Las formas del celuloide
El cine, como expresión artística que es, se enriquece a través de la variedad. Tanto en el contenido como en las formas. En un film, importa el “qué”, pero el “cómo” también. A veces tanto, que reclama el primer plano de todas las tomas. Venecia lo entendió y no tardó en aplicarse la lección.
En la primera jornada completa de su 74º concurso, la Mostra nos conquistó con un tríptico cuyas piezas no tenían absolutamente nada que ver las unas con las otras... más allá de que todas ellas remaran en la misma dirección a la hora de ayudarnos a apreciar la multiplicidad formal del séptimo arte.
El día empezó con Guillermo del Toro. El cineasta mexicano presentó “La forma del agua”, y ya en la primera escena nos dimos cuenta del rotundo acierto en la elección del título. Este cuento marca de la casa (entre los monstruos clásicos de la Universal, el gótico de Tim Burton y el barroco de los primeros Jeunet & Caro) se traduce en la enésima reformulación de “la bella y la bestia” o, si se prefiere, de “la mujer y el monstruo”.
En la Baltimore de los 60, una limpiadora cruza sus pasos con una misteriosa criatura acuática, objeto de deseo por parte de los actores más despiadados de la Guerra Fría. Suena enrevesado y podría serlo, pero a del Toro le mueve exclusivamente la voluntad de contar una historia de amor y, claro está, de envolverla como solamente él sabe. Si bien vuelve a mostrar carencias para mantener el pulso narrativo, recupera el terreno perdido a través de la banda sonora (magnífico, de nuevo, Alexandre Desplat), y del trabajo en la fotografía... y básicamente gracias a su poder para crear imágenes; para hipnotizarnos con ellas. Sin necesidad de que estas vengan acompañadas de segundas lecturas. Es la sublimación del cine de las formas: con la belleza le basta, y hasta le sobra.
Peleado con esta idea (y con el mundo, en general) apareció, cómo no, Paul Schrader, quien para mayor gozo de la parroquia, decidió volver a dar señales de vida inteligente. “First Reformed” es tan formalmente austera (aunque para nada negligente) como espiritualmente certera. Un capellán sufre una profunda crisis de fe... hacia la humanidad. La solución, claro está, se encuentra en el fondo del alma... y de aquel vaso de whisky. El cineasta estadounidense combina sabiamente el thriller con el drama más desgarrador y acierta de lleno, haciendo de la contención en la contricción, pura visceralidad, y brindándonos así una de las visiones más desencantadas (y por ello acertadas) de unos Estados Unidos de repente convertidos en el más maligno de los tumores. Brutal, salvaje. Como el mejor Schrader.
Del golpe de gracia se encargó Lucrecia Martel, directora por encima de las formas, el contenido, el bien y el mal. En Venecia decidió adaptar lo inadaptable, es decir, la novela biográfica de Antonio Di Benedetto dedicada a Don Diego de Zama, oficial español atrapado en la locura colonial argentina del siglo XVII. Nosotros, igual. Cautivos durante casi dos horas en un infierno mugriento pero precioso; desesperante pero embriagador. En una de las experiencias cinematográficas más soberbias del año.