Amar, cantar, morir
Al cuarto día, Cannes dio señales de vida. Hasta entonces, la Competición por la Palma de Oro andaba con las constantes vitales por debajo de lo que cabía esperar (incluso exigir) del supuesto mejor festival de cine del mundo. Frémaux y su equipo iban quemando cartas sin más táctica visible que sobrevivir a una proyección más. Y así fuimos todos, hasta dar con la primera gran película de esta 71ª edición.
“Cold War”, del polaco Pawel Pawlikowski, llegaba a la Croisette con la responsabilidad de corresponder a una hoja de servicios envidiable. Recordemos que la última vez que vimos a dicho director fue en 2013, recogiendo el Óscar a la Mejor Película de habla no inglesa por la magnífica “Ida”. Pues bien, su nuevo trabajo estuvo a la altura.
Retomando el formato de pantalla 4:3 y el blanco y negro como espectro cromático, el cineasta nacido en Varsovia nos devolvió a su país natal, en el período comprendido entre los años 1949 y 1962, para narrarnos, en forma de romance imposible, la historia de sus propios padres. Unidos originariamente por la música y separados, una y otra vez, por los crueles designios de la Guerra Fría... y los aún más devastadores caprichos del amor.
El uso constante de las elipsis en la narración ponen en peligro la construcción y el dibujo de los personajes, pero por suerte, queda todo salvado (y elevado) por un mimo extraordinario por las formas. En el apartado visual y sonoro, Pawlikowski se muestra como un maestro de categoría mundial. Y así luce su película. Como una preciosa filmación de la música (cantada, tocada, bailada...), fuerza de la naturaleza imprescindible para encontrar (y comprender) la frágil belleza del amor.
Después de tamaña sacudida, transcurrió el resto de la jornada con el discreto acierto al que nos habíamos acostumbrado. El otro contendiente a la Palma de Oro fue Christophe Honoré con “Plaire, aimer et courir vite”. Otra historia romántica, esta vez con dos hombres como protagonistas (unos muy entonados Vincent Lacoste y Pierre Deladonchamps). En el Estado francés de principios de los 90, bajo la permanente y funesta amenaza del SIDA (nos llegan ecos del hit del año pasado “120 pulsaciones por minuto”), un escritor se enamora de un universitario. Chico-conoce-a-chico, tan simple (y visto) como bien ejecutado. Dos horas de ese cine francés impecable en la naturalidad de la pose. Irresistiblemente atractiva: esta «etapa azul» de Honoré conjugó y captó de forma agradable (y bella, claro) la dualidad entre depresión y esperanza. Caras de la misma moneda. Esto es, el primer y el último amor.
De propina, fuera de la competición, emprendimos un viaje hacia el futuro de Tailandia. “Ten Years Thailand” fue la sorpresa agradable de la jornada. Un programa de cuatro cortos en los que se invocó a Orwell, Huxley y Spiegelman para denunciar y reírse de los tics autoritarios de un régimen obsesionado con vencer al mismísimo paso del tiempo. El broche lo puso ni más ni menos que el sosiego de Apichatpong Weerasethakul, eterno rayo de luz en una oscuridad que algún día, tal vez, morirá.