Josep Solano
UN AñO DEL GOLPE DE ESTADO EN MYANMAR

La resiliente resistencia birmana

El sorprendente nivel de resistencia popular al golpe militar del Ejército birmano aguanta el paso del tiempo un año después de la asonada del 1 de febrero de 2021, y pasa de las grandes manifestaciones iniciales a una persistente insurgencia armada pero sin ayuda internacional.

La junta militar de Myanmar, liderada por el general Min Aung Hlaing tomó el poder el 1 de febrero de 2021, derrocando al Gobierno civil y arrestando a los principales líderes, entre ellos su líder de facto, la premio Nobel de la Paz, Aung San Suu Kyi.

A lo largo de estos meses, el Tatmadaw –como se conoce al Ejército birmano- ha redoblado su represión para someter a una población que no ha cedido al desaliento desde el golpe militar, primero con un movimiento de desobediencia civil pacífico, y, meses después, con la militarización de parte de la resistencia de la mano de la llamada Fuerza de Defensa del Pueblo.

El uso de la fuerza letal por parte de los militares para mantenerse en el poder ha intensificado el conflicto con sus oponentes civiles hasta el punto de que algunos expertos describen al país como si estuviera en un estado de guerra civil.

Según la ONG birmana Asociación para la Asistencia de los Prisioneros Políticos, más de 1.500 personas han muerto a causa de los enfrentamientos con las fuerzas armadas fieles al gobierno militar y más de 11.000 más fueron detenidas, un número indeterminado fueron torturadas o se consideran desaparecidas y hay más de 320.000 desplazados mientras los militares arrasan aldeas para erradicar la resistencia.

A lo largo de estos meses, la desobediencia civil obstaculizó el transporte, los servicios bancarios y las agencias gubernamentales, ralentizando una economía que ya tenía síntomas de debilidad a causa de la pandemia de coronavirus.

Especialmente cabe destacar el movimiento del sector sanitario del país que, tras las primeras 48 horas de incertidumbre, inició una huelga indefinida y se negó a colaborar con la junta militar. El sistema de salud pública colapsó, dejando abandonada la lucha contra el covid-19 durante meses.

La educación superior también, cuando profesores y estudiantes simpatizantes de la revuelta boicotearon la escuela o iban siendo arrestados.

El Gobierno instalado por los militares no anticipó en absoluto el nivel de resistencia que surgió de la población y el ejercicio de la represión ha sido cada vez más habitual. Pero la represión de los militares también trajo un sorprendente nivel de insurgencia popular, que se ha convertido en una resistencia clandestina con poca preparación pero muy persistente.

A mediados de abril pasado, políticos derrocados y activistas pro-occidentales anunciaron la formación del autodenominado Gobierno de Unidad Nacional (NUG, en sus siglas en inglés), leal a Suu Kyi, con el que plantar cara a la junta militar.

Este Gobierno de unidad nacional, que opera de manera clandestina para evitar la represión de la junta, se define como el representante legítimo del pueblo birmano, un reconocimiento que de momento no ha sido avalado por parte de los países de la región ni por ninguna institución internacional.

Pero aunque no haya sido reconocido oficialmente, países como China, Estados Unidos y la Asociación de Naciones del Sudeste Asiático (ASEAN) han entablado contacto con sus miembros e incluso la representante de la ONU en el país ha mostrado públicamente su apoyo al NUG.

A pesar de esta falta de reconocimiento formal, el Gobierno civil a la sombra creó la Fuerza de Defensa del Pueblo, un ejército que tiene como objetivo vencer a la junta militar, a los que califican de «terroristas».

Este Ejército cuenta con alrededor de 10.000 efectivos, la mayoría de ellos civiles que optaron tomar las armas ante el poco avance de las acciones pacíficas.

Expertos internacionales estiman que miles de birmanos están formándose en zonas fuera de control de los sublevados. Además, la Fuerza de Defensa del Pueblo también colabora en algunas regiones con grupos rebeldes étnicos, todos ellos contrarios al golpe perpetrado por el Tatmadaw.

Lo primero que hicieron los militares tras el golpe fue detener a la premio Nobel de la Paz, Aung San Suu Kyi, y tras casi cuatro meses sin saber su paradero, compareció el 24 de mayo ante un tribunal de justicia donde fue acusada formalmente de numerosos delitos, desde posesión ilegal de walkie-talkies hasta la violación de las restricciones sanitarias por la pandemia durante las elecciones de 2020.

La televisión pública, controlada por los militares, emitió entonces unas imágenes de la e-líder del país en el banquillo de los acusados durante su comparecencia, en su primera aparición pública desde el golpe.

El pasado 6 de diciembre, un tribunal birmano la sentenció a cuatro años de prisión por incitación contra los militares y por vulnerar la normas contra la pandemia, aunque esta pena fue rebajada ese mismo día a dos años de cárcel gracias a un perdón otorgado por la junta golpista.

Posteriormente, el 10 de enero pasado Suu Kyi recibió otros cuatro años de cárcel por importación y posesión ilegal de walkie-talkies y vulneración de las medidas sanitarias.

Este lunes, en víspera de este primer aniversario del golpe y con ya 76 años, Suu Kyi fue nuevamente acusada formalmente ante un tribunal birmano por el delito de fraude electoral durante los comicios de noviembre de 2020, en los que su partido arrasó.

Además de este nuevo cargo, la justicia birmana juzga a la líder derrocada por vulnerar la Ley de Secretos Oficiales, castigado con hasta 14 años de cárcel, y un gran número de delitos de corrupción, castigados cada uno de ellos con un máximo de 15 años de prisión.