En la medianoche de ayer concluyó la campaña del 21D, un nuevo tramo del continuum en el que se haya inmersa la política catalana. En un país en estado de excepción, con el 155 tatuado en la frente y vetos hasta al color amarillo, la cita de mañana no es un envite electoral al uso y, por tanto, las dos semanas que lo han precedido no han servido para confrontar programas y proyectos sino para asentar posiciones y cavar trincheras de cara a lo que llegue a partir del viernes.

Esto no quiere decir que haya sido un mero formalismo. Es mucho lo que está en juego. Para Catalunya, claro, pero también para sus actores, sean estos independentistas, unionistas o mediopensionistas, y esa perentoriedad ha hecho que la confrontación trascendiera la lógica de bloques y acabara empapando a los partidos que los integran. Al final, todos quieren salir en la foto lo mejor posible. Este hecho, inevitable, ha impedido por ejemplo que el independentismo haya logrado de momento hacer una lectura sosegada y compartida de lo ocurrido tras el referéndum del 1-O, y ha servido para que el unionismo trate de dar rango de normalidad a una situación que es excepcional.

Sin embargo, es difícil hacer pasar por normal una campaña que dos cabezas de lista y varios candidatos han tenido que seguir desde el exilio o en prisión. Este hecho, muy doloroso para parte del cuerpo social catalán e impensable en democracia, ha flotado sobre el marco general del debate y seguirá afectando a todo lo que ocurra en esa nación. Mañana se celebra un plebiscito –sin duda lo es– en que se decide el futuro de los integrantes del Govern legítimo pero también, y sobre todo, se ventila si Catalunya alza su voz ante la injerencia de Madrid y profundiza en la vía de la República o si da un paso atrás. La RAE define «campaña», en su sexta acepción, como «tiempo que estaban los ejércitos fuera de cuarteles en operaciones de guerra». La electoral ha acabado; la otra, la española, sigue, y su duración dependerá mucho de lo que digan estas urnas.