Cuentan las crónicas que un buen día un prelado de la Iglesia católica, uno de esos que tanto quieren a los niños… un obispo, visitó un monasterio de la Orden del Císter. El abad, conocedor de las inclinaciones gastronómicas del obispo, rayanas en el pecado de la gula, ordenó a los frailes encargados de la cocina una opípara cena de delicadas viandas para el prelado. Este preguntó al abad qué le iban a dar de comer. El abad respondió que como entrantes habían elegido para él unas ostras fresquísimas de Bretaña, foie de oca mimada de Périgord y caviar de esturión del Caspio; como primero, crema de langosta y de segundos rodaballo a la brasa y becada asada sobre sus interiores macerados al armañac; de postre, tocinillos de cielo y bebidas espirituosas. Asintió con agrado el príncipe de la Iglesia al tiempo que inquirió al abad si los frailes también comerían lo mismo. «No Su Excelencia Reverendísima, los hermanos frailes cenarán sopas de ajo». «¡Míralos, con ajo y todo, eh!» respondió el dignatario al abad.

Así son los que dirigen nuestras vidas. Como el gobernador del Banco de España, Luis María Linde, que en medio de las movilizaciones de pensionistas contra el 0’25%, durante un coloquio con empresarios y directivos patrocinado por la banca (la rescatada con dinero público y cuyos directivos tienen pensiones blindadas de decenas de millones de euros), justificando la reforma de las pensiones, declaró que los jubilados están «mejor de lo que parece» pues «muchos tienen casa en propiedad y no pagan un alquiler de 500 euros». Si una jubilada con pensión de 650 euros, pongo por caso, poseedora de una casa tras hipoteca de treinta años (pagada con sacrificio mes a mes), cogiera un cuchillo jamonero y de un tajo rebanara los huevos del tal Luismari, dicho acto sería calificado de violento. El de la jubilada, no el del banquero, aclaro. Cierto es que vivimos tiempos extraños.

Y confusos, muy confusos. Donde los violentos son los oprimidos y las víctimas los opresores.