Mikel CHAMIZO
QUINCENA MUSICAL

La técnica como máscara de la emoción

A sus 45 años Arcadi Volodos conserva una cabellera envidiable, por eso resultó tan insólito que apenas se despeinase tras abordar dos monumentos pianísticos como son las sonatas D. 959 y D. 960 de Schubert, de unos 45 minutos cada una. Schubert es uno de los autores predilectos de Volodos y a él le dedicó uno de sus primeros discos en 2002, pero no se transmitió ese entusiasmo durante el recital que ofreció en Victoria Eugenia. La actitud de Volodos sobre el escenario es difícil de asimilar: ni un gesto, ni una mirada cómplice hacia aquellos que comparten con él la experiencia musical, y cuando gira su cabeza en un gesto expresivo lo hace siempre hacia el fondo del escenario. Se diría que prefiere estar en el salón de su casa antes que en el teatro, y su forma de tocar también transmite, en cierto modo, esa desidia hacia comunicarse. En sus versiones de la música de Schubert hubo un conocimiento profundo de las partituras, un dominio técnico indiscutible y un control absoluto del sonido como elemento constructivo, pero no hubo tensión ni magia: las melodías estaban dibujadas con extrema precisión, pero sin duende; los pianissimi más extremos o los clímax más atronadores parecían surgir por pura capacidad física, no por necesidad sicológica; y la compleja arquitectura formal se elevaba ante nosotros por experiencia acumulada, no por revelación. Fue un Schubert extraordinario pero, paradójicamente, como experiencia musical no lo fue.

Mucha gente se dejó maravillar por la capacidad de Volodos y entendió esta actitud como la espontaneidad y relajación de alguien que es conocido. Pero existe un agravio comparativo reciente: el recital de Grigori Sokolov en la Quincena de 2015, con un Schubert que, sin llegar al nivel técnico del de Volodos, fue de una trascendencia y emoción inolvidables. Volodos pareció asomarse a ratos a esa trascendencia, en determinados pasajes de la sonata D. 960, pero no fue hasta los bises que el ruso se mostró convincente como intérprete, porque eran piezas que le permitían exhibirse sin obligarle a revelar su interior.