Kepa OTERO GARCIA
GAURKOA

La vida que vosotros me perdonasteis

Mucho se habla últimamente de la construcción del relato en relación a lo sucedido en Euskal Herria en las últimas décadas. Hace poco se ha cumplido el veinte aniversario del cierre del periódico en euskara “Euskaldunon Egunkaria” y las torturas a las que fueron sometidos sus responsables, como tantas otras personas que eran detenidas en nuestra tierra por unos u otros motivos. Junto a ellos, hay un sinfín de nombres y de historias personales. A la cabeza me vienen nombres como Esteban Muruetagoiena, Ana Ereño, Encarnación Blanco, Fernando Elejalde etc. Miles de personas que sí, son un número, pero sobre todo y por encima de todo son seres humanos que han sufrido martirio y dolor por parte precisamente de quienes, al parecer, tienen el deber de velar por el cumplimiento de las leyes y deben regirse por los principios que las fundamentan. Cada uno de esos nombres es la historia personal e intransferible de su relación con la tortura. Algo que termina siendo muy difícil de transmitir. Es cierto que tú puedes contar los hechos, detallar las vejaciones, el sufrimiento y es cierto que quien te escucha puede empatizar contigo, puede imaginar el dolor que ello te produjo. Puede entenderte, pero lo que de ninguna manera va a entender es la relación que, de por vida, mantienes con la tortura como acción y con tus torturadores como presencia constante en tu vida. Una vez que lo has pasado, ya no puedes obviar su presencia. Es machacona e inevitable. Llena tus sueños y acompaña tus momentos.

En mi caso también ayudó que, entre que se presentó denuncia en febrero de 1984 y se finalizó el proceso, pasaron catorce años. El proceso fue una auténtica carrera de obstáculos, empezando por el juez que recibió la denuncia (Varón Cobos) que hizo el comentario de que nunca había visto que la Policía pegase y que mostró reticencias ante la presentación de la denuncia. Siguiendo con que yo había sido denunciado por un policía porque -según su versión- yo le había golpeado. En varias ocasiones fue señalada fecha para diligencias y los policías no se presentaron, con diferentes argucias. Se juntaron también problemas de tipo procesal como la anulación de mi personación en la causa por algún defecto. Uno de ellos ya no estaba en la policía y, por lo visto, no había posibilidad de localizarlo. Mi compañero y yo mantuvimos careo con el comisario Julio Hierro y dicha prueba se anuló. En un primer momento, se anula la inculpación de este comisario por prescripción, aunque luego rectificaron los órganos judiciales. Decenas de trabas después, llega el juicio contra los inspectores. Después el juicio contra Julio Hierro. Otra vez revivir lo ocurrido, contarlo ante personas que ponen una cara entre de no creerte y de importarles un pimiento lo que estás contando. Finalmente, entre tu testimonio y la labor de tus abogados se consigue que les condenen (hay que añadir que Julio Hierro ya tenía una condena anterior por torturas a Ana Ereño). Y su correspondiente indulto. Las penas son absolutamente irrisorias. Y siendo así, encima vino en su auxilio el gobierno de turno y los indultó.

Desgraciadamente, en la historia que estoy contando falta un nombre clave: Juan Carlos Elías Abad. Para cuando todo esto se resolvió, él -por lo que nos informaron- ya no pertenecía a la Policía. Lo que quiere decir que no fue juzgado ni condenado a ninguna pena. Simplemente, pareciera que había desaparecido de mi vida. Pero no era así, tanto él como Julio Hierro tenían una presencia especial en mi vida, en mis sueños, en mis recuerdos, en la construcción de mi historia personal. Juan Carlos Elías Abad era un policía ejemplar en su función de torturar a los detenidos. Afirmo sin ninguna duda que, además de su profesionalidad, disfrutaba con ello. Tengo muchos recuerdos sobre ello. Sin embargo, él no fue juzgado, no fue condenado, y no fue indultado. De Julio Hierro supe que de la policía pasó a la empresa privada, le hicieron jefe de seguridad de la Renault, después lo volvieron a recuperar «indultado» para la jefatura de la Comisaría General de Información. Una vez condenado por el secuestro en nombre de los GAL de Segundo Marey le pierdo la pista. Nadie me ha informado de sus derivas oficialmente, todo esto lo he conocido extraoficialmente. De los otros policías no supe nada. Hubiera jurado, igual estoy equivocado, que a otras víctimas se les informa del recorrido vital de sus verdugos. Tenemos por tanto la condena del recuerdo permanente, un recorrido judicial abrupto, una condena irrisoria y una absoluta falta de información.

En el camino de la reparación pediría no obstaculizar la búsqueda de la verdad (normalmente se obstaculiza archivando la denuncia), que, si un funcionario policial es condenado por torturas, la pena sea realmente significativa, que no haya posibilidad de indultarles o, por lo menos, que no sea sistemático y que se informe a la víctima como creo que se informa a otras víctimas. Pero por muchos gestos de buena voluntad que se den esto no va a ocurrir. Porque el Estado avala lo que los policías hacen. Por eso, sé que la tortura es estructural y sistemática. Y que los gestos de buena voluntad sirven exactamente para lo que sirven, en todo caso no para reparar la injusticia.

«En un punto determinado del trayecto, detienen el vehículo, siendo obligado a descender del mismo. El dicente manifiesta que iba esposado y sin cordones en los zapatos... y también hacia el final de este tiempo el inspector llamado Juan Carlos le conminó a que se marchase y, como no lo hacía, efectuó un disparo, que, aunque le apuntó al dicente, éste no miró y posteriormente oyó el disparo que podría haber sido efectuado al aire, al suelo o ser de fogueo» (de mi denuncia efectuada en Alcalá de Henares a 13 de septiembre de 1984). Puedo, pues, deciros a vosotros que, en efecto, me perdonasteis la vida pero no os doy las gracias.