Víctor ESQUIROL
TEMPLOS CINÉFILOS

Cautivos de la Berlinale

Un bosque frondoso, bañado en una luz azul preciosa. Una caminata a través de él y una voz en off suave, melosa. Alguien nos susurra al oído y nos dice, con palabras tiernas y delicadas, que nos quiere. Que nos ama. Que por nosotros haría cualquier cosa. Incluso matar a alguien. Es la Berlianale, festival que en los momentos de mayor maltrato, nos mira a los ojos y nos hace sentir deseados de nuevo. Nos da alas... para cortárnoslas justo después.

La escena de marras, por cierto, está sacada de la nueva película del siempre estimulante Steven Soderbergh. Presentada fuera de concurso, “Unsane” es una película que destaca por las apariencias, pero que cala a niveles mucho más profundos. Oscuros, si se prefiere, o ya puestos, tenebrosos. Fue grabada con un iPhone en apenas una semana, y en estas prisas y formas, el expermiento se crece.

Una chica es encerrada, en contra de su voluntad, en una institución siquiátrica. El escenario y las circunstancias condicionan un ejercicio de género que, irónicamente, se siente completamente libre. Para mezclar el thriller sicológico con el drama carcelario, y también para echar una mirada hiper-crítica (y cargada de razón) sobre los tiempos que nos ha tocado vivir. El manicomio y el villano de una cinta de terror como materializaciones de un mundo desquiciado. Marcado por la alergia a la intimidad, la filia malsana por la exposición total y la perversidad a la hora de interpretar la voluntad de la gente. Lo podría haber firmado el genio creador de “Black Mirror”, Charlie Brooker. Soderbergh, insultante en la facilidad con la que (se) maneja, está al mismo nivel.

Y cuando por fin volvimos a sentirnos queridos, volvió la competición a nuestras vidas, y entonces se restableció el equilibrio en la fuerza. Caímos una vez más en la depresión. Como le gusta a la Berlinale. Primero vino el iraní Mani Haghighi. Después de impresionar con “A Dragon Arrives!”, su anterior film, ahora desconcertó (y a la postre, decepcionó) con “Pig”. Fue la frustración del potencial malgastado. De saber de dónde veníamos y, sobre todo, de las posibilidades que ofrecía esta nueva historia. El cineasta de Teherán fundió comedia con apuntes sociales, hablándonos de un país donde se asesina a cineastas conflictivos. Volvió a reírse, además, de un presente esclavo de los «likes» de las redes sociales... Pero lo hizo todo en ara de una sátira bufa, de bajísimo calado humorístico. De un producto, qué cosas, rehén de la sonrisa efímera.

Pero había más. Tres horas más. Esto duró el confinamiento de “My Brother’s Name is Robert and He is an Idiot”. Lo nuevo del alemán Philip Gröning, orbita alrededor de la relación incestuosa entre dos hermanos. Pero ni pizca de morbo. De lo que se trataba aquí era de filosofar sobre el paso del tiempo. Propuesta visualmente atractiva, pero insoportable en su sobreexplotación de diálogos plomizos. Ingrediente principal para propiciar un estallido final de crueldad, tan desagradable como gratuito. El Palast abucheó no una, sino dos veces. Literal. Porque alguien nos dijo que nos quería, pero en realidad, no.