Fuego esquizofrénico
La vida festivalera es ese camino glorioso para unos y penoso para otros, y que transcurre entre grandes hits. Entre películas que, para bien o para mal, dejan huella. A esto venimos la mayoría: a ensalzar a ídolos... y a quemar a aquellos que algún día lo fueron. Ahí está la gracia, que en pocos sitios se ve tanto entusiasmo e inmisericordia como en este tipo de celebraciones. El bien y el mal; el yin y el yang... los vítores y los abucheos compartiendo habitación. Pura dualidad: maravilloso.
Aplicándose el cuento, la 72ª edición del Festival de Cine de Cannes ofreció su versión más esquizofrénica. Pasamos de abrasarnos en el infierno a tocar el cielo en el paso de las dos películas de ayer en la Competición. La Croisette recibió, después ocho años, a uno de los grandes pilares vivientes de la autoría fílmica. Terrence Malick volvió (en alma, no en cuerpo) con “A Hidden Life”, después de la milagrosa “El árbol de la vida”.
En esta ocasión, el mito se hundió. Su nueva película se tradujo en tres horas de calvario, no solamente experimentado por su protagonista (a saber, Franz Jägerstätter, campesino austríaco que fue ejecutado en 1943 a manos del régimen nazi, por no querer jurar lealtad a Adolf Hitler). Después de “La delgada línea roja”, Malick volvió a hablarnos de objetores de conciencia en la Segunda Guerra Mundial. Volvió hacia la bondad y la razón en tiempos malignos y desquiciados. Volvió a él mismo, otra vez, y ya cansa.
En esta oscuridad propuesta, el cine de Malick (últimamente demasiado deudor de la fórmula triunfadora de “El árbol de la vida”) se apagó. “A Hidden Life” lo tenía todo, a priori, para aportar algo de luz en las tinieblas siempre amenazantes del fanatismo, pero se quemó confundiendo lo simple con lo complejo; lo trascendente con lo cargante... siendo incapaz de encontrar auténtico sentido en la belleza de sus imágenes. Un desastre.
A su lado, y en comparación con cualquier otra película, lo de Céline Sciamma en “Portrait de la jeune fille en feu” fue gloria divina. El festival se elevó y nos elevó con este impecable (¿perfecto?) drama de época convertido, pincelada a pincelada, en puro desconsuelo amoroso. Noémie Merlant tenía que pintar a Adèle Haenel y con esta excusa, la pantalla se convirtió en un lienzo en blanco que fue sabiamente cubierto, a lo largo de dos horas de cine precioso, de capas emocionales. Del placer carnal pasamos al éxtasis mitológico de Orfeo y Eurídice. Todo esto en un marco de preciosa sororidad en el que Sciamma sublimó el arte del retrato, reivindicándolo como única manera de comprender los misterios más insondables de las personas.
Por si todo esto fuera poco, a última hora apareció Asif Kapadia. Fuera de Competición, el maestro del material de archivo siguió con su particular ciclo documental de estrellas condenadas a arder en su propio fuego. Después de “Senna” y “Amy”, llegó el turno de “Diego Maradona”, más que sobre el paso del «d10s» argentino por Nápoles (que sí), una vibrante crónica sobre los –pirómanos– mecanismos de la mitomanía. Fue Diego contra Maradona; el hombre contra su propio mito. El fuego destructor contra el sanador. Redondo.