Cierta memoria de pez debo tener porque tengo reacciones emocionales sorprendentes y opuestas a las mismas jerarquías machistas que persiguen a la literatura desde todos los rincones de la terquedad elitista para negar la inteligencia del público y establecer un coto cerrado para el prestigio.

Todo el que se asoma a la crítica literaria o el análisis académico sabe que no se puede andar un metro sin tropezar con la misma mirada jerárquica y prejuiciosa que problematiza la vulnerabilidad y se ensaña con las mujeres y que se empeña una y otra vez en enfrentar a los autores, los movimientos, los géneros o las generaciones como si una cosa tuviera siempre que ser la opuesta de la otra y no nos quedara más remedio que elegir cuál escogemos en un dilema tan antagónico como falso que nunca deja de sorprenderme.

No solo no sabría cómo elegir entre cuento o novela, Shakespeare o Chejov, realismo o fantasía, es que no sé a quién le importaría mi elección, ni por qué debería hacerla. Tampoco entiendo cómo se pierde tanto tiempo intelectual y tanta inteligencia académica en esquemas tan competitivos y tan machistas que parecen textos escritos para resultar deliberadamente cómicos.

Ni qué decir que no es la injusticia central del patriarcado y que no debería distraernos un segundo de reducir las cifras que de verdad importan: un 35% de mujeres ha sufrido al menos un episodio de violencia física y sexual a lo largo de su vida, 200 millones de mujeres y niñas entre 15 y 19 años de edad han sufrido la mutilación genital femenina, de las 87.000 mujeres que fueron asesinadas en 2017 en todo el mundo más de la mitad murieron a manos de sus parejas o miembros familiares. En el umbral de nuestros hogares, en la fibra íntima del vínculo, en nuestras ternuras familiares, donde todos nos volvemos más vulnerables al maltrato y a la violencia, pero el riesgo de sufrirla se reduce solo para los hombres y aumenta salvajemente para las mujeres. No es lo único que ocurre pero es lo que más importa.