Dabid LAZKANOITURBURU
SEIS AÑOS DESPUÉS DE LAS PRIMAVERAS ÁRABES

Estado de excepción militar contra la mayoría en Bahrein

El régimen de Bahrein sigue reprimiendo a tiros las protestas populares y aprobó ayer una ley por la que los opositores serán juzgados por tribunales militares. Paralelamente, busca alimentar el odio de la mayoría chií para justificar su apuesta sectaria antiiraní.

El régimen de Bahrein dio ayer una nueva vuelta de tuerca al estado de excepción militar que rige desde que reprimiera a sangre y fuego la revuelta popular democrática de 2011 y aprobó una enmienda constitucional que condenará a los opositores a ser juzgados por tribunales militares.

La medida, aprobada por unanimidad por un Parlamento (40 escaños) sin presencia alguna de la oposición –y que será avalado por la Shura, consejo consultivo cuyos 40 miembros son nombrados directamente por el emir (suní) Hamad bin Isa al Jalifa–, coincide con el repunte de la represión y las redadas contra la mayoría chií del país, que se ha saldado con la muerte de al menos una persona y docenas de detenciones.

Bahrein es un pequeño país petrolero (apenas 760 kilómetros cuadrados) situado en el Golfo Pérsico. La mayoría de su escaso millón de habitantes es chií pero sufre una dura discriminación religiosa, económica y social y está gobernada con mano de hierro por la dinastía suní de los Jalifa.

14 de Febrero y la Plaza de la Perla

Hace seis años, y al calor de las revueltas populares iniciadas en Túnez y Egipto y que fueron bautizadas con el voluntarista término de la «Primavera Árabe», la oposición bahreiní salió a la calle con una exigencia simple: democracia y dignidad, económica y política. Las primeras manifestaciones fueron convocadas por la Coalición 14 de Febrero, que agrupaba a jóvenes revolucionarios, a organizaciones de izquierda, a grupos liberales y a formaciones islamistas chiíes.

El movimiento se estructuró en la acampañda en torno a la emblemática Plaza de la Perla, cuya construcción evocó en su día la importancia de la cultura perlera en este reino antes de que se desarrollaran actividades financieras como las relacionadas con la más reciente extracción de petróleo.

Los acampados exigían el establecimiento de una auténtica monarquía constitucional con un primer ministro elegido democráticamente (el actual es nombrado directamente por el emir, y concretamente es su tío, Jalifa bin Salman Al Jalifa).

El régimen respondió con dureza contra los manifestantes. Los muertos y heridos se contaron por decenas y los desaparecidos y detenidos por centenares. Los protestantes se negaron a dejar la acampada y volvían a instalar sus tiendas cada vez que la Policía los desalojaba. En respuesta a su determinación, el régimen pidió el auxilio de su aliado y valedor, Arabia Saudí, que envió más de un millar de soldados a reprimir la revuelta. El emir Al Jalifa ordenó demoler el emblemático monumento a la perla, erigido junto a la plaza a principios de los ochenta precisamente para celebrar el nacimiento del Consejo de Cooperación del Golfo que agrupa a Arabia Saudí con el resto de satrapías de la región, entre ellas Bahrein.

Mientras apoyaban más o menos abiertamente a otras revueltas en Libia o Siria, las potencias occidentales, dirigidas por los EEUU de Obama, callaron en Bahrein.

Arabia Saudí, principal aliado de EEUU en Oriente Medio junto con Israel, situó la revuelta bahreiní en el marco de su pugna geopolítica con Irán, la potencia regional chií. No le costó mucho imponer su agenda sectaria en Bahrein pese a que, desde un comienzo, las protestas huyeron del sectarismo y se limitaron a pedir reformas democráticas y económicas.

Ryad trataba así de conjurar el riesgo de que su propia minoría chií, discriminada en las provincias petroleras orientales, viera en Bahrein un modelo para dar un salto en sus protestas (las primaveras árabes habían tenido su pequeña réplica en Arabia Saudí).

V Flota de EEUU y un poco de historia

Washington hizo suya la «solución final» contra la revuelta en Bahrein para salvar sus propios intereses geoestratégicos. No en vano el pequeño país alberga la V Flota de la marina de guerra estadounidense, que cuenta con una veintena de buques y 15.000 hombres embarcados y controla el flujo marítimo del Mar Arábigo y el Mar Rojo.

El régimen bahreiní destrozó la Plaza de la Perla, oficialmente «para ordenar el tráfico de la circunvalación con semáforos».

No obstante, ello no supuso un parón en las protestas. Al contrario, estas se radicalizaron y, de la mano de la juventud revolucionaria, pasaron a exigir directamente el derrocamiento de la dinastía de los Jalifa, en el poder desde hace casi tres siglos (1783).

Seis años después, las protestas son prácticamente diarias y remiten a la larga tradición de lucha del pueblo de Bahrein.

Un repaso a su reciente historia apunta a que el país vive revueltas prácticamente cada diez años. La que a mediados del siglo pasado unió a chiíes y a suníes contra el protectorado británico marcó el inicio de una dinámica que se repitió, con Bahrein ya independizada, con la conocida como Intifada de los noventa.

Tras este último levantamiento, y coincidiendo con la muerte del emir Isa, su hijo y actual sucesor Hamad, prometió una apertura democrática pero en 2002 dio marcha atrás y, además de garantizar la impunidad para el «terrorismo de Estado», volvió a nombrar a su tío primer ministro –fue aupado al puesto por primera vez en 1973 y es el verdadero gobernante de Bahrein– e impuso una constitución que acababa con toda sombra de parlamentarismo real.

Atizando el conflicto sectario

De vuelta a la actualidad, el régimen no ha tardado en extender la represión, que alcanza de lleno al principal partido de oposición, la Sociedad Nacional Islámica Al-Wefaq. Esta formación, que se negó a participar en las elecciones parlamentarias de 2014 –el peculiar sistema electoral discriminatorio por distritos condena a la oposición a no poder lograr más de 18 de los 40 diputados aunque coseche todos los votos–, se ha convertido en un objetivo principal de la represión. Su secretario general, el jeque Ali Salman, fue condenado a nueve años de cárcel por « intentar derrocar al Gobierno legítimo».

Junto a él están detenidos importantes activistas chiíes de derechos humanos como Zaynab al-Khawaja y Nabil Rayab, cuyo juicio iba a reanudarse ayer mismo.

Rayab, perseguido por criticar en twitter a Arabia Saudí por su intervención en Yemen, advirtió en una de sus últimas alocuciones en libertad que «casi cada familia chií tiene un miembro o dos en la carcel o alquien a quien han matado o herido». Los 1.800 presos políticos, el centenar largo de ejecutados extrajudicialmente y la represión de manifestaciones a tiros corrobora sus palabras.

El intento de convertir una protesta democrática en un levantamiento sectario quedó en evidencia cuando, en junio del año pasado, el máximo dignatario chií del país, jeque Issa Qassem, fue despojado de su nacionalidad y está perseguido por los tribunales por «colecta ilegal de fondos».

No es fácil saber si este intento de sectarización ha calado o no y, en su caso, hasta dónde. Pero el encarcelamiento de opositores suníes como Ibrahim Sharif hace albergar esperanzas de lo contrario.

Lo que está claro es que el régimen seguirá reprimiendo y juzgando en tribunales militares a todos los que no le son leales.

El pasado martes, la localidad chií de Nuwaidrat, uno de los ejes de la revuelta situado al sur de Manama, salía a la calle para denunciar la muerte a tiros del joven Abdallah al-Ajouz (22 años) y la detención de una veintena de «terroristas».