Raúl Zibechi
Periodista
GAURKOA

La inapelable derrota de la izquierda brasileña

La derrota es una eventualidad que las izquierdas y los movimientos sociales hemos interiorizado como parte de nuestras opciones de vida. La lista de sucesos y procesos que se han saldado con batacazos más o menos serios es tan extensa que –medio en broma, medio serio– hemos acuñado la frase «de derrota en derrota hasta la victoria final». Lo que indica que cada vez que nos caemos, por golpes ajenos o errores propios, nos volvemos a poner de pie para reemprender el camino.

Lo que no forma parte de nuestra cultura política es la pérdida de credibilidad de los nuestros, sean individuos o colectivos humanos. No estamos preparados para aceptar, por ejemplo, la corrupción o la desviación ética de compañeros y compañeras referentes de los deseos colectivos. La deslegitimación pertenece a otra categoría que la derrota, ya que inhabilita la continuidad de las luchas y, sobre todo, de los colectivos que las sostienen.

El 24 de enero un tribunal de Porto Alegre volvió a condenar al expresidente Lula da Silva, que había apelado la sentencia en primera instancia del juez Sergio Moro, quien en julio pasado lo consideró culpable de corrupción pasiva. Los tres jueces del Tribunal Federal confirmaron la condena, pero aumentaron la petición de cárcel de nueve a doce años. Es la primera vez en la historia de Brasil que un expresidente es condenado por estos cargos.

No puedo afirmar que Lula sea culpable, pero tampoco puedo asegurar que sea inocente. Soy de los creen poco y nada en la justicia de este sistema. Pero también tengo la convicción de que el sistema político brasileño es profundamente corrupto, desde el momento que las campañas electorales son financiadas por empresas privadas que luego desquitan esos gastos (que son en realidad inversiones a futuro) con la concesión de obras públicas.

Lo que sí se puede afirmar, sin la menor duda, es que la justicia brasileña es parcial, ya que el principal perjudicado por la operación Lava-Jato (lavado de dinero) es el Partido de los Trabajadores (PT) y el expresidente Lula. Lo que no quiere decir, insisto, que sean inocentes. Hay varios altos dirigentes del PT procesados por corrupción, como el número dos del partido, José Dirceu, sin que nadie se haya golpeado el pecho por su inocencia.

Sin embargo, lo que llama la atención es el silencio de las calles. Cuando se difundió la condena a Lula no hubo cacerolazos, ni manifestaciones, ni expresiones callejeras a su favor, más allá de las declaraciones mediáticas de sus simpatizantes. Ese silencio no se debe a que Lula carezca de popularidad. Todo lo contrario. Encabeza todas las encuestas para las elecciones de octubre, con alrededor del 35% de las intenciones de voto, seguido muy de lejos por el ultraderechista Jair Bolsonaro con el 16%. Los demás candidatos no llegan al 10%. El gobierno de Michel Temer, fruto de la ilegítima destitución de Dilma Rousseff, es de los más impopulares que recuerdan los brasileños, con índices de aprobación del 5 al 6%.

Creo que existen varias razones que explican la apatía de los brasileños ante la coyuntura tan negativa para el PT y para Lula, que muy probablemente no pueda presentarse como candidato.

La primera es que la crisis que atraviesa el país, que provocó tres años seguidos de caídas del PIB y es la más profunda de su historia, comenzó en realidad bajo el segundo gobierno de Rousseff. La expresidenta comenzó un ajuste económico que su sucesor profundizó. En ese momento cuando comenzaron a remontar los índices de pobreza y la desocupación, de modo que el PT no es inocente respecto de la deriva actual de Brasil.

La segunda es que el sistema político en su conjunto está profundamente deslegitimado. En las elecciones presidenciales puede ganar cualquiera, incluso alguien como Bolsonaro que tiene sintonía con Le Pen. Porque el problema de fondo es que no hubo la menor renovación del sistema político, ni a derecha ni a izquierda.

Los movimientos de la derecha que sacaron millones de personas a las calles desde 2013, hasta conseguir la destitución de Dilma en agosto de 2016, se replegaron y ahora apoyan a los partidos más tradicionales del país, como la socialdemocracia de Fernando Henrique Cardoso, que implementó una política neoliberal y privatizadora en la década de 1990.

En la izquierda todo sigue igual. El PT seguirá siendo el mayor partido y nadie se atreve a poner en cuestión la candidatura de Lula. Una cultura política tan desacreditada como estancada, ha puesto todas sus energías en impedir cambios, en estirar lo existente hasta el cansancio.

La tercera es que la sociedad se volvió mucho más conservadora, lo que se refleja en la composición del parlamento. Hay dos tipos de diputados. Los denunciados por corrupción, que son entre un tercio y la mitad, y los que pertenecen a las bancadas pentecostales, del agronegocio y los militaristas que defienden la pena de muerte y el retorno de los militares. Entre el 35 y el 43% de los brasileños quieren un golpe militar para salir de la crisis económica e institucional, lo que revela la profundidad de la derechización (goo.gl/xS2jA4).

La cuarta es que Brasil se quedó sin proyecto de país, y esto es algo que se percibe en las calles, que se respira en la sociedad y que nadie, ni siquiera Lula, sabe cómo salir de esta espiral descendente. Si algo hay que agradecerle a los gobiernos de Lula, es que diseñaron un proyecto de país y de región, que se fue concretando en la creación de la Unasur a nivel internacional y de proyectos para dotarse de una estrategia de desarrollo que colocara al país entre los principales referentes globales.

Hoy sabemos que esa estrategia tuvo dos puntos flacos: la corrupción y la continuidad del modelo extractivo que desindustrializó al país. En efecto, Brasil llegó a tener la industria más pujante del Sur global, que representaba un 35% del PIB en las décadas de 1980 y 1990, cayendo al 12% actualmente, en lo que se presenta como uno de los mayores procesos de declive industrial en la historia (goo.gl/hBFxTZ).

Para empeorar las cosas, bajo el actual gobierno Temer dos sectores estratégicos están en riesgo. El monopolio de la estatal Petrobras sobre los campos off shore, ha caído y de ello se han beneficiado multinacionales como la noruega Statoil y la estadounidense Exxon, que se han quedado con bloques importantes en los últimos meses (goo.gl/469cTH). La Petrobras está en el ojo del huracán de las investigaciones por corrupción, y eso facilita su desplazamiento por el gobierno del papel de privilegio que mantuvo durante décadas.

La segunda es la compra de la aeronáutica Embraer por la Boeing, proceso que está generado un debate importante ya que es una empresa exitosa, la tercera fabricante de aviones comerciales del mundo, detrás solo de Airbus y Boeing. Es la principal exportadora de bienes manufacturados del país y su venta implicaría un serio retroceso industrial, que incluye su creciente sector de Defensa.

Con semejante panorama, la izquierda brasileña –que fue referencia en toda la región– puede quedar descabalgada de las elecciones, ya que no tiene Plan B si Lula fuera impedido de participar. Sus bases sociales están desconcertadas y no es para menos: se han quedado sin proyecto de país y sin dirigentes creíbles cuando la derecha se hace fuerte.