De pandemia a sindemia
El 2020 ha sido un año de crisis sanitaria mundial donde las restricciones nos han afectado al sur y al norte, al este y al oeste, aunque, como todos los indicadores han resaltado, no es lo mismo vivir en la Cañada Real que en la Castellana. No es lo mismo ser mujer que hombre; no es lo mismo ser rica que pobre. Pero es que anteriormente a esta crisis, tampoco lo era. Por eso, en los años 90 Singer acuñó el término de sindemia para evidenciar que las epidemias que podamos vivir se dan en un contexto previo de inequidad sanitaria debido, entre otras razones, a la pobreza y a la violencia estructural. La OMS habla de salud integral, entendida no solo como la ausencia de enfermedad, sino como una situación de bienestar integral. Para ello se requiere de un acceso real a los recursos. No es lo mismo poder acceder a un recurso tan básico como el agua que no poder hacerlo. No es lo mismo tener que cuidar sin tiempo que tener tiempo para cuidar. No es lo mismo que tu vida valga socialmente a que tu vida sea algo valioso en la medida que pueda ser explotada.
En el ámbito de las ciencias de la salud llevamos años estudiando el modelo biopsicosocial frente al modelo biomédico. Sin embargo, en la «práctica» es este último el que se sigue aplicando. Un modelo que ha regido la practica sanitaria hasta hoy día en nuestra medicina androcéntrica y que como señalaba una investigación de los años 90 ha provocado y provoca inequidad sanitaria al tener como referencia al modelo hombre/masculino. Los determinantes de la salud relacionados con el género son las normas y roles sociales que aumentan la exposición frente a los riesgos para la salud por la sobrecarga de trabajo-cuidados, mayor precariedad, mayor pobreza, violencia estructural, etc., pero es que también conlleva los sesgos de género del personal sanitario a la hora de atender y actuar frente a las dolencias de unos y las quejas de las otras. Lo que determina una menor atención y un tratamiento menos efectivo de las «quejas» de las mujeres. Resulta perverso tratar como igual lo que en la práctica es diferente, y resulta perverso aplicar lo mismo cuando en la práctica es desigual, como por ejemplo pasó con el discurso de «quédate en casa». Si no se tienen en cuenta las situaciones en las que no hay casa, en las que la casa es un espacio de tortura y violencia, aumenta la desigualdad e impide realizar un afrontamiento activo y con seguridad a la situación actual. No se pueden obtener respuestas satisfactorias para la situación actual sin atender lo previo porque sin ver lo previo se reforzará más la desigualdad.
Ahora que decirse feminista mola, cabría señalar que ser feminista es algo más que no ser machista, como ser antirracista es algo más que no ser racista. Que tengamos sensibilidad hacia una discriminación nos convierte en humanos empáticos, pero eso no quiere decir que tengamos una práctica de vida en línea con esa sensibilidad. Se puede ser sensible en la distancia porque incomoda poco la propia existencia. Ahora que toca repensar cómo recuperamos, entre otras cosas, afectos, abrazos y vida social, no estaría de más que le diéramos una vuelta a qué consideramos que es un buen trato, qué significa acompañar bonito en la vida. Nos han dicho que no es lo mismo ser familia que allegada, aunque para muchas nuestras allegadas sean también nuestra familia. Entre familia y personas allegadas queda descrita una realidad que para muchas tiene el significado inverso en cuanto a la intensidad de afectos y acompañamiento esperable entre la línea de consanguinidad y la línea de afectos construidos. Aunque yo diría que los afectos siempre se construyen porque si no nos puede pasar como con la sensibilidad hacia las discriminaciones, que se den por hecho, que creamos que el parentesco es por sí mismo sinónimo de afecto.
En una sindemia hay una violencia que es estructural. Me preocupa la tendencia a querer unificar todas las violencias en una, como parte de lo mismo lo que desactiva la conceptualización de la violencia como algo político y lo convierte en algo «natural» de todas las relaciones afectivas. Así, una de las preguntas que más me hacen en espacios profesionales es si dentro de las parejas homosexuales se da la misma violencia que en las parejas heterosexuales. Parece una pregunta lógica pero en el trasfondo busca comprobar si el problema son las relaciones afectivas, lo cual le dota al problema de cierto grado de normalidad en lugar del rango político que supone la asimetría de poder en base al sexismo estructural.
Uno de los nexos, en estas latitudes, en las violencias de pareja es que hemos crecido emocionalmente con Disney y la idea del amor romántico subyace en cada rincón afectivo y ello puede explicar las dependencias emocionales, la necesidad imperiosa de ser para alguien, que puede estar presente en todas las relaciones de pareja. En la misoginia, sin embargo, se unen el deseo de propiedad con el desprecio hacia las mujeres, vistas no como compañeras de viaje sino como objetos sobre los que edificar los egos masculinos. Muchas mujeres poderosas, que saben que lo son en el ámbito profesional, victimizan a esos egos heridos porque saben de sus inseguridades pero a la vez que reconocen esa vulnerabilidad les dan un poder enorme a las palabras de esos egos que necesitan humillar, machacar para sentirse propiamente con dos cojones. Me duele cada vez que escucho los relatos de mujeres increíbles que han sido vaciadas de todo crédito personal y convertidas en las sombras de sí mismas. Me duele saber de sus renuncias para que el otro creciera hasta convertirse en su devorador, porque crecer a expensas de otra no tiene límite, necesita fagocitarlo todo. Como un virus que necesita de su huésped para crecer, pero el asunto es que la desigualdad no es una pandemia, y no porque no se produzca a nivel mundial, sino porque no es una enfermedad, ni un virus, aunque nos guste la idea como metáfora. Así que sería preciso hablar de sindemia no vaya a ser que acabemos con esta pandemia y dejemos la desigualdad para otro momento.