Ramón SOLA-Iñaki ALTUNA
EUSKAL HERRIA

Diez años de Aiete: tres estaciones y un legado para la cuarta

2021 trae el décimo aniversario del cambio de ciclo más radical en la escena política vasca en medio siglo. ¿Cuál es el legado de Aiete? Volver la mirada sirve para hacer balance parcial de lo logrado, lo no conseguido e incluso algunos frutos inesperados.

Es probable que el próximo 17 de octubre en Euskal Herria el aniversario de la Conferencia Internacional de Paz de Donostia no genere grandes celebraciones, como sí ocurriría en procesos de otros lares. Pero tampoco es descartable que recuerde cuestiones pendientes y llame la atención sobre las mismas por parte de algunos de los agentes entonces implicados.

La hoja de ruta que condujo a Aiete, acordada por el Centro Henry Dunant con ETA y el Gobierno español, y los puntos de la Declaración resultado de aquel encuentro siguen recogiendo aspectos centrales a abordar para dejar definitivamente atrás el periodo de conflicto anterior, caracterizado por un enfrentamiento armado. La violencia de ETA ha desaparecido totalmente de la ecuación, pero esta sigue sin resolverse, por ejemplo, en el cuarto punto de Aiete, referido al diálogo político, el acuerdo y la consulta a la ciudadanía.

Haciendo un paréntesis, que un aniversario tan redondo no dé para grandes celebraciones tiene su explicación.

El unionismo español osciló entre debilitarla y debilitarla, el autonomismo vasco asistió sin entusiasmo ni protagonismo y en el independentismo pudiera haber dos percepciones sobre Aiete: la frustrante de la literalidad, que la entiende como un acuerdo bilateral incumplido, y la ilusionante del espíritu de la cita, el arranque de una apuesta unilateral que se ha desplegado y va generando efectos.

Lo cierto es que los pasos dados por ETA y por la izquierda abertzale tenían más que ver con el cambio de estrategia operado anteriormente con “Zutik Euskal Herria”, que conllevaba indefectiblemente al abandono de la práctica armada, que con el cumplimiento de unos determinados puntos por parte de los estados. La experiencia ya había demostrado a ETA que en los procesos de negociación el incumplimiento de los acuerdos era marca de la casa del Gobierno español, en cualquiera de sus versiones.

Lograr avances en la hoja de ruta sería un acicate si se lograse dar pasos en la resolución de las consecuencias del conflicto, pero sobre todo el independentismo de izquierda iba a la cita de Aiete con la determinación de cambiar el panorama y desplegar la nueva estrategia. En el caso de ETA, por decirlo de una forma sencilla, no contemplaba bajo ningún supuesto la vuelta a las armas. La declaración realizada el 20 de octubre de abandono definitivo de la lucha armada no tenía vuelta atrás.

En cuanto a la comunidad internacional, encarnada entonces en Kofi Annan, su valoración de Aiete resulta tan difusa como singular ha sido su implicación. Acostumbrados a procesos de carácter bilateral, los agentes internacionales han asistido atónitos al hecho de que una de las partes boicoteara incluso avances que supuestamente le favorecían, como el ulterior desarme. Han sido testigos, a la postre, de un nuevo modelo a la hora de abordar conflictos armados de naturaleza política.

Ciertamente, de la misma forma que la izquierda abertzale y ETA sacaron la conclusión de que, en su cambio de estrategia, todo paso por zanjar las consecuencias del conflicto favorecería un nuevo escenario y sus posiciones, el denominado «Estado profundo» también llegó a esa misma conclusión, para actuar en sentido contrario: aplicar el bloqueo en todos los terrenos posibles, aunque atentaran contra toda lógica en la construcción de la paz, con el objetivo de impedir que el independentismo de izquierda encontrara un terreno más propicio y se pudiera centrar solo en su apuesta política.

Por todo ello, lo que cuajó en el palacio donostiarra en aquellas ocho horas de intervenciones, apretones de manos y declaración final no puede leerse desde un punto estático. Aiete desencadenó un proceso evolutivo, progresivo, y como tal la percepción va variando con el tiempo: poco tiene que ver el balance actual con el que se hubiera hecho en el quinto aniversario. Y diez años dan para definir varias estaciones en su desarrollo.

Otoño, invierno y primavera

Era otoño en Aiete. No solo en lo climatológico, sino también en su esencia. El otoño es estación de claroscuros, imprecisa, indefinida por naturaleza. Del mismo modo, la cumbre se gestó sin certezas: la voluntad de la izquierda abertzale de cambiar de ciclo sí era mayoritaria desde la Declaración de Altsasu (2009) y ETA había abierto este 2011 con la declaración de un alto el fuego permanente, general y verificable, pero la apuesta tenía riesgos; la aportación de la comunidad internacional se había palpado en la Declaración de Bruselas o un acto en el Parlamento Europeo, pero a un nivel difícil de calibrar; y el Gobierno Zapatero había alcanzado con ETA 16 compromisos en la llamada «Hoja de ruta resultante» que incluía la celebración de Aiete y el diálogo posterior, pero su credibilidad no era alta, ese acuerdo no era público y además ese ejecutivo tenía los días contados.

La izquierda abertzale era totalmente consciente, por la experiencia del proceso 2005-2007 y los incumplimientos de los acuerdos previos al «punto cero» del alto el fuego de 2006, de que no había razón alguna para fiarse del Estado, ni siquiera del Gobierno. Por si hubiera dudas, un mes antes de Aiete llegó la brutal condena de diez años de cárcel a Arnaldo Otegi y sus compañeros; Alfredo Pérez Rubalcaba impidió llegar a Aiete a Tony Blair, una de las principales figuras esperadas por la referencia irlandesa; y el lehendakari de paso, Patxi López, escenificó su desprecio marchándose de gira a Estados Unidos. Con el tiempo todo ello se ha vuelto en contra del PSOE; aunque puntualmente intente arrogarse como logro el fin de ETA, pocos son quienes compran tal relato.

En la tesitura de mantener el pulso o esperar, la izquierda abertzale optó por lo primero. Aiete y el inmediato anuncio del fin de la lucha armada se consumaron a sabiendas de que con la llegada del PP a La Moncloa un mes después todo lo firmado iba a quedar cuando menos hibernado. Es sabido que resultó mucho peor, porque el Gobierno Rajoy ni siquiera atendió al punto del pacto de Estado con la comunidad internacional como fedataria que le instaba a «dar la bienvenida» a la decisión de ETA «y aceptar iniciar conversaciones para tratar exclusivamente las consecuencias del conflicto».

Lo acaba de explicar Josu Urrutikoetxea en la entrevista a GARA desde París: «Mientras estábamos en Oslo, nadie entendía la postura española: ‘Estos quieren dejar las armas y los otros no quieren saber nada... ¿qué demontre les pasa?’ Los representantes de Exteriores de Noruega iban a Madrid a ver a Jorge Moragas pero no les decía nada. Peor aún, en 2012 Rajoy fue a Oslo con motivo de los premios Nobel y no hizo mención alguna. Nadie entendía nada».

El invierno caería sobre Aiete todavía unos años, hasta el desbloqueo del desarme y el fin de ciclo de ETA por un camino imprevisto en aquella cita: la implicación proactiva de la ciudadanía vasca. Entre tanto, la comunidad internacional quedó inerme, atenazada por el boicot de Madrid y también París, pero hizo un movimiento que impidió que la nieve acabara en hielo impenetrable: la anulación de la doctrina Parot por parte de Estrasburgo en octubre de 2013, que quitó parte de la angustia interna de la izquierda abertzale por el bloqueo de esta cuestión.

Varios elementos concatenados han hecho aparecer finalmente rayos de sol sobre Aiete. Mientras la izquierda abertzale concluía su parte con el fin de ETA, la apuesta por vaciar la cárcel o las aportaciones a la convivencia, el Gobierno francés inició en 2017 el deshielo penitenciario, al que ha seguido este año el español tras la caída del Ejecutivo del PP en 2018.

La ciudadanía vasca ha hecho el resto del trabajo, por ejemplo en el tercer punto de los cinco de Aiete, que habla de «avanzar en la reconciliación, reconocer, compensar y asistir a todas las víctimas, reconocer el dolor causado y ayudar a sanar las heridas personales y sociales». Resultó que, mientras la declaración lo presentaba como una tarea muy compleja a impulsar desde las instituciones, para entonces víctimas de los dos lados ya estaban haciendo un ejercicio de empatía, sin necesidad de luz ni taquígrafos, en los encuentros de Glencree.

La reconciliación es una evidencia progresiva pese a que el Estado siga eludiendo asumir la verdad de su violencia y acelerar el final del castigo por razones políticas: resulta elocuente su silencio ante el informe oficial de la tortura, pasados ya tres años de su presentación, y en lo concreto el reciente 35 aniversario del caso de Mikel Zabalza hubiera sido una opción excelente de empezar a rendir cuentas.

Frutos y cosechas inesperadas

Consolidada aparentemente esta primavera, obviamente aún no se atisba cerca el verano, entendido como cumplimiento final de aquella declaración que leyó Bertie Ahern. Y especialmente en lo que respecta al cuarto punto, el que en aquel momento resultó más inesperado.

Cuando aquel inicio de proceso iba tomando un contenido eminentemente técnico, el grupo de Annan certificó que la cuestión política no podía obviarse: «En nuestra experiencia de resolver conflictos hay a menudo otras cuestiones que si son tratadas pueden ayudar a alcanzar una paz duradera. Sugerimos que los actores no violentos y representantes políticos se reúnan y discutan cuestiones políticas así como otras relacionadas al respecto, con consulta a la ciudadanía, lo cual podría contribuir a una nueva era sin conflicto».

La apuesta por la consulta no era un brindis al sol. Con su acuerdo justo un año después de Aiete, Alex Salmond y David Cameron certificarían que resultaba perfectamente posible en Europa, sentando un precedente escocés que vuelve a estar en la agenda europea tras el Brexit. Esa es la cara de la moneda; la cruz fue, el 1 de octubre de 2017 en Catalunya, la constatación de que el Estado español no está en esa línea de acción democrática.

El legado de Aiete a punto de comenzar el año del décimo aniversario es todo esto: un compendio de frutos que maduran y de otros que siguen verdes. Pero incluye también algunas cosechas inesperadas, sin las que no se hace balance completo de estos diez años ni se analizaría correctamente lo que puede traer este 2021 más allá de un octubre ojalá post-pandémico.

Por ejemplo, aquella mañana en que la llegada de representantes políticos de Ipar Euskal Herria parecía solo un complemento cuasifolklórico nadie percibió que la activación del norte iba a ser un catalizador de resolución muy potente. Tampoco nadie previó que en Nafarroa se produciría un vuelco político tan profundo y tan rápido, ahora matizado pero en continuidad. El apretón de manos entre Annan y Rufi Etxeberria supuso la bienvenida de la comunidad internacional a la izquierda abertzale, pero nadie intuyó que hoy EH Bildu sería factor determinante incluso en la esfera estatal. En ese 2011 tampoco nadie habría augurado la revuelta catalana de seis años después y sus consecuencias latentes. Ni siquiera las nuevas causas sociales emergentes que juegan igualmente en favor del cambio.

El legado también es todo esto, porque ¿habrían ocurrido sin Aiete?