La víspera de la reunión de la junta general de accionistas de La Naval en la que se decidió pedir concurso de acreedores para el astillero, el lehendakari, Iñigo Urkullu, declaraba que el objetivo de su Gabinete era que el ecosistema industrial vasco fuera competitivo. El discurso habitual con la única novedad de haber usado la palabra ecosistema. Un concepto que incluye por definición un sistema pero también el medio del que ese sistema se nutre, y donde vive y se desarrolla. Todo indica que para Urkullu el sistema son las empresas competitivas y todo lo demás –sociedad incluida– está a su servicio.

Un buen ejemplo de esa concepción donde todos los recursos se ponen al servicio de la competitividad de las empresas es precisamente el sector de la construcción naval. Como el resto de industrias se beneficia de una regulación menguante en cuestiones laborales y fiscales, pero además cuenta con un régimen especial para financiar la construcción de barcos llamado tax lease. Se trata de una fórmula en la que todo el mundo gana y Hacienda –que somos todos– paga la factura.

Este sistema permite a las grandes compañías, léase Inditex o El Corte Inglés, invertir en la construcción de barcos, pero en vez de cobrar intereses por su dinero, obtienen un beneficio fiscal. De esta manera los astilleros pueden bajar precios y lograr carga de trabajo, los armadores obtienen barcos más baratos y los bancos cobran suculentas comisiones por organizar el complejo entramado financiero. Todo el mundo gana y Hacienda paga, aunque en el caso de La Naval parece que ni este apoyo ha sido suficiente.

La excusa para crear esta ayuda camuflada fue la competencia de los astilleros asiáticos. Todos los países de la Unión Europea lo contemplan y el Tribunal de Justicia de la UE lo ha avalado en repetidas sentencias. De este modo, mientras en público se defiende el libre mercado, en la práctica se construyen todo tipo de medidas proteccionistas. Trump no ha inventado nada. Simplemente dice lo que otros callan.