Joxemari OLARRA
Militante de la izquierda abertzale
GAURKOA

Preguntas

Nos falta pulso como colectividad, como pueblo. Nos falta «tensión» para generar la necesidad de un nuevo impulso a nuestro proyecto independentista y que se visualicen los pasos a dar. La juventud es el motor principal para empujar una revolución que recobre tanto su identidad nacional como social, como diría un militante abertzale cuyo cincuenta aniversario de su muerte, por disparos de la Guardia Civil, recién se ha conmemorado. Y los jóvenes, como entonces, como siempre, siguen en esa trinchera donde se funden la ideología y el sueño de crear una nación propia. La juventud, definitivamente, es época de preguntas y de respuestas, tiempo de compromiso activo y de intentar dar solución y destrucción a todo lo que le impida sentir la libertad en carne propia y colectiva.

Por delante nos queda a los adultos, aquellos que fuimos jóvenes guerreros, muchas preguntas que todavía no hemos sabido, o podido, resolver. Para un abertzale es fundamental plantearse, en estos tiempos qué tipo de Euskal Herria estamos construyendo, qué es lo que «estamos dejando» para un futuro no muy lejano y que está a la vuelta de la esquina de nuestra historia. Se trata, al menos en mi caso, de lanzar al aire de las ideas una serie de puntualizaciones a modo de interrogantes que espero sean coincidentes con la de muchos militantes de la izquierda abertzale y que sirvan para entrar en el mundo de la reflexión.

Euskal Herria es una nación sin estado, y prácticamente sin reconocimiento, que se ve troceada por tres administraciones con todos los instrumentos de gestión que les otorga el autonomismo de las tres administraciones totalmente dependientes de dos poderosos estados. A esto se le añade un problema demográfico gravísimo: el pueblo vasco se ha convertido en una colectividad de «mayores», con un bajada espectacular de la natalidad, donde los fallecimientos superan los nacimientos. Una sociedad que, tenemos que reconocerlo, nos ha llevado a una situación que no es la óptima para una futura «supervivencia como nación» o como pueblo.

Las razones son muy variadas. Los salarios, la precariedad laboral, el paro y el problema de la vivienda se unen para crear un cóctel fatal que dibuja un futuro oscuro y, sin duda, inquietante. Pero no debemos hacernos trampas en la solitaria baraja de la reflexión.

A nadie se le escapa que la sociedad, la vasca y del resto del mundo está cambiando y nosotros también con ella, eso es cierto. El bienestar, la comodidad, el vivir al día con el mañana colgando del «ya se verá», el individualismo que se define bajo el epígrafe «qué hay de lo mío», esa querencia generalizada de querer ser a todo trance funcionarios de la administración que sea, el priorizar el ocio, el hedonismo campante, el consumismo feroz al que nos empuja el capitalismo, la constante exigencia de derechos olvidándonos de las obligaciones y de otros muchos derechos que han sido enterrados por el poder.

En este complejo e intrincado contexto es preocupante la paulatina desaparición de valores insertados en las raíces de nuestra idiosincrasia, en nuestras buenas costumbres. Me refiero al decaimiento del sentido de «auzolan» y, cómo no, del compromiso y de la conciencia que conduce a la militancia pasando por el sentido de clase, de la pelea y, en definitiva, de la implicación integral en la labor de encontrar todos los caminos que guíen a este pueblo nuestro hacia su libertad.

Nos hemos acomodado y vivimos en una zona de confort que nos lleva poco a poco hacia la resignación y al pancismo. Y aquí, ciertamente, nos ganan por goleada, aunque también es cierto que no debemos exagerar y caer en el pesimismo, pues tenemos un bagaje, tanto histórico de nuestro pasado y de nuestro presente con muchos factores positivos que pueden servir para una proyección futura; sin embargo no debemos, insisto, ocultar la realidad a la hora de hacer un diagnóstico.

Estamos viviendo en una sociedad cada día más individualizada, insolidaria y más solitaria. Sirva como ejemplo el hecho contrastado de que hoy por hoy, en Euskal Herria hay más perros en «nuestras casas» que jóvenes o niños y niñas menores de catorce años. Todo un síntoma.

Ante este panorama, me surgen preguntas cuyas respuestas son en gran parte de respuesta obvia. ¿Quién cuida de nuestros mayores? ¿Quiénes se ocuparán de faenar en la mayoría de nuestros barcos de pesca? ¿Qué será de los puestos de trabajo de la hostelería? ¿Quiénes querrán trabajar en la construcción? ¿Quién recogerá las cosechas? ¿Quiénes ocuparán los puestos de comunicación desde donde se emite la información?

Gracias a estas personas que llegan como migrantes, sigue el engranaje y rotación de la producción y, sobre todo, la (zaintza) protección de nuestros mayores, lo que me lleva a la siguiente preocupación ineludible para Euskal Herria, cuál es la derivada que acarrea como consecuencia de esta realidad... ¿Dónde se integran estos ciudadanos mayoritariamente cuando lleguen a Euskal Herria o en una autonomía española dominante o en un departamento francés donde se impone el francés? ¿Qué idioma aprenden? ¿Qué cultura perciben? ¿Qué legalidad tienen que cumplir?

Con estas autonomías dependientes de España y Francia... ¿qué herramientas tenemos como pueblo si no somos estado? Tengo claro que para la izquierda vasca, siempre «buenista», esto no es ningún problema y, a pesar de que soy de los que pienso siempre en positivo, he de reconocer que nos falta pulso como colectividad, como pueblo. Nos falta «tensión» para generar la necesidad de un nuevo impulso a nuestro proyecto independentista y que se visualicen los pasos a dar. Tenemos suficiente fuerza, energía, historia, cultura, pasión, y, sobre todo, emoción por este maravilloso país.