Victor ESQUIROL
TEMPLOS CINÉFILOS

Historias de violencia

Cruzado el ecuador de la 74ª Mostra, las relaciones humanas llegan a un punto de no-retorno en el deterioro. Se acabaron las fórmulas de cortesía y los buenos modales. Ya nos conocemos y, horror, descubrimos que no nos caemos bien. La convivencia desgasta; destruye, y así de destrozados están los puentes. No nos damos ni los buenos días. Por el contrario, no reparamos en gastos energéticos a la hora de propinar codazos e insultos. Venecia renegó de su “serenísimo” status y se convirtió en un festival ciertamente violento.

De Estados Unidos (ese país que, precisamente, ha hecho de la violencia uno de sus rasgos más identitarios) llegó el británico Martin McDonagh. “Three Billboards Outside Ebbing, Missouri” hace honor a su título y nos lleva al interior americano, tierra prometida cuyo patio trasero parece que ya no pueda engullir más cadáveres. Priman los asuntos irresueltos, aquellos que, como ya sabemos, solo pueden resolverse golpeando con una porra, apretando el gatillo de un revólver o, ya puestos, arrojando cócteles molotov.

Con el punto de partida de una madre obsesionada con encontrar al culpable de la –violenta– muerte de su hija, McDonagh acaba dando réplica a su hermano, John Michael McDonagh. Estamos, al fin y al cabo, ante un estupendo reflejo de “Calvary”. Ante nosotros, un thriller con tintes tarantinianos en el que el individuo se enfrenta a una comunidad podrida en sus férreas convicciones morales. Suena grave y así es, pero ante todo, el film divierte (quizás demasiado), sin renunciar, eso sí, a abonar un terreno que, ya con la sangre fría, invita al debate por lo bien que sabe difuminar el blanco y negro en temas tan complejos como la culpa, el perdón y, claro, la violencia como herramienta para dar respuesta a todo esto.

Dos blasfemias y tres puñetazos después, llegó el turno de Sebastiano Riso y “Una famiglia”, dramón (que no drama) sobre una madre sin hijos, pues su media naranja, de forma más o menos consensuada, los vende a parejas pudientes. El director se ampara en la inmunidad moral de la historia basada en hechos reales para fustigarnos, de manera indignantemente sádica, durante hora y media. No hay ninguna otra voluntad, ni ningún otro gusto que se aleje lo más mínimo de las pestilentes y hostiles cloacas de la miseria humana. Un horror.

Al final, por suerte, nos calmamos. Nos amansamos. El mérito se lo damos a Frederick Wiseman, quien con “Ex Libris” se reivindicó por enésima vez como lo que seguramente es: el mejor documentalista del mundo. En su incansable búsqueda de la excelencia, nos hizo pasar tres horas entre los muros de las bibliotecas públicas de Nueva York: arcas de la sabiduría; pilares fundamentales de la sociedad. Quedó clarísimo. Meridiano. Renunciando a la voz en off y a otros artificios narrativos (más allá de un montaje de imágenes y sonido tan delicioso como honrado), el maestro hizo, de nuevo, gala de su inigualable capacidad observadora. Y así, en los tiempos violentos de Donald Trump, redescubrimos el calmo y enriquecedor placer de mirar, escuchar... Aprender.