Mi cine
Yo nací encima del cine Emporium. Allí crecí con sesiones dobles. Los miércoles eran día fémina. Las mujeres pagaban poco o nada. Era una forma de mercadotecnia micro-machista. Hoy nos dicen que en la industria hay problemas de igualdad, que el porcentaje de mujeres es muy inferior al de hombres. Hemos llegado a una conclusión estadística sin encuestas, y es que las mujeres son las mayores consumidoras de cultura, en todos los gremios, ¿también en el cine? Seguramente. Entonces, ¿por qué esa insistencia en usar el cuerpo de las actrices jóvenes como reclamo en carteles y promociones?
Quizás venga de la viscosidad de los productores y sus feas costumbres de utilizar una suerte de derecho de pernada antes de firmar contrato. O después. Mi cine es un cine que ya no existe. Alimentó mis sueños y me hizo enamorarme de actrices imposibles, y me cautivó por su lenguaje, aquel que estudié en una escuela colaborativa, de donde han salido algunos directores de enorme talento, con la intención de unirme a los directores que nos plantearon revoluciones pendientes o refrescaron las que existieron, aunque hoy no se estudien en las clases de los másteres de política ficción. Aprendí máximas desmentidas en pocos años sobre producción. Hoy llaman cine a la televisión. Y televisión a charlas de patio de vecindad. Inauguran una Escuela de Cine. Un buen dato para las televisiones y las plataformas. Hace años que los encuadres de las películas ya se hacían pensando en el electrodoméstico esencial que era donde acaban todas. Hoy se hacen series y las presentan en festivales de cine. Y las series se verán en teléfonos portátiles en el metro, o en tabletas en el bar de la universidad. Y los cines de barrio serán supermercados o edificios de pisos. Y los multicines, multiestorbos.