaria, será el éxito de la lucha y la generosidad de tantos miles y miles de personas que a lo largo de años y más años han permanecido al lado de los prisioneros y sus familias, haciendo frente a semejante indignidad con uno de los grandes valores de nuestra sociedad: solidaridad.
Llegará ese día, no lo dudo. El día de celebraciones y agradecimientos a toda la solidaridad anónima sostenida durante lustros para más vergüenza de España y Francia.
Pero mientras llega, no está de más adelantar un agradecimiento particular a ese grupo de conductores voluntarios que semana tras semana entregan su tiempo libre a hacer posible que familiares y amigos puedan alcanzar las cárceles para visitar a nuestros prisioneros políticos.
Como si cada fin de semana hubiera que ir a la luna para ver durante un rato a los prisioneros dispersados, los conductores de Mirentxin queman en las furgonetas kilómetros de asfalto a modo de distribuidores de cariño, apoyo y empatía humana.
Estos voluntarios de la solidaridad, jóvenes que renuncian a su fin de semana para llevar hasta las cárceles a familiares y amigos, hacen posible en muchos casos algo que de otra manera no estaría al alcance de todos los allegados.
Con su desinteresada generosidad colaboran a frustrar la ignominia de la dispersión penitenciaria. Son una patada irreverente al muro de España y Francia; un muro coronado de espinas que mantiene encerrados a nuestros prisioneros políticos y a la voluntad de la sociedad vasca, privada de su palabra soberana, de su porvenir.
Todo el que ha pasado por la prisión o permanece aún en ella sabe lo que significa en la opresiva rutina carcelaria la comunicación con familiares y amigos. Desde los míseros cuarenta minutos de un locutorio hasta el algo más prolongado vis a vis con los seres queridos son los momentos más fascinantes de la semana o el mes; el hermoso fragmento de tiempo en el que el mundo del prisionero y el exterior se sincronizan.
Una sonrisa, una mano contra el cristal que quisiera atravesar, un abrazo aguardado largo tiempo son gestos que pueden parecer insignificantes pero que en el contexto de una cárcel adquieren una trascendencia especial. De ahí que el odio del Estado pusiera bien lejos a nuestros prisioneros. Que se empecine aún en mantenerlos allá es una evidente expresión de su carácter vengativo y ciego frente a la realidad.
Todo lo que sea hacer que nuestros prisioneros se sientan más cerca de los suyos y de su sociedad no sólo es manifestación de afecto y solidaridad, sino también un espacio más de lucha contra los estados que los mantienen encerrados y en pro de la libertad de Euskal Herria. No olvidemos que si están encarcelados es por la lucha en favor de la recuperación de la soberanía de nuestra nación.
Mirentxin cumple esa fabulosa labor de llevar a las familias y amigos hasta las prisiones haciendo posible el derecho a la comunicación, algo contra lo que atenta gravemente la estrategia penitenciaria. Son la representación de toda esa generosidad anónima que hace posible el encuentro de amigos, aunque sea con un cristal entre medio, el abrazo cariñoso de madres, padres, hermanos y hermanas, hijos o el beso deseado de compañeros.
Decimos Mirentxin y nos referimos también a los demás organismos y personas particulares que siempre están al lado de los prisioneros y sus familias para ayudarlas en lo que necesiten; solidarios incombustibles permanentemente dispuestos a echar una mano en lo que fuere para colaborar con familiares y allegados y dar al traste con los objetivos de la dispersión.
Gracias a todos ellos, al compromiso de la sociedad vasca, los militantes políticos encarcelados nunca han estado solos o al margen de su pueblo, sean cuales hayan sido las circunstancias.
Mirentxin nos lleva a las cárceles a visitar a nuestros prisioneros, sí, pero de lo que se trata es de traerlos primero a Euskal Herria y luego a casa. Porque si Mirentxin nos lleva a ellos, nosotros tenemos que traerlos.
Que ya no sea más necesaria la generosidad de los conductores voluntarios es algo que está en nosotros, en nuestra lucha por los prisioneros políticos, en nuestro firme compromiso de convertir la dispersión penitenciaria en una página abominable más de los estados que ocupan Euskal Herria, del mismo capítulo infame en el que hay inscritos otros.
Mientras tanto, y mientras renovamos el compromiso de solidaridad y lucha por nuestras prisioneros políticos, los conductores voluntarios de Mirentxin merecen el más profundo agradecimiento por parte de todos. Eskerrik asko bihotz-bihotzez!