Kepa Tamames
ATEA (Asociación para un Trato Ético con los Animales)
KOLABORAZIOA

Mary Ellen, un «animal indefenso»

Evoca el nombre a una de esas niñas repipis de serie de televisión setentera. Pero Mary Ellen (nacida Wilson) no tuvo ocasión precisamente para ser repipi, ni se conocía entonces tan grimoso epíteto. Y seguro que sus progenitores no eran versados en literatura clásica griega; lo digo porque hasta pudieran así haber apelado a la sentencia aristotélica, esa según la cual «siendo un hijo propiedad de los padres, nada de lo que se hace con una propiedad es injusto» (en efecto, hablamos del mismo personaje que justificaba entonces la esclavitud con total naturalidad, cosas de los tiempos que a uno le toca vivir).

La familia Wilson malvivía en el barrio neoyorquino de Hell’s Kitchen (ya el nombrecito no auguraba nada bueno: «la Cocina del Infierno»), y fue entregada a la beneficencia por su propia madre tras enviudar. Cedida en adopción a los McCormack, Mary volvió a quedarse huérfana de padre al poco tiempo. Imagino que la niña comenzaría a intuir para entonces el pleno significado de la metáfora esa del «valle de lágrimas». Pero las peores desgracias para la pequeña aún estaban por llegar. Su madrastra contrajo nuevas nupcias, y los vecinos acabaron alertando al Servicio Municipal de Caridad por sospechas de maltrato. Los hechos quedaron comprobados tras una mera inspección, al descubrirse a la muchachita encerrada en un cuarto oscuro, atada a la cama, con claros síntomas de desnutrición y marcada con numerosos cortes de tijera por todo el cuerpo. La indignada ciudadana –voluntaria y de religión metodista– recorrió todas las comisarías de la zona con el firme deseo de interponer una denuncia formal, pero se topó con un muy serio problema: no existía ley alguna que protegiera a los niños de los malos tratos. Asumió el reto como algo personal, y se empeñó en llevar hasta el final toda defensa posible de la cría. La mujer demostró una habilidad jurídica notable, al sugerir al magistrado que aplicase la única normativa proteccionista que de verdad podía ayudar a la víctima: la que defendía a los animales desde algunos años antes. ¿O es que acaso Mary Ellen no era un animal, y además indefenso? El juez Lawrence no supo negarse a tan contundente argumentación zoológica (¿qué hubiera dicho Aristóteles en semejante tesitura?), y ordenó retirar la custodia de la niña, al tiempo que condenó a la madre a un año de cárcel. Y lo mejor de todo: concedió la tutela de la pequeña a Etta Angell Wheeler, su orgullosa rescatadora (¡no me negarán ahora que ciertos nombres tienen su peso en nuestras vidas!). Mary Ellen experimentó a partir de ese momento el verdadero afecto de una familia (en el campo, además, lejos de la vorágine urbana), e incluso fallecida la madre de Etta –fue dicha señora quien en realidad se ocupó de la niña– fue tutelada por su otra hija hasta que Mary Ellen se casó y formó su propia prole. Felicísimo final, ya lo creo.

(Como simple inciso, se me ocurre que solo Dios sabe qué pasa por la mente de un ser apaleado y encerrado durante toda su vida, se trate de un cachorro humano en un cuarto oscuro o de un perro en su fétida caseta, cuando se le ofrece de repente el abrazo diario, comida de verdad y un catre caliente para que sueñe con un mañana parecido. En fin...).

Pues sí, se constata con esta terrible y al tiempo bella historia que nos equivocamos al pensar que siempre precedieron las leyes humanitarias a las animalistas. La condena de la madrastra tuvo lugar en 1874, y tan solo un año después se fundaba la Sociedad Nacional para la Prevención de la Crueldad con los Niños, pionera en su género.