Raúl BOGAJO

«OLEG» Y LAS PÍLDORAS DE FREDERIK PEETERS CONTRA LA CRONOFOBIA

Frederik Peeters vuelve en «Oleg» (Astiberri, 2021) al género autobiográfico con el que tan bien se maneja el autor de «Píldoras Azules» para dibujar las derivas existenciales y la ansiedad frente al paso del tiempo de un autor que, en plena crisis de madurez, trata de acercarse a un mundo cuya inteligibilidad parece ser inversamente proporcional a los años.

Trece años después de aquellas “Píldoras” con las que Peeters abordaba, con una sensibilidad especial y a años luz del melodrama, su relación sentimental con Cati, una chica seropositiva y su hijo de tres años, el dibujante suizo retoma en “Oleg” la enfermedad, la madurez, el tiempo vivido y el consecuente desgaste físico y mental como temas a los que regresar con sus lápices. Peeters se esconde esta vez en la tercera persona de un autor, Oleg, que, en colapso creativo, trata de seguir conectado sensorial y emocionalmente a un mundo cada vez más opaco y huidizo. ¿Para qué seguir creando, para quién, los tebeos en la era del videojuego, del pantallismo ilustrado y de la adoración al bitcoin? ¿Existe alguna otra razón que no sea la meramente económica para dibujar? “Oleg” es también una reflexión sobre la fórmula del éxito y sobre la impostura de la repetición de modelos; sobre la falacia, en definitiva, del concepto de originalidad. Afirma Peeters y lo repite en el cómic, que “Oleg” es un anagrama de Lego y l’ego, el ego: un ir y venir metafórico entre el juego de piezas con el que construir, con el que crear, y la soberbia del creador, del yo hipertrofiado.

El aislamiento del individuo y la incomunicación; el repliegue de lo humano en la tecnología y el miedo al otro son recurrentes en las obras del creador de Lupus. La dependencia de las pantallas como sustitutos no solo del contacto físico, sino también del contacto a través de la mirada en una sociedad que camina con la vista baja, sumisa, en continua reverencia al smartphone. Las historias de Peeters acostumbran a partir de premisas no demasiado optimistas; “Lupus” era en esencia una búsqueda del contacto, del cariño y de las migajas de la humanidad en clave futurista, “Oleg” es otro tanto de lo mismo pero sin en el atenuante del porvenir. Otras obras del mismo autor de carácter más onírico y surrealista, como “Paquidermo” o “Castillo de Arena”, esta última con guion del cineasta francés Oscar Lévy, se adentran, de la misma manera, en el extrañamiento del individuo en un mundo hostil y delirante.

A Peeters le gustan los personajes que, desde la desconfianza con el entorno y el temor, tratan de buscarse a sí mismos entre sus iguales. En este último cómic, esta falta de conocimiento y comprensión individual se traslada también al grupo a través de esa generación de millennials, que ha metamorfoseado esa falta de conexión en rechazo a unos progenitores que son una amenaza incipiente. El nihilismo del punk de los setenta fundado en el no futuro político y económico transfigurado en un nihilismo ecológico donde esa negación de futuro adquiere una consistencia mucho más real e inmediata que simbólica. La naturaleza en “Oleg” es una huerta urbana entre cemento y ladrillo, un oasis de paz y erotismo; es también un entorno onírico, subconsciente, que se cuela por las páginas más poéticas de cómic, pero es siempre un ente en constante estado de alarma.

Peeters es un autor especializado en la disección de las relaciones humanas, capaz de defender en cada detalle, narrado y dibujado, una tesis de la condición humana. Es un observador entrenado en la interacción mínima para describir códigos de conducta, similar a aquella microsociología del cara a cara de Erving Goffman y su “Presentación de la persona en la vida cotidiana”. “Oleg” es una operación de rastreo de lo que todavía nos diferencia como humanos de la anulación total, de la cosificación; la búsqueda de la línea que nos dibuja y nos protege de una simbiosis con el entorno.

La periodista y escritora Rachel Cusk, otra supercapacitada observadora de lo microscópico en las relaciones interpersonales, experta en narrar esas sensaciones ínfimas que desbocan la emoción, se fijaba en uno de sus relatos en la luminiscencia de la luz que se filtraba y rebotaba en las paredes blancas de una prisión y decía que «había tanto blanco que era imposible tener perspectiva: el blanco hacía que te sintieras pequeño y alejado de los límites de las cosas». Peeters emplea magistralmente el blanco y el negro, la luz y el contorno, para narrar esa imprecisión de las fronteras de nuestra piel, variando, casi imperceptiblemente, el trazo y el dibujo de la figuración a la abstracción al mismo tiempo que la trama vacila entre el sueño y la vigilia.

Hay dos puntos fuertes en la obra de Peeters: los diálogos y el manejo del ritmo. Los diálogos y las imágenes en “Oleg” cuentan dos versiones de la misma historia, de la misma forma que lo hacían en “Píldoras azules”. Peeters se centra en el texto, en lo hablado, suspendiendo la parte gráfica en la monotonía de viñetas sin apenas variaciones, para hacer avanzar la historia en función de lo que los personajes cuentan. La parte gráfica, a su vez, se desprende del texto en páginas donde narra otra versión de la misma historia, más sutil y poética, que sirve como contrapunto emocional a lo que se dice. Este tratamiento que hace pivotar la trama entre el dibujo y el texto hace que los tebeos de Peeters tengan un ritmo especial y reconocible que el autor redondea con su capacidad para suspender el tiempo, de pausar el tiempo gráfico de la página, para que la atención derive a lo que los personajes dicen, pero colando a la vez, casi imperceptiblemente y en la variación mínima de lo dibujado, el detalle que guía la mirada.

Frederik Peeters es uno de los grandes narradores del cómic actual. Lo es es su versión más densa y futurista, en “Lupus” o “Aama”, dos obras de ciencia ficción que se han llegado a poner a la altura de los relatos de Ray Bradbury; lo es cuando aborda el reportaje gráfico desde parámetros del género negro como en “Riyad-sur-Seine”; y lo es, especialmente, en esta especie de juguetes, de construcción y deconstrucción, autobiográficos como “Oleg”, en los que el autor parece tomarse un tiempo para respirar pero en los que, de manera sutil, nos deja nos deja husmear en su tramoya creativa.