Los dos puñetazos de Trump y la discreta mano de Biden
Joe Biden acariciaba con su discreta y anodina mano un triunfo ajustadísimo gracias a una movilización sin precedentes del voto por correo y anticipado. Donald Trump, quien logró hacer saltar por los aires las encuestas con un muy buen resultado, mantenía sus expectativas y se guardaba la espalda amenazando con que llevará el recuento al Supremo, de mayoría afín reforzada.
La mayoría de las encuestas y sondeos volvieron a fallar, como ocurriera en 2016 –¿o no será que lo que falla es la lectura sesgada que de ellas hacemos desde Europa?– y se repite, casi calcado, el escenario que acabó con la victoria de Donald Trump sobre la entonces favorita, Hillary Clinton.
Al igual que hace cuatro años, el candidato demócrata, Joe Biden, aventaja de largo al presidente de EEUU en voto popular (2.400.000 al 60% del escrutinio), con lo que podría incluso superar de largo los tres millones de votos de diferencia que su antecesora, Hillary Clinton, sacó al magnate.
Todo ello en unas elecciones con una participación del 65,7% que, si bien en muchos países de Europa pasaría por aceptable, cuando no modesta, en EEUU supone todo un récord con más de 157 millones frente al 60,1 % de 2016.
Así, para recordar una participación similar al 67% –atención, el porcentaje es sobre los inscritos, no sobre el censo– hay que retrotraerse a 1908, antes de que EEUU cambiara su Constitución y reconociera el derecho al voto a las mujeres.
Semejante índice de participación supone un importante grado de movilización del electorado, tanto por parte de Biden, que a falta del recuento total, superaba ya el récord de 2008 de Barack Obama (69,8 millones de votos, frente a los 69,5 del expresidente negro) y que podría llegar a los 80 millones; como de Trump, que llevaba más de 67 millones y podría alcanzar entre 73 y 75 millones.
Y se da en un contexto de polarización sin precedentes del electorado. Polarización absolutamente personalizada en contra del magnate, pero en contra también de la «deriva» del Partido Demócrata y, como consecuencia, de su cabeza de lista, aunque esta vez en manos del anodino exvicepresidente Biden, bastante menos visceralmente odiado que Clinton.
En ese contexto, y pese a su demonización y a la tendencia de muchos medios en minimizar su capacidad de arrastre y de caricaturizar su gestión –o quizás también por ello–, Trump amarra con gran solvencia no solo los feudos republicanos del sur y del oeste. Su contundente victoria en Texas zanjó de un plumazo las dudas en los sondeos y las esperanzas demócratas de recuperar, tras un largo medio siglo (1977, con el expresidente Jimmy Carter) un estado crucial (39 votos electorales) y sin el que los republicanos no ganarían nunca una elección.
De poco les sirvieron a los demócratas sus victorias parciales en Dallas, Houston, Austin y San Antonio. A lo más para rebajar de 9 a 6 puntos la desventaja desde 2016 respecto al voto republicano, que sigue arrasando en toda la zona norte y oeste del estado, poco poblada pero de vasta extensión.
No menos importante, el hoy presidente se aseguraba los cruciales 29 votos electorales de Florida, estado en el que las encuestas certificaban un empate técnico. Perder en ese estado «latino» le habría mandado a casa directamente. Ganarlo con mayor distancia que en 2016 confirma, sin olvidar la importancia de la migración cubana del condado de Miami Dade, que la tesis que asegura que los latinos votan en su inmensa mayoría demócrata es un mito. Y es que el electorado de esa minoría cada vez más decisiva es muy permeable al discurso evangélico neosionista, al que un agnóstico confeso como Trump no duda en cotejar.
Todo ello fruto de un pacto –no se sabe si escrito– entre el magnate neoyorquino, que en su día se mostraba a favor del aborto –y del que es conocida su escasa fidelidad matrimonial– y los sectores cristianos más rigoristas, personificados inmejorablemente en su vicepresidente, Mike Pence.
Así, no solo la inmigración cubana votó en un 55% a favor de Trump, según sondeos a pie de urna de la cadena NBC News. También lo hizo el 30% de los ciudadanos con origen puertorriqueño y el 48% del grupo de «otros latinos», que incluye, pero no solo, a los venezolanos.
El inquilino de la Casa Blanca vuelve a dar un puñetazo en la mesa demoscópica y demuestra la existencia de un importante voto oculto que se identifica con el postulado «popular» de un multimillonario y con el pedigrí de outsider de un magnate y showman convertido en uno de los políticos más mentirosos –si no el que más– de la historia de EEUU.
Mentiroso sí, y cínico, pero que cumple sus promesas, hasta las más descabelladas. Y que, subido a la ola de un crecimiento económico inaugurado bajo el segundo mandato de Obama, ofrecía unos datos económicos de empleo y de actividad económica, incluso entre las minorías, envidiables. Y que, pese al mazazo de la pandemia, parece haber retenido a su electorado.
Otra derivada a analizar, sus magníficos resultados electorales, que podrían darle un segundo mandato en medio de una crisis económica sin parangón, evidencia que el tan manido consenso político correcto general sobre el modo de gestionar la pandemia es otro mito, aunque esté avalado por evidencias científicas. Y mucho me temo que no solo en EEUU, sino también no lejos de estos lares.
Que un presidente que se infectó tras convertir la Casa Blanca en foco del virus y su país en epicentro de la pandemia salga reforzado en las urnas se enmarca, en el caso de Trump, en un fenómeno de sicología –alguno diría de siquiatría– política digno de estudio. Pero no basta para explicarlo.
Como si no hubiera pasado nada en este último año, el llamado Cinturón del Óxido, con su voto obrero blanco, vuelve a ser decisivo. Y todo apunta a que, como en 2016, la Presidencia del país todavía más poderoso del mundo se podía volver a dirimir por unos miles de votos.
La diferencia estribaba esta vez en el masivo voto por correo y anticipado, que, al cierre de esta edición, no permitía anticipar un ganador, pese a que Donald Trump llevaba ventaja en el recuento del voto emitido durante gran parte de la jornada electoral.
La cuestión es que tanto en Wisconsin como en Michigan, pero sobre todo en Pensylvania –estados todos ellos donde Trump ganó por la mínima (77.000 sufragios), pero se llevó unos decisivos 46 votos electorales [para ganar la Presidencia se necesitan 270]– faltaban por contar millones de votos por correo y anticipados.
Sufragios, además, en condados, ciudades y suburbios poblados donde la tendencia a votar demócrata es clara.
Como ejemplo, en Pensilvania, donde Trump aventajaba a Biden por 700.000 votos (13 puntos) faltaban cientos de miles de votos por contar y se sabe que 1.500.000 de ellos estaban registrados como demócratas, medio millón como republicanos y el otro medio millón sin inscripción. Y se esperaba el recuento en sus núcleos urbanos de Filadelfia y de Pittsburgh, sin olvidar sus cinturones suburbiales. En estos últimos habrá que estar atentos al grado de implicación en estas presidenciales de la minoría negra, mayoritariamente demócrata.
Otro tanto ocurría en Michigan (Detroit...) y Wisconsin (Milwaukee...), donde, a medida que avanzaba el recuento del voto por correo y anticipado, Biden arrancaba una ventaja de entre medio y un punto.
El resultado, pues, en esos estados posindustriales y víctimas de la deslocalización neoliberal depende de hasta qué punto se cumplen las expectativas y la tradicional costumbre del electorado demócrata de optar más por el voto por correo o anticipado. Un axioma reforzado este año por la más preventiva postura de los votantes demócratas en torno al virus respecto a los votantes republicanos, animados por su presidente a no llevar mascarilla e incluso a contagiarse, como él.
Pero sí había pequeñas diferencias respecto a 2016, y una de ellas era la victoria demócrata en Arizona, aunque tiene más que ver con los cambios demográficos que con la pericia de Biden. A ello hay que sumar los muy reñidos resultados tanto en Carolina del Norte, otro de los estados bisagra (swing states), como, sobre todo, en Georgia, bastión republicano donde los demócratas esperaban dar la sorpresa –apuntada en las encuestas– con el recuento del voto por correo en la ciudad de Atlanta y su conurbación.
Todo ello sin olvidar el recuento de infarto en Nevada, estado demócrata en 2016 y en el que sus seis votos electorales, que podrían resultar decisivos, dependían del baile del ballotage en Las Vegas, donde los demócratas iban en cabeza, y en el resto del territorio, mayoritariamente republicano.
Así las cosas, Biden, quien lo fiaba todo al voto por correo, se podía permitir no ganar en algunos de los principales estados en liza y lograr aun así los ansiados 270 votos electorales.
Por contra, el magnate debería de ganar en todos ellos, lo que matemáticamente reducía sus posibilidades, pero de ninguna manera las anulaba.
En ese contexto se situó la comparecencia a primera hora de la madrugada (hora de Washington) de Trump, en la que, poniéndose la venda antes de la herida, no dudó en denunciar un fraude electoral masivo sin mostrar prueba alguna y sacó un segundo puño, exigiendo al Supremo que ordenara parar el recuento, saltándose así todos los diques de contención institucional que se presuponen a un presidente.
Su rival, por contra, se le adelantaba en una jugada anticipadora e inteligente en la que instó a esperar al final del recuento y pidió paciencia a sus seguidores, mostrando su esperanza en una victoria.
Su campaña señalaba, entrada la tarde de ayer, que podría anunciar a Biden como nuevo presidente ya que sus datos internos confirmarían su victoria en Wisconsin, Nevada, Michigan y Pensylvania.
Por contra, Trump denunciaba que su «ventaja» estaría «desapareciendo mágicamente» con el paso de las horas por el recuento de «vertederos de votos sorpresa».
Trump dio un puñetazo con sus buenos resultados, pero Biden podría ganarle por la (discreta) mano del voto por correo. Al magnate le quedaría el segundo, y largo, puñetazo ante un Supremo bajo su cuerda.