Covid-19. Año uno. Una pesadilla autoritaria y una gestión fracasada
Es momento de intentar un balance de la gestión de la pandemia, aun siendo difícil por las incertidumbres aún reinantes y por el clima de tremendismo e irracionalidad que la rodea. Estudios comparativos con epidemias pasadas y/o con problemas sanitarios presentes no permiten considerar a la covid-19 como un problema sanitario catastrófico; pero se le ha considerado así. Probablemente porque es un problema para Estados, clases y grupos sociales privilegiados, con capacidad para convertir sus problemas en los problemas, sus demandas en las primeras en ser atendidas, sus miedos en los miedos generales. Además, los grandes poderes económicos han visto en la pandemia una «oportunidad» para sus intereses.
Con los datos oficiales queda clara la desmesura de la respuesta a la covid-19. A nivel mundial el número de fallecidos por covid-19 en el 2020 representa el 0,024% de la población mundial. El aumento de la mortalidad global en ese año (sin cifras oficiales todavía), es muy probable que se sitúe dentro de los límites considerados como normales (menos del 5%). Es cierto que en algunos lugares el impacto de la pandemia ha sido mucho mayor: por ejemplo, Europa, pero donde la edad media de los fallecidos se acerca a la esperanza de vida, 81 años. La tasa global de letalidad por infectado según datos de la propia OMS podría situarse en el ~ 0,15%. Tampoco hemos asistido a una propagación exponencial del virus, sino a ondas que se elevan y descienden en pocas semanas como los virus respiratorios habituales. El impacto de la pandemia se ha ido trasladando de unas zonas a otras, pero globalmente el número de casos y fallecidos no ha experimentado ningún aumento incontrolado. Todo ello hacia improbable el permanentemente proclamado desbordamiento de los servicios sanitarios. Además, un porcentaje alto de la población tenía una alta inmunidad innata al virus y eran asintomáticos o sufrían síntomas leves, y la realidad es que, salvo casos desgraciados, el virus se ha ensañado con ancianos y pluripatológicos, lo que demandaba una estrategia de gestión de la pandemia basada en la protección diferencial. A pesar de esos datos no se ha promovido la tranquilidad social. ¿Por qué? Influyen los discursos interesados de quienes medran con el pánico colectivo y de quienes se benefician políticamente: azuzar el miedo permanente facilita que no se medite sobre puntos claves como la relación estrecha entre nuestro sistema económico y los saltos zoonóticos o sobre la incapacidad para proteger a la población anciana de las residencias: aquí los muertos se apilan; y es absurdo pensar que el encierro protegió a esa población vulnerable, que representan casi el 50% de los decesos elevando la letalidad global del virus, haciéndola aparecer como más mortal.
Pero un fenómeno de tanto calado tiene causas más profundas. En primer lugar, que una porción numerosa de la población (y social y políticamente influyente, de países que a su vez inciden en la agenda política mundial) entró en estado de pánico. En segundo lugar, que se dio una sobrevaloración de la efectividad de las medidas de aislamiento social severo (confinamiento domiciliario, cercos perimetrales, toques de queda, clausura de espacios, etc.) en la mitigación de la expansión viral; y por último se subvaloró las consecuencias sociales, psicológicas, educativas, económicas e incluso sanitarias de las drásticas medidas adoptadas. En realidad, esas medidas se fundamentan en un extremismo sanitario que no tiene ninguna base científica y puede haber aumentado no solo de forma indirecta los daños a la salud, sin que hayan disminuido de manera significativa los casos graves y mortales de la covid-19. Se acumulan publicaciones científicas que concluyen que esas medidas no han sido efectivas para reducir la propagación viral. Y, sin embargo, no se renuncia a esa estrategia. Esta quizá sea una de las consecuencias más nefastas de haber afrontado la crisis sanitaria como una guerra: no solo se clausuró el debate antes siquiera de comenzarlo (en la guerra se obedece, no se discute), no solo se convirtió a quien tuviera dudas o expusiera críticas en un peligroso saboteador del «esfuerzo de guerra» («negacionista» es el insulto); también se activó la dinámica propia de toda guerra: es fácil entrar en ellas, lo difícil es salir. Una vez que se entronizó al problema covid-19 en el problema más importante sin discusión, que se optó por la vía de las restricciones y del aislamiento y el recurso a legislaciones de excepción, cambiar de perspectiva o adoptar otras vías de actuación era sumamente dificultoso, si no lisa y llanamente imposible.
La gestión de pandemia no puede ser explicada por una oscura conspiración. La explicación es sumamente compleja. Comprender y explicar la reacción ante la pandemia debe necesariamente incluir ciertas condiciones de posibilidad que se fueron gestando a nivel social, económico, sanitario y cultural a lo largo de décadas: entre ellas la obsesión por una concreta concepción de salud y la seguridad en la cultura capitalista actual, la abrumadora hegemonía ideológica de las clases altas y medias en el universo contemporáneo, la pérdida de sentido histórico propia del sentido común posmoderno, el reduccionismo biologicista de la medicina mainstream, la consolidación de lógicas profundamente patriarcales y punitivas en el abordaje de los problemas sociales, etc. Sin ellas la patológica obsesión con la covid-19 difícilmente hubiera tenido lugar. ¿Había alternativas a la gestión autoritaria de la pandemia? Desde luego. Este ha sido un gran episodio de posverdad y un respaldo al ejercicio de la política desde el autoritarismo y la falta de transparencia. Es momento de complejizar lo sucedido, permitir hacerse preguntas y cuestionar la ortodoxia covid.