Waterloo
Para muchos, Waterloo es una canción de Abba. Un recuerdo vago de una batalla donde Napoleón perdió ante el Duque de Wellington, ese que tiene una estatua en la Virgen Blanca gasteiztarra. Y ahora por ser un barrio o pueblo, de Bélgica, en la zona valona, que se han empeñado en promocionar a base de señalar una casa donde supuestamente va a vivir Puigdemont y que sabemos hasta el precio del alquiler: cuatro mil quinientos euros. Y empiezan a hacer bromas sobre el asunto, sobre el lugar, sobre el futuro del procés, la Isla Elena, y la madre que los parió.
No sé si es sano o insano, pero intento alejarme del monotema de manera provisional, pero siempre hay algo que nos afecta. A todos. A nosotros, por supuesto. Que un ministro de Justicia adelante lo que va a dictaminar un juez, es grave. Gravísimo. Es una muestra de la falta de calidad democrática, de la impunidad con la que los actuales consejeros de la banda de M. Rajoy actúan, manipulan, intentan gobernar saltándose todas las barreras que delimitan el terreno de cada poder. Para estos todo es M. Rajoy, todo es orégano, todo es ejecutivo. El tal Catalán (manda güevos con su apellido) ha dicho que en unos dos meses todos los ahora detenidos, exilados por el 155 serán inhabilitados. O sea, la hecatombe. Lo que puedo decir es que yo estoy en un Waterloo propio, íntimo, no sé si lo que veo, escucho tiene algo que ver con la realidad o todo es fruto de mi imaginación o de mi tara genética: no soy gregario ni creyente. Lo he probado de todas las maneras. Si acaso, un síntoma pasajero con el fútbol. Lo que me dictan los altavoces escondidos en mi cerebro es que eso está muy mal, fatal, que van a lograr acabar con cualquier vestigio democrático en el reino de España. Y debo admitir mi parte de culpa por acción u omisión: sigo viendo La Sexta, y sigue saliendo Inda.