Joxemari OLARRA
Militante de la izquierda abertzale
GAURKOA

La vuelta de la moneda

Hubo una época en la que los soñadores decíamos que la «cuestión» por la que combatíamos con nuestras vidas se parecía a un símil monetario. Nuestra idea era sencilla como una moneda. Una única e indisoluble moneda en la que se visibilizaba el sufrimiento y el sacrificio, la cárcel y el paredón: por un lado la revolución y, por el otro, nuestra nación, que lo uno llevaba a lo otro.

En el mismo doblón, por una de las caras, cayera como cayera la pieza vuelta al aire, se sostenía una de dos que, finalmente, era una: la implantación socialista en Euskal Herria como sistema político y la otra, que lo mismo da, la independencia de nuestro pueblo. Lo uno por lo otro, porque era cuestión inseparable. Dicho de otro modo sin lo uno, sin socialismo, era imposible lo otro. Soy de ideas fijas y mantengo lo mismo, como otros muchos, pero parece ser que hay que recordarlo para desmemoriados que descubren ideas nuevas deslumbrantes que ayer ya no nos deslumbraron.

Es verdad que no luchábamos con demasiadas florituras ideológicas, pues el régimen franquista nos cortaba toda fuente intelectual que asomara en el paisaje, pero en Euskal Herria la gente era fiel a sus antepasados, a su genética, a sus leyes y a su instinto de libertad. Sus gentes, en una palabra, constituían pueblo, colectividad, sociedad, civilización y cultura particular. Es decir, nación. Y también es verdad que con estos simple mimbres sociales, este pueblo, sociedad o nación, cuando se sintió ofendido, perseguido o, simplemente acosado, se levantó humanamente en pie como cualquier otro pueblo que pasara por el mismo trance: no existe pueblo que no se oponga a su opresor.

Y ocurrió lo que nunca hubo de pasar, o, dicho de otro modo, pasaron tres guerras carlistas y el enfrentamiento contra el golpe de Estado de Franco, entre otras malas situaciones históricas. Y seguimos en las mismas o, por cambiar de tono, parecidas, aunque con diferencias sustanciales.

Cada vez se oyen menos términos como nación, independencia y autodeterminación (ha bajado el tono de nuestros políticos) y se están olvidando conceptos como «patria», que ya suenan muy mal, pero que antaño sirvieron para incentivar nacionalmente a toda una pléyade de ciudadanos vascos que constituyeron una égida para Euskal Herria. «Aberria ala hil» fue grito de guerra con el que se consiguió mantener la sensación de nación frente a quienes querían borrarnos de la faz de la tierra, de liquidar nuestra lengua, nuestra cultura y nuestra idiosincrasia.

Teníamos poca literatura ideológica, quizás, pero teníamos muchas, pero muchas ganar de defensa y protección de nuestra tierra. No teníamos cultura intelectual al uso, pero sí la suficiente como para llegar a una conclusión única y contundente, como era darnos cuenta que la libertad e independencia de Euskal Herria solo vendría de la mano del socialismo revolucionario. Nos dimos cuenta de que lo uno sin lo otro (la dichosa moneda), solo nos daba lo que hubo (carlismo) y había: un peneuvismo poltronero para el que nunca había, ni habrá, momento adecuado de plantarse ante el Estado y declarar la independencia nacional de Euskal Herria.

Nuestra tierra, entonces y ahora, funde a fuego lento y en nuestras ferrerías internas, la «moneda» que facilitará la vía a su libertad. Un país sin proyecto político, salvo el bienvivir de algunos de sus caciques, no puede durar en el tiempo ni en el espacio: se muere. Simplemente con la idea de mantener sus «tradiciones» y costumbres (txistu, txalaparta y tamboril) acaba su proyección en la historia a medio plazo. Una nación, sin proyecto político propio, social e ideológico, añado, muere por inanición ante la globalidad que le devoraría con respetables nuevos mercados, nuevos modos de vida y nuevas culturas que, aunque bienvenidas pueden llegar a ser letales para un pueblo tan pequeño como el nuestro.

El socialismo, en verdad, sirve para utilizarlo como escudo ante el imperialismo del dólar, del euro o de lo que venga, pero ese socialismo deberá ser no dogmático ni uniformador, pues de lo contrario perderá su esencia libertadora. Somos un pueblo pequeño con un corazón muy grande, enorme, (así lo siento yo) que no debe perder su conciencia de pueblo, de nación. Ceder en el euskara, admitir situaciones políticas por las que debamos pagar peaje (por ejemplo, una UE que no acepta a las naciones sin Estado), ser consignados por la fuerza con dos nacionalidades a las que no pertenecemos, que se nos impide el derecho a la autodeterminación que, en definitiva se nos prohibe ser únicamente lo que somos y nos sentimos, nos debe hacer, siempre, recapacitar sobre qué queremos hacer, ser y, sobre todo, lo que estamos haciendo.

Creo que no me equivocaré demasiado (salvo ante los de siempre, claro está) si afirmo que, hasta el momento de la historia de nuestro pueblo, lo que le ha permitido sobrevivir como tal no ha sido ningún partido ni ninguna sigla, han sido nuestras ganas (llámese voluntad) de seguir siendo lo que fuimos y somos. Nuestra voluntad de pensar sin injerencias, de persistir en ser vascos y euskaldunes, gente a la que le gusta vivir con y en su idioma, sus costumbres y sus leyes. Gente a la que le encanta respetar del mismo modo manera que le respeten.

Tampoco me equivoco si afirmo que ha sido la imposición de otra «nación» sobre la nuestra la que ha generado la sangría de las guerras que siempre han destrozado cualquier atisbo de convivencia con los impositores. España, la hispanidad, el español y su imperio, las monarquías que parió el nacionalismo hispano nos ha destrozado como pueblo vasco. Sus monarcas, sus dirigentes y toda la ristra de mandamases hispanos, desde los Reyes Católicos (feudalismo puro) han querido el pueblo vasco sea lo que no es, una extensión del «pueblo español».