Mikel ZUBIMENDI

EEUU da luz verde a la extradición de uno de «nuestros hijos de puta»

En un paso que rompe con lo que hasta ahora era considerado como doctrina de Seguridad Nacional, a saber, dar refugio a sus peones que cometieron matanzas en las luchas contrainsurgentes, EEUU va a extraditar al Estado español a uno de los responsables de las muertes de los jesuitas vascos Ignacio Ellacuría y Juan Ramón Moreno.

La famosa frase «sí, es un hijo de puta, pero es nuestro hijo de puta» referida a Tacho Somoza, patriarca de la dinastía más sangrienta de la historia de Nicaragua, se le atribuye al presidente Franklin Delano Roosevelt y luego fue copiada por el ex Secretario de Estado Henry Kissinger para referirse al hijo de Tacho, Anastasio Somoza, que también ejerció el poder dictatorial en Nicaragua, cobra todo su sentido en el caso de Inocencio Orlando Montano Morales.

Este antiguo coronel del Ejército salvadoreño que, según cita la jueza federal de EEUU Kimberly Swank, pasó la información –incluida la localización del principal objetivo de aquella matanza, el vasco Ignacio Ellacuría– al pelotón del batallón de élite Atlácalt que en la madrugada del 16 de noviembre de 1989 mató a seis jesuitas, a una empleada y a su hija de 15 años en la sede de la Universidad Centroamericana (UCA) de San Salvador. Más tarde, llegó a ser viceministro de Interior.

Solo unos días antes de la matanza, trece miembros de las Fuerzas Especiales de EEUU, de Fort Bragg, Carolina del Norte, comenzaron un curso de respuesta rápida contrainsurgente en el cuartel del batallón Atlácatl, basado en el principio de que «los terroristas» no son solo gente con pistolas o bombas sino todos aquellos que tienen ideas subversivas. Entre sus alumnos estaban los soldados de la unidad de comandos, siete de los cuales fueron procesados. Todos declararon que actuaron de acuerdo a la política de EEUU dedicada a eliminar guerrilleros del FMLN y sus simpatizantes.

Peón de la contrainsurgencia

Los salvadoreños dispararon las armas, pero mucha responsabilidad recae en Washington, desde donde se movieron los hilos. Eran los tiempos de Ronald Reagan, del apoyo total a juntas militares de cuyos crímenes había claras evidencias. El que fuera entonces embajador de EEUU en El Salvador, Edwin Corr, ha declarado que Orlando Montano «estuvo siempre que EEUU lo necesitó». Y dio a entender que dar refugio a sus peones en la lucha contra las insurgencias latinoamericanas, hacer de EEUU un santuario para estos, era una prioridad nacional.

Tras este paso de la justicia estadounidense, hay que reconocer que Obama ha mostrado el valor de romper con algo que era doctrina de seguridad nacional. Ahora bien, EEUU no debería fingir sentirse escandalizada ante los terribles crímenes en la guerra contrainsurgente salvadoreña. Si existiera la justicia de verdad, además de los ejecutores como Orlando Montano, esta debería apuntar hacia la gente que concibió, bendijo y financió esas campañas. Y en este caso hablan inglés, trabajaron en Washington en la década de los 80 y siguen siendo respetables personajes en los cócteles y fiestas del establishment.

 

Dos predicadores vascos «contra los sumos sacerdotes, los fariseos y el opresor»

Los hijos de Portugalete, Ignacio Ellacuría Beaskoetxea, y Villatuerta, Juan Ramón Moreno Pardo, los dos jesuitas vascos muertos por el batallón Atlacált, uno de los cuerpos especializados en la llamada lucha contrainsurgente entrenados por EEUU, sufrieron poco antes de morir un clima hostil contra ellos, especialmente dirigido contra Ellacuría. Eran tiempos en los que el Ejército salvadoreño hacía suya la soflama de «hagan patria, maten un cura», la radio en San Salvador emitía sin disimulo amenazas de muerte, se escuchaban proclamas como «Ellacuría es un guerrillero, que le corten la cabeza» o «deberían sacar a Ellacuría para matarlo a escupidas». La prensa de la época se hizo eco de aquella campaña de intimidación contra estos curas partidarios de la Teología de la Liberación y, sospechando lo que iba a ocurrir, hasta llegaron a reclamar que los evacuaran del país.

En palabras del jesuita y teólogo vasco Jon Sobrino, que se salvó de milagro de una muerte segura en aquel El Salvador sangriento de la década de los ochenta, lo que ocurrió con sus dos compañeros «fue una barbaridad pero no una sorpresa». «¿Cómo no los iban a matar?», se preguntaba en un tono profético, para luego explicar las razones de sus muertes: «Siempre predicaron contra los sumos sacerdotes, los fariseos y el opresor». M.Z.