Scott
Ha vuelto a la televisión Mercedes Milá con un formato en el que se exige a sí misma bastante. Mucho. Aparece con su perro, Scott, al que convierte en protagonista. Es el perro de su madre, muy mayor, enferma. Es su confidente y amigo. El que según confesión propia le ayudó a atravesar ese desierto de dolor llamado depresión. La Milá se abre, se presenta de manera cruda, busca, indaga, lleva a la audiencia por terrenos muy pantanosos. Usa a su familia. Aparecen hermanas y familiares. Y Scott se convierte, en la primera entrega, en una anécdota, en una metáfora de la soledad acompañada, del calor de un animal frente al desamparo de una persona aislada en su mismidad.
Sin dejar de ser ese monstruo televisivo que casi todo lo puede, nos aparece una persona con un objetivo muy claro: ayudar. Y lo hace. Sin atisbo de salvación. Simplemente mostrando lo que a ella, una mujer madura, estrella de la televisión que ha pasado tres años en la oscuridad de una enfermedad silente, maltratadora de egos y convicciones, vuelve a hacer preguntas, para saber qué sucede con su cerebro, su cuerpo y hasta sus heces. Porque encuentra a un neurólogo que une las heces con el cerebro. Y se presenta en el consultorio del doctor con sus propias heces para que sean analizadas. Y va a otros médicos especialistas, porque tiene miedo. Y lo muestra. Tiene miedo a perder la memoria, a perderse no ya en la depresión, sino en la demencia. Con su perro no puede llegar hasta allí, Scott es su compañero circunstancial, pero ella, esa mujer que ha vivido, que pertenece a una familia catalana de mucho rango social, es tan frágil y está a merced de la química que se produce en nuestra cabecita y que no hay dinero ni título nobiliario que la pare. Ni un simpático perrito, aunque Scott sea un bálsamo beneficioso.